Crítica

¿Tú también, bruto?

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 6 minutos

Giuseppe Scaraffia
Señoras de la nochescaraffia-noche

Género: Ensayo
Editorial: A. Machado Libros
Páginas: 168
ISBN: 978-84-7774-787-1
Precio: 13,00 €
Año: 2011 (2015 en España)
Idioma original: italiano
Título original: Le signore della notte

Traducción: Francisco Campillo

Émile Zola. James Joyce. Marcel Proust. Lev Tolstoi. Gabriele D’Annunzio. Friedrich Nietzsche. Jean-Jacques Rousseau. Oscar Wilde. Gustave Flaubert. Graham Greene. Victor Hugo. Stendhal. Dashiel Hammett. Lord Byron. Prosper Mérimée. Franz Kafka. Charles Baudelaire. Lawrence Durrell. André Breton. Walter Benjamin. Henry Miller. Piensan ustedes que hablo de escritores. Pablo Picasso. Vincent van Gogh. Otto Dix. Paul Klee. Amedeo Modigliani. Edgar Dégas. Gustav Klimt. Paul Cézanne. No, la cosa tampoco va de pintores. Ni siquiera va de clásicos. ¿Qué tienen en común todos estos nombres mencionados?

Tienen en común que iban de putas.

A menudo tenían en común hasta el burdel. O así lo traza el ensayo Señoras de la noche de Giuseppe Scaraffia, que algo debe de saber, porque en su biografía figura haber cuidado la edición de al menos 20 escritores de éstos que se conocen como clásicos. Y las anécdotas y chascarillos que cuenta de las visitas de los literatos a la casa de los placeres se basan a menudo en sus propias obras. Dado que el autor nos ahorra las tediosas notas a pie de página, sólo podemos deducir el resto de las fuentes de las 11 páginas de bibliografía: cartas personales, biografías…

No: no se ocultaba púdicamente. Irse de putas era normal. Formaba parte de la vida social de la época. Prácticamente era la vida social. Porque los bares eran poco más que la antesala del prostíbulo; la compañía femenina era a menudo pagada.

Irse de putas era normal. Formaba parte de la vida social de la época: era la vida social

Anaïs Nin. Simone de Beauvoir. Marlene Dietrich. Peggy Guggenheim. Colette. Françoise Sagan. Sí: también hubo mujeres que participan en esta vida social, del mismo lado de la barra que los hombres (aunque Scaraffia la olvida podríamos añadir aquí a Isabelle Eberhardt que lo hizo en Argelia, disfrazada de hombre). Quizás estos pocos nombres femeninos que el ensayista deja caer en su anecdotario entre un centenar de masculinos – arriba sólo he citado los de mayor fama – nos revele mejor que muchos párrafos el papel social del burdel durante buena parte de nuestra historiar reciente y, en todo caso hasta al menos los años 20 del siglo XX. No creo que ellas buscaran sexo en el burdel. El motivo era más sencillo: no se podía formar parte del mundo artístico sin irse de putas con los colegas.

Imaginamos que lo mismo valía para los banqueros, los abogados y los jefes de taller, pero como no lo dejaron por escrito, no queda constancia. En el fondo, intuímos, no es que los escritores fuesen más putañeros que el resto de la sociedad: fueron más bocazas.

En los años 20 no hacía falta ya jurar altares: follar era gratis ya. Y seguían yendo

Las 80 páginas de este ensayo, estructurado de forma bastante aleatoria en capítulos como “Iniciación”, “Inconvenientes”, “Servicios especiales” o “Exotismos” (una breve excursión a los burdeles de Alejandría o Constantinopla, al orientalismo artístico) no transmiten exactamente un análisis sesudo del lugar que la casa de putas ocupaba en la sociedad del XIX y primeros del XX. Se limita a una especie de florilegio de imágenes del que el lector tiene que sacar sus conclusiones, como yo acabo de hacer, ¿vieron?

Aunque en el capítulo “Esplendor y caída”, Scaraffia destaca las dos leyes que en Francia (1946) e Italia (1958) llevaron a clausurar las “casas cerradas” (así se llamaban: maison close), no se extiende mucho sobre las consecuencias: es obvio que el burdel no desapareció, sólo se transformó en puticlub. Sí cambió el rol de estas casas en la sociedad pero ¿sólo por ilegalizarse? ¿o por cambiar la sociedad? A Scaraffia poco parece interesarle.

Tampoco se nos ofrece una reflexión exhaustiva – sí algunos testimonios – sobre la pregunta esencial: ¿qué buscaban todos aquellos literatos de buena fama y a menudo de muy buen ver, en los brazos de profesionales? ¿Sexo? ¿No había forma de follar si no era pagando? Las anécdotas afirman lo contrario: seguían yendo los casados. Seguían yendo, en los libertinos años 20, quienes se acostaban con actrices y condesas. En una época en la que ya no hacía falta jurar altares y firma de matrimonio para acabar con una chica en la cama. Follar era gratis ya. Y seguían yendo.

Con todo, intriga e incita a la reflexión esta especie de barrido de cámara rápida sobre dos siglos, hecha sin juzgar, sin condenar la relación de quien paga por sexo pero también sin disculparla, sin edulcorar el destino – a menudo desgarrador – de las chicas en el otro lado de la barra. No estamos ante una defensa de la prostitución. Se nos muestra en su crudeza, pero sin tomar partido.

Un barrido de cámara rápida sobre dos siglos, sin juzgar, pero también sin edulcorar

La segunda parte del libro, ‘Mujeres de papel’, otras 50 páginas, se limita a presentar en diez o veinte líneas a personajes literarios creados por buena parte de la pandilla literaria europea-americana, ahora sí agrupados en un orden cronológico de épocas, que empieza con Daniel Defoe (Moll Flanders, 1772) y acaba con Gabriel García Márques (Memorias de mis putas tristas, 2004). Otro florilegio, pero de un valor más dudoso ya que no sólo recoge obras dedicadas al personaje de la prostituta sino también unas cuantas en las que apenas hacen un cameo (El gatopardo, El guardián entre el centeno). Deberíamos recordar que Belle de Jour (Joseph Kessel, mencionado en el epílogo como Kiesel, por error) no habla de prostitución sino de algo muy distinto, aunque Buñuel no se enteró.

Y es cierta lección de humildad la enorme ausencia de autores españoles: está la Charo de Vázquez Montalbán, pero faltan no sólo las amigas de Martín de La Colmena o las visitadoras de Pantaleón de Vargas Llosa, es que no está siquiera ese personaje fundamental del ramo que es la Legionaria de Fernando Quiñones. Aunque lo peor, y eso duele, es comprobar que Scaraffia tiene por literatura una obra de cierto autor brasileño de plagios de autoayuda. O tempora, o mores.
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