Crítica

Mujeres en huelga de sexo

Lucía El Asri
Lucía El Asri
· 9 minutos
La fuente de las mujeres
Dirección: Radu Mihaileanu
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Género: Largometraje
Produccción: Radu Mihaileanu
Intérpretes: Leïla Bekhti, Hafsia Herzi, Biyouna, Saleh Bakri, Hiam Abass, Sabrina Ouazani,
Guión: Radu Mihaileanu, Alain-Michel Blanc
Duración: 135 minutos
Estreno: 2011
País: Francia-Bélgica-Italia-Marruecos
Idioma: magrebí (doblado al español)
Título original : La source des femmes

Esmeralda odia ser mujer. El lugar en el que vive le impide hablar, opinar diferente a ellos, realizarse como persona. Su futuro, al contrario que el de otras, estará lejos de allí. Y aquí bien podría acabar la historia de ‘La fuente de las mujeres’, un icono cinematográfico sobre la lucha de las musulmanas; una de esas obras que puedes ver, sin cansarte, una y otra vez, a pesar de su larga duración. Eso, quien aguante.

En la vida de estas mujeres queda prohibido mencionar el dolor de regla porque: «De eso no se habla»; prohibido, también, soñar y enamorarse. Al fin y al cabo las cosas han sido así siempre y así deben continuar. Permitido, aunque escondidas en el lugar más oscuro de la casa, aprender de quienes están dispuestas a soplar mientras otras mantienen la respiración.

Vestimenta, cánticos bereberes y la actitud de las mujeres muestran que la trama ocurre en una aldea del Atlas

No será ella, sino otra algo mayor (aunque poco), quien se enfrente a los miedos de una pequeña villa que, según la pantalla, bien podría localizarse en un país del Magreb o de la Península Arábiga. Su vestimenta, la apariencia, los cánticos bereberes, la actitud de las mujeres, el cuscús viudo, el cafetín, las chilabas y el té moruno que aparecen en pantalla – algo marroquíes, algo argelinos y muy bereberes-, sin embargo, nos llevan a asegurar que la trama ocurre en alguna aldea del Atlas del norte de África.

De hecho, si por algo falla la historia, tal vez, sea por no dejarlo claro desde el principio, como si algo así pudiese suceder en cualquier punto del planeta. Como si la realidad social de la mujer marroquí fuera la misma que la de, por ejemplo, Arabia Saudí. O, si en ambos países -por muy difícil que resulte en cada uno de ellos- hacer huelga o manifestarse fuera igual de sencillo. Es probable que su director (Radu Mihaileanu, francés de orígen rumano) quisiera no dejarlo claro en palabra, pero sí lo hizo en simbología. No hay excusas.

Los aciertos son todos los que siguen a ese inicio: el ambiente árido recuerda al del campo marroquí, abandonado y tostado por el sol, en ocasiones perturbado por los rebuznos de un burro; su tierra, entre amarillenta y rojiza; sus mujeres adornadas con la tradicional vestimenta amazigh; cantos acompañados con palmas, claramente del lugar; un destino donde el niño recién nacido es bienvenido, solo por el hecho de ser varón; una mentira tras otra, de esas que sirven para sobrevivir. Todo ello adornado por la belleza propia del lugar y de sus habitantes, por una estética cuidada, por los pañuelos atados a la cintura y por el colorido de la ropa.

El personaje de Leila describe fielmente el carácter de la mujer marroquí: luchadora, abnegada, cabezona

La escena discurre con rapidez, sin tiempo para el aburrimiento del espectador. El diálogo, por su parte, es realista, usual, directo; como el que podría tenerse entre vecinas de barrio, o en el zoco. Se hace potente, especialmente, cuando aparece en pantalla la gran actriz argelina, Biyouna. No falta ni sobra una exclamación.

Leila es diferente a todas las demás. O tal vez igual que todas pero con la mente de quien sabe leer y quiere pensar con ideas propias. Una forastera entre los suyos que se hace un hueco como puede entre miradas de desaprobación. Podríamos asegurar que su personaje describe fielmente el carácter típico de la mujer marroquí: luchadora, abnegada, cabezona y asociativa. Ella es demasiado atrevida para la tradición.

Llegó enamorada -a diferencia de muchas, o de la mayoría-, arrastrando con ella la fuerza del sur, hasta un lugar en el que una fuente de agua y el amor empiezan a secarse. Algunos dirán que la culpa es de la montaña. La misma que, por el camino, les obliga a perder algo más que el aliento. Ella sabe que los hombres son los responsables. Los mismos que obligan a sus mujeres a subir hasta ella en busca de un agua que no discurre hasta las casas mientras ellos duermen, toman té y juegan partidas de cartas.

No solo el agua contenida en pesadas tinajas se derrama, también la sangre del porvenir abortado. Algunas han olvidado hasta diez hijos en el camino. Otras tres. Otras seis. No importa. Las más viejas no ven problema al problema pues, excepto algunas, se han acostumbrado a perder.

Las más jóvenes tampoco ven la tragedia y, quienes lo hacen, son consideradas unas pobres ‘estériles’ sin derecho a protestar. El hamam, su lugar de encuentro, no sirve más que para hablar de sexo, de maridos calientes y de hornos femeninos encendidos. Para Leila ha llegado la hora de apagarlos por un tiempo y de ejercer el derecho a exigir lo justo: inundar la aldea con un caño, hacer que los hombres exijan a la administración la canalización del agua hasta el hogar.

La huelga ha comenzado: será de amor, de agua y, lo más importante, de sexo. Ese último es el único poder que (de momento) ellas tienen sobre ellos en un lugar donde la sequía, que dura ya más de 15 años, hace que el corazón (el de ellas) se reseque. Ellos, mientras tanto, lo consideran una ofensa y aseguran que ese agua, como las tareas domésticas, debe ser cosa de mujeres. Algunos, los más fuertes, superan la barrera con dolor, sin miedo a que los hijos despierten. Ellas, inteligentes, aprenden del sufrimiento. El director sabe retratarlo bien: ajo, pantalones y cinturón bien apretado para frenar el deseo y los golpes.

Leila está dispuesta a cambiar la tradición sin medir las consecuencias. Tiene suerte: un marido que le adora

Leila está dispuesta a cambiar la tradición sin medir las consecuencias. Sin embargo, tiene suerte: un marido que le adora. Él mismo, profesor, le enseñó a leer. Él, también, advierte a su mujer de que no debe crearse más enemigos.

Él mismo intenta convencer a las madres, día tras días, de que lleven a sus hijas a la escuela. Su respuesta se repite con la misma continuidad: las pequeñas son más útiles quedándose en casa. Si permiten que estudien después querrán ir a la universidad y «¿qué pasará si vuelven embarazadas?¿quién pagará su educación?¿qué pasará si marchan todas?». Que ellos tendrán que subir a la montaña a por agua.

En parte por ello Leila defenderá su justa causa hasta el final, incluso aunque las mujeres de su propia familia pidan que el marido la repudie. La huelga divide a todos mientras ellas se hacen más fuertes, incluso, ante los ojos de la religión, a la que Mihaileanu ha querido dar un papel relevante. Ellas citan el Corán como forma de defender la igualdad de derechos entre sexos y dicen que la suya es una «yihad» contra la injusticia.

Tendrán que justificarse ante el imam y lo harán con rotundidad: «La tierra fértil somos nosotras, nosotras damos la vida, ¿por qué debemos de tener menos voz sobre nuestro futuro que nuestros hombres?».

Su corazón, como los del resto, está tan seco como el pozo de la plaza del pueblo

Son treinta mujeres en lucha y todas ellas tienen una misma historia detrás: la de treinta jóvenes que, aunque viejas ahora, lamentan no haberse fugado por amor. Todas se casaron enamoradas… de otros. Las más antiguas del lugar lo recuerdan. Una de ellas, obligada a contraer matrimonio a los 14, no vio la cara de su esposo hasta el amanecer de la noche de bodas, justo después de haber sido violada. Su vida no sería próspera: heredaba dos hijos de otra, casi de su misma edad. Su corazón, como los del resto, está tan seco como el pozo de la plaza del pueblo.

Su experiencia contrasta con la de quien aún cree en el amor. La versión vista desde los ojos de una adolescente que aspira a viajar, a salir de esa tierra, a no tener más de dos hijos y a hacer el amor al menos un par de veces al día con el hombre de su vida. Mientras tanto, los hombres, a modo de castigo, planean repudiar a sus mujeres y casarse con otras treinta diferentes que las sustituyan. La ley se lo permite, aunque todo dependerá del ‘maktub’.

De ello es testigo, casi desde el comienzo, la pluma de un periodista provinciano que, por casualidad (o más bien sin ella) documenta una historia que servirá de ejemplo a pueblos cercanos y lejanos. Él tendrá más objetivos, eso no importa ahora. De su pluma, tal vez, dependerá que las mujeres ya no odien ser mujeres; que el agua y el amor lleguen a la aldea (o no). Dos horas serán suficientes y necesarias para salir de dudas.

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