Artes

Paolo Rumiz

M'Sur
M'Sur
· 12 minutos

El narrabundo

Paolo Rumiz (2011) | Medici con l'Africa Cuamm / Creative Commons
Paolo Rumiz (2011) | Medici con l’Africa Cuamm / Creative Commons

Como escritor, Paolo Rumiz (Trieste, 1947) se define “un narrabundo”, un narrador-vagabundo, porque sus relatos poseen una cadencia rítmica, acompasada, que nos hace sentir su andadura, el esfuerzo, la respiración. Él lo comenta en uno de sus libros, La cotogna di Istanbul (Feltrinelli, 2010), una novela-canción envolvente, como una historia narrada junto al fuego, inspirada en Žute dunje (Membrillos amarillos), una balada bosníaca que se ha ido transmitiendo con variantes a través de los Balcanes.

La balada nos cuenta de dos jóvenes que viven un amor adverso. Ella, enferma, le pide a su amado que vaya a buscarle membrillos de Estambul, el único remedio que podría curarla de su enfermedad; pero el joven quiere hacer fortuna y retrasa su vuelta, y el día que regresa por fin con los membrillos, ella acababa de morir.

Lo que narra la letra de esa canción es lo que les sucederá también al protagonista del moderno relato, el ingeniero austríaco Max Altenberg, que escucha en una taberna de Sarajevo la balada cantada por una musulmana, Maša, cuya hermosura lo deja subyugado.

La historia se inicia en 1997, dos años después de la guerra de Bosnia. Es la Sarajevo en la que se concentran aún en máximo grado Oriente y Occidente y conviven la antigua tolerancia con el nuevo fanatismo. El verso endecasílabo de la balada, sería, según el autor, el más adecuado para la narración oral, ya que imita la andadura, el paso largo del caminante.

[Álida Ares]

·

El membrillo de Estambul

Balada para tres hombres y una mujer reescrita con nueva música

En recuerdo de la que ha tenido el número
dieciocho cuatro cinco cero nueve

 

Un texto nuevo

No se trata de una simple reedición. La historia que vais a leer es completamente nueva. Durante cientos de noches la he revivido experimentando una magnífica locura que me ha llevado a excavar dentro de los abismos sin fondo de la lengua. He eliminado mucho, he añadido tantísimo, y son pocos, os lo aseguro, en conclusión, los versos que han permanecido intactos respecto a la edición original. Este es el destino de las narraciones orales, de las que se han de leer en voz alta: el mudar con el tiempo conservando solo la trama original. El libro que tenéis entre las manos, como un río que pasa bajo los puentes, está “condenado” a transformarse, aún permaneciendo fiel a su curso natural.

Prólogo (endecasílabos)

“¡Y qué sabréis vosotros del Amor!”
Atajaba cortante nuestro Max.
“Uber die Liebe was glaubt ihr zu wissen”.
Eran esas sus precisas palabras
lanzadas con un tono retador
al recaer el tema del discurso
en la pasión que consumía al mundo,
mientras hacía un gesto con la mano
como mostrando su incredulidad.
Y era para nosotros aquella la señal
que esperábamos ver para atrevernos
a rogarle que contara de nuevo
la historia del membrillo de Estambul.
Aquella historia de vida y de muerte
que se jugó entre Bósforo y Danubio,
cuando dio fin en medio a los Balcanes
algo que para unos fue una guerra
y en cambio fue -os lo puedo asegurar,
yo que lo he vivido muy de cerca-,
tan solo una patraña vergonzosa.

Contaré de él, Maximilian Altenberg
del amigo llegado de Viena,
de ojos de hielo y corazón ardiente
capaz de confortar cualquier persona.
Narraba con cadencia irrepetible
símil a un paso largo de llanura,
y a aquellos que al final le preguntaban
con ojos lúcidos de la conmoción
por cuál motivo aún no había escrito
aquella historia que partía el alma,
les respondía “Porque si os la cuento
con mi voz, la siento más sincera.
Escribir es más frío, sin pasión,
un acto notarial y miserable.
Y esta no es historia que se lea,
es una historia que ha de ser contada
en invierno, en noches junto al fuego.
Es de un mundo perdido, ya lejano,
barrido por las ráfagas de enero.
Pero vosotros -amigos que escucháis-
un día, tal vez, le tornaréis la vida
transmitiéndola así, de boca en boca
como aquellas baladas de otros tiempos”
Y bajando la voz, aún añadió:
—“Se escribirá en un libro, estoy seguro.
Otro lo hará. Tal vez podrás ser tú
cuando yo deje de estar entre vosotros”.
Y fue así que sucedió, exactamente,
un mes de enero, un día gris oscuro
Max se alejó y abandonó por siempre,
demasiado temprano, nuestra vida,
dejándonos a todos sin palabras.
Todavía recuerdo cómo entonces,
después de haber lanzado sus cenizas
al agua hinchada y verde del Danubio,
surgió un sol salmón de entre la bruma
que lentamente remontó las aguas
para llegar al bosque de Hainburg,
bañando con su luz el Monte Calvo,
el lugar donde un tiempo fue feliz
con la mujer de ojos de cereza.

Y pasado que hubo ya aquel día
ahora sé que puedo, finalmente
convertirme en notario y transcribiros
la historia bosnia de sangre y de miel,
el romance que muchos han sentido.
Podré hablaros ya desde el principio
del gusto de aquel fruto legendario
que en un instante transformó la vida
de un hombre duro con esa canción
que oyera a una mujer en Sarajevo.

¡Y ahora que dé inicio la balada!
Escuchadla ligeros y, ante todo,
os lo ruego, no la llaméis poesía,
porque el relato mío en línea breve,
no es más que la andadura de sus botas,
las de Max, que he intentado yo calzar
para estas siete leguas de aventura.

Alentad a aquellos que deseen
abrir una ventana en vuestra mente,
preservad con cuidado las palabras
en lo profundo de una hermosa arca
como si fueran frutos de membrillo.
Y por un año entero vuestros paños
exhalarán las fragancias de la mente.

(versión de Las avispas de Aristófanes)

1

El chirrido de la puerta de Oriente

En Viena nevaba densamente,
era en enero del noventa y siete,
cuando un correo trajo la misiva
con la orden de irse a Sarajevo
“Pero qué vas a hacer a aquellas tierras
de hondos amores y rencor profundo”,
dijo adusto al teléfono su padre
cuando supo la súbita partida
del hijo hacia aquel maldito monte
del que escapara él a una emboscada
luchando en su batallón de Wehrmacht
hacia finales del cuarenta y tres.
“Una misión breve”, atajó Max,
sin darle mayor peso al miedo suyo
“En Sarajevo ya no se dispara
desde un año, padre mío, bien lo sabes”
añadió sin estar muy convencido,
evitando a su padre la pregunta
de a qué viejos amores aludía.
Luego colgó el teléfono, impaciente
de coger sus cosas e irse a aquella tierra
de minaretes entre las montañas.

Cincuenta y cuatro años, cuatro hijos
y un divorcio a la espalda, nuestro Altenberg,
nacido en la noche más breve del año,
de profesión ingeniero civil,
aún no sabía que aquel viaje suyo
en aras de misión humanitaria
habría transformado su existencia,
y diez años más tarde, exactamente,
debido sin dudarlo a aquel translado
habría de morir, lejos del mundo,
en circunstancias no del todo claras,
en un cuarto de ajados terciopelos
de un hotel de color rojo burdel.

Tengo aquí, frente a mí, un viejo retrato
sacado el día de su cumpleaños
(se deduce por la tarta Sacher
que lleva un número, el 55)
mientras Max festejaba con sus hijos
bajo la parra de una vieja fonda.
A su lado Andreas, de 25,
y Rafael, que tiene un año menos,
después Johann, que debe tener 20,
y el último y más joven, Alexander,
que acaba de cumplir los 17.
El primero se parece en el perfil
algo afilado y canta alegremente
leyendo una partitura musical.
El otro, más robusto y con entradas,
revuelve Späzli en una sartén
El tercero, más magro, como el padre,
responde con un guiño al objetivo.
Alex, con guantes negros sin las puntas,
atormenta un bastoncillo con la mano,
y tiene los ojos bajos sobre el plato
como buscando en él alguna cosa.

Max es un hombrón de uno noventa
cabellos grises y nariz curvada
con la barba entrecana de tres días
Se le ve saludando al objetivo
mientras alguien acerca una sartén
y muestra una fritura de cebolla.
Es solsticio de estío, pero él tiene
los ojos fríos del lobo del invierno,
y un jersey negro, que lleva sin camisa.
No parece el padre, solo el mayor
de la manada, un adulto entre hermanos.

Lo habían bautizado con el nombre
del abuelo materno, un traficante
de exóticas semillas y café,
y al igual que aquel viejo cascarrabias
probaba antipatía hacia Viena
por cierto empalagoso formalismo
proveniente del Austria más beata.
Odiaba los geranios en balcones,
los habría arrancado uno por uno,
pues simulaban cierto conformismo,
y una buena conciencia que no había.
Buscaba así ocasiones de escapar,
huía hacia el Oriente casi siempre
siguiendo la corriente del Danubio
o a las cigüeñas en su vuelo en uve.
Amaba con locura a sus Balcanes
a sus bosques y a aquellas sus mujeres
de andares oscilantes, y a sus ríos
y fumosas tabernas con la música
que los eslavos del Sur bautizarían
con el nombre impronunciable de ‘krčme’.
Ya más veces estuvo en Sarajevo
en tiempos de la guerra yugoslava
y tras el tufo a iperita y miseria
había percibido sus aromas:
a pan relleno, allí llamado pita,
a flores de jazmín y albaricoques
que se secan al sol, y a la tierra,
y a resina del monte y a praderas
tostadas del verano del Danubio.

A menudo evocaba otros lugares
buscándole tan solo parangones
concluyendo después que Sarajevo
encierra en su interior tantas ciudades
Marsella, por ejemplo, y Petesburgo
Trieste, con Varsovia y Tesalónica,
y luego Alejandría y Estambul.

La vez primera que la había visto
era abril, con la luna y las montañas
nevadas, y un Miljacka estruendoso
por su garganta perlada reluciente.
Era la noche del noventa y dos
cuando comienza la guerra de Bosnia,
guerra maldita, justo aquella noche.
Partían ráfagas de todas partes,
fuego de fusil de francotiradores;
pero el archipiélago de Sarajevo
semejaba, igualmente, fabulosa
constelación, cesta de diamantes
en la caverna de Alí Babá.
La amó al instante e hizo la promesa
de serle siempre fiel hasta la muerte.
Y por poner el sello en aquel pacto
tiró al río la boina que llevaba
para verla discurrir bajo los puentes
hacia el Sava, el Danubio y el Mar Negro,
mientras en la garganta sonaban los disparos.
De mil modos intentó explicárselo,
pero no logró saber por qué
en aquella noche estrellada de abril
había ya sentido la ciudad
como una mujer suya, solo suya.
Fue consciente desde el mágico momento
que aprendió a reconocerla a ciegas
por el olor nocturno de sus chimeneas
y el traquetear de sus tranvías.

Pero volvamos a aquel triste enero
cuando Max llega a Spalato de Viena
para tomar la carretera a Mostar,
por entre las gargantas retorcidas
que lo van a llevar a una ciudad
con el lascivo nombre de un harén.1)
Soplaba un viento frío en los Balcanes
y él habría debido inspeccionar
(“monitorear” decía su ordenanza)
un espacio afín a la línea del frente
donde construir un moderno hospital
en la periferia de Sarajevo.
Hacía una hora que había partido
y un negro presagio le cortó el camino
llegando a una aldea bañada de lluvia
sobre los montes de la Hercegovina.
Aliados infieles de los bosnios
los soldados croatas controlaban
aquella feroz tierra de pastores
con una cruz de Cristo y la bandera
a cuadros rojo y blanco de Zagrabia
En un bar con cartel de BANSKO PIVO
mientras pagaba una ración de carne
por la ventana divisó a dos niños
que arreaban patadas, en la calle,
a un cachorro de perro abandonado.
La bestia aullaba, pero aún hambrienta,
se obstinaba en buscar la compañía.
Él salió fuera gritándoles “¡Stoj!”
¡Largo de aquí, que os mato, sinvergüenzas!”
Tomó en sus brazos al can tembloroso
y le dio de comer de su comida,
que devoró el cachorro de un bocado.
Los chavales se habían alejado,
riéndose; pero apenas pasó un rato,
por un patio salieron dos tipejos
con el cráneo rapado, como bestias
armados de cuchillos, y al instante
brillaron las pupilas y los filos. ·

_____________
1) Sarajevo proviene del turco saray, y este del persa sarāy, palacio, morada suntuosa, y por extensión ‘serrallo, harén’.

© Paolo Rumiz 2010. Traducción del italiano: © Álida Ares · Primero publicado en Caleta (Dic 2015)