Reportaje

Misrata, la ciudad Estado

Karlos Zurutuza
Karlos Zurutuza
· 8 minutos
Calle en Misrata (Sep 2016) | © Karlos Zurutuza
Calle en Misrata (Sep 2016) | © Karlos Zurutuza

Misrata (Libia) | Septiembre 2016

Aterrizaje en el aeropuerto de Misrata. La hilera de vetustos cazas rusos roñándose bajo el polvo y el sol nos puede llevar a subestimar a la administración local. Sería un error porque un severo interrogatorio nada más cruzar el control de pasaportes anuncia que aquí no se deja nada al azar. Las preguntas sobre la naturaleza y duración de la visita van sucedidas de instrucciones precisas en torno al restrictivo protocolo impuesto a los informadores.

“Cumpla las normas y no tendrá problemas”, apuntilla la conversación el funcionario.

Situada a 187 kilómetros al este de Trípoli, Misrata es la tercera ciudad en Libia, tras la capital y Bengasi. Su medio millón de habitantes debe su gentilicio a los ‘misuratii’, una tribu amazigh cuya existencia en la zona documentaron los romanos. Luego llegarían los árabes, y más tarde los otomanos, que convirtieron esta plaza en salida al mar del comercio trans-sahariano: desde oro hasta esclavos.

Aún quedan casas sin tabiques, y tabiques sin casa; escaleras que ascienden hacia la nada…

Hoy Misrata carece de todo vestigio del esplendor de pasados imperios. A falta de un elemento urbanístico destacable entre el monótono hormigón, el centro de la ciudad está marcado por un mástil desde el que ondea una enorme bandera libia, visible desde cada rincón de la ciudad. No podía ser de otra manera porque, en Misrata, los únicos edificios singulares son los que siguen mostrando las cicatrices de aquel asedio de tres meses a manos del Ejército de Gadafi, durante la guerra de 2011.

En la avenida Trípoli, la arteria principal, es fácil dar con las desconchadas torres en las que se apostaban sus francotiradores. Aún quedan casas sin tabiques, y tabiques sin casa; escaleras que ascienden hacia la nada; balcones que cuelgan en ángulos imposibles… Hay incluso un curioso cafetín donde se fuma narguilé entre los escombros del que, dicen, era un restaurante español.

“Sólo la voluntad de Dios nos permitió sobrevivir a aquellos tres meses de asedio”, subraya Abu Bakar Miraz desde su tienda de comestibles. El comerciante, que cojeará hasta el final de sus días por una bala perdida en esta misma avenida, dice que perdió a dos hermanos durante la ofensiva. En Misrata lo difícil es encontrar a alguien que no cuente bajas en su familia tras aquello.

Miraz despacha justo en frente del Museo de la Guerra. Dice ignorar las razones por las que éste permanece cerrado, pero su exterior ofrece una colección de reliquias y trofeos de guerra. Destaca el puño dorado agarrando un avión americano que los misratíes se llevaron del bunker de Gadafi en Trípoli.

“Si ha viajado por el resto de Libia se habrá dado cuenta de que no hay lugar tan seguro como Misrata. Aprendimos aquella lección con sangre, y nuestras milicias son hoy las más fuertes del país”, sentencia el tendero, orgulloso.

Las más de 60 milicias misratíes son la fuerza de choque principal contra Daesh en Sirte

No le falta razón. De los 26 millones de armas (cuatro por habitante) que se estima circulan hoy por el país, un gran porcentaje se encuentra en manos de los misratíes. No en vano, las más de 60 milicias locales se han convertido en la fuerza de choque principal en la ofensiva sobre Sirte, el bastión del Estado Islámico en Libia. Se trata de una operación militar coordinada con el llamado Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA), el tercero en Libia tras los de Trípoli y Tobruk, y que cuenta con el respaldo de la ONU.

Cuentas pendientes

Fathi Ali Beshaga es uno de los artífices de dicho vínculo. No en vano, este misratí de 60 años es el coordinador entre el GNA y el llamado Centro de Operaciones Especiales, el mando militar local. Además de ser un hombre de negocios de éxito, Bashaga fue uno de los parlamentarios insumisos cuando la cámara se trasladó a Tobruk en 2014.

Quiere dejar algo claro desde el principio: “En el caso de Misrata no podemos hablar de milicias porque no se trata de grupos armados con un corte religioso sectario sino de una auténtica fuerza militar”, subraya Bashaga, desde su despacho en una de sus tiendas de neumáticos de coche. Según dice, las lealtades en esta región del Magreb son de otra naturaleza.

“Piense usted que existen unas 20 tribus en Libia con las que todos, fueran los italianos (1911-1947), el rey Idris (1951-1969) o Gadafi (1969-2011), tuvieron que establecer alianzas para gobernar el país. En el caso de Misrata la ecuación de Gadafi siempre jugaba a nuestra contra enfrentándonos con nuestros vecinos por lo que nuestra oposición era inevitable en 2011”, acota el controvertido prohombre misratí.

Fue ese mismo juego de lealtades el que llevó a la vecina Tawargha, situado a 40 kilómetros al este, a convertirse en el lugar desde el Gadafi lanzó el asedio sobre Misrata. Hoy es una ciudad fantasma a la que sus 30.000 habitantes, la mayoría descendientes de aquellos esclavos con los que comerciaban los otomanos, siguen soñando con volver desde los precarios campamentos de refugiados que ocupan desde 2011.

“Estamos paranoicos porque hemos combatido en casi todos los frentes del país»

Las brigadas de Misrata atraviesan Tawargha a diario camino del frente de Sirte, pero el secretismo en torno a uno de los episodios más oscuros de la guerra hace que una simple parada en el lugar no sea una opción. “Alguien podría veros y denunciaros a la Inteligencia”, advierte Ali Kauafi, veterano de 2011 y hoy policía local.

“Estamos paranoicos porque hemos combatido en casi todos los frentes del país y tenemos muchas cuentas pendientes. Si Trípoli y Tobruk firman la paz algún día nos atacarán juntos a continuación”, añade Kauafi, suscribiendo un pensamiento muy extendido entre los misratíes.

Patrulla nocturna

El café que los libios preparan con maestría es uno de los escasos recuerdos aún vivos de la ocupación italiana. Todos coinciden en que el mejor en Misrata es el de la cafetería Spectra, un pequeño local frente al escombro aún sin recoger de lo que un día fue un monumento al “libro verde” de Gadafi. Su café (Lavazza), su conexión wifi y una enorme pantalla de plasma que únicamente parece sintonizar la MTV americana otorgan al Spectra una parroquia joven y fiel.

Aquí es fácil dar con Walid Mohamed Abu Sela a partir de las 12 de la mañana, o justo después de comer. A la noche también está localizable en cualquiera de las calles de la ciudad ya que Abu Sela es el capitán de la Patrulla Nocturna. Se trata de un cuerpo de 50 hombres que velan para que Misrata siga siendo una de las ciudades más seguras de Libia, también de noche.

Los casos más comunes para la patrulla nocturna son los de los conductores borrachos

Tras un briefing a sus hombres que comienza a las 12 de la noche, el equipo salta a las furgonetas pick-up en dirección a la plaza de la bandera. Allí desplegarán un primer control de seguridad junto a las fuerzas del Ministerio del Interior.

“Nuestro mayor temor es que agentes del Daesh aprovechen la noche para entrar en la ciudad y provocar atentados suicidas”, explica el capitán. Dos dientes perdidos y tres puntos de sutura en su oreja derecha dan fe de una reyerta reciente. “No eran del Daesh sino ladrones vulgares intentando robar en una tienda de ropa”, le resta importancia Abu Sela. A los yihadistas, añade, “no hay que encerrarlos sino matarlos a todos”.

El capitán asegura que las noches transcurren tranquilas. Como la de hoy. Aparentemente, los casos más comunes son los de los conductores borrachos. “Yo siempre les digo a los jóvenes que beban en la playa, en el desierto, en casa, pero nunca en la calle”, explica Abu Sela entre el sonido del walkie talkie mientras conduce por las calles desiertas.

La repentina aparición de un coche solitario circulando a una velocidad llamativamente baja no levanta sospechas.

“Conozco ese coche; sé quien es su dueño y dónde vive. A diferencia de Trípoli o Bengasi, aquí no hay problemas porque nos conocemos todos, como en los pueblos”, continúa. “Aquí todos somos de Misrata”.

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