Artes

Dragan Velikic

M'Sur
M'Sur
· 59 minutos

Hotel Europa

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Dragan Velikic / cedida por Impedimenta.

Como sucedía en otras novelas suyas como Via Pula o La ventana rusa, los personajes de Bonavia, la última novela de Dragan Velikic traducida al castellano, son inquietos por naturaleza. Unos salen al encuentro de sí mismos, otros huyen del pasado, a menudo sin un destino preciso, pero siempre moviéndose entre grandes capitales europeas que el escritor serbio conoce bien: la Belgrado que le vio nacer, la Pula donde se crió y la vecina Trieste, la Viena, la Budapest o el Berlín adonde hubo de desplazarse cuando las cosas se pusieron feas en su país, y –en el caso de la capital austríaca– adonde regresó como diplomático serbio cuando las aguas volvieron a su cauce.

La inspiración la toma Velikic del viejo Bonavia, aquel histórico hotel del tiempo de los Habsburgo que todavía resiste al paso del tiempo en Rijeka. En torno a éste van a cruzarse los destinos de Miljan, el restaurador que huyó de Belgrado abandonando a su hijo recién nacido; a Marija, una filóloga con miedo a la soledad que se topa ante el consulado húngaro con Marko, el novelista frustrado que escribe una guía para evitar disgustos; a Kristina, que cruzó el “agua grande” del océano cumpliendo el vaticinio que una adivina le lanzó. Todo ello con el telón de fondo de la posguerra de Bosnia, de la que se cumple este año un cuarto de siglo.

Conocido como uno de los primeros intelectuales que criticó públicamente a Milosevic y sus políticas, Dragan Velikic, belgradense de 1953, es Licenciado en Literatura Comparada y Teoría de la Literatura por la Universidad de Belgrado.

En 1994 comenzó a trabajar como editor de Radio B92. En 1999 abandonó su empleo para comenzar a redactar sus propias columnas para diversas publicaciones de tirada nacional, como Vreme o Danas. En el año 2009 fue nombrado embajador de la República Serbia y Montenegro en Austria. En 2007 obtuvo el galardón más prestigioso de su país, el premio NIN a la mejor novela del año, con La ventana rusa, y años más tarde, en 2015, volvería a ser reconocido con el mismo galardón por El forense, que además se convertiría en el libro más solicitado en las bibliotecas serbias en 2016.

Miembro de la sociedad literaria de Serbia, ha publicado más de una decena de novelas, que han sido traducidas a quince idiomas. En castellano ha aparecido también su novela Plaza de Dante (1997). Vive en Belgrado.

 

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[Alejandro Luque]

Bonavia

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(Capítulo 7)

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El domingo alrededor del mediodía, Kristina abandona la habitación de la séptima planta del hotel Hilton vienés, frente al Parque Municipal. Dos días antes había verificado telefónicamente la reserva en el hotel al que tenía que trasladarse cuando terminara el simposio internacional de microbiología.

Bajó al vestíbulo, cumplió las formalidades en la recepción y, como le quedaba casi una hora libre, dejó la maleta en la consigna del hotel y se dirigió al Parque Municipal. Al cabo de cincuenta metros, se adentró en una sombra tupida. Al aproximarse al lago, se topó con grupos de turistas cada vez más numerosos. Se desvió a un camino lateral con la intención de escapar. Pronto encontró un banco vacío. Se sentó y encendió un cigarrillo. Por fin relajada, después de cuatro días de simposio.

Nadie salvo Jan sabía que estaba en Europa. Había desistido de la idea de aprovechar el viaje de trabajo a Viena para visitar Belgrado. Se preguntó a sí misma con franqueza si le apetecía. Y comprendió que la idea le resultaba bastante indiferente. De los correos electrónicos que esporádicamente intercambiaba con su hermana llegaban solamente soplos de una vida ya pasada. Había dejado de escribirse con Marija hacía tiempo. ¡Esta gente es tan diferente cuando está junta, reunida, allí en Serbia! Insoportables, para sí mismos y para otros. Es increíble cuán sensibleros se muestran con sus propios actos. Ni un ápice de elegante contrición. ¿O es que, en Estados Unidos, ella se había vuelto espartana?

¡Si pudiera recorrer su ciudad como un espíritu! Es el guion, tantas veces visto, de películas con el tema del regreso. El preferido de los wéstern. En el Belgrado de su infancia, las películas de vaqueros a menudo formaban parte de la programación de las matinés dominicales. Kristina se ponía siempre del lado de los indios. Eternos perdedores. Pero, mientras duraba la película, estaba orgullosa del papel con el que se identificaba. Nunca llegaba viva al final.

En el filme imaginario con el tema del regreso a la ciudad natal, la cual hacía mucho se había convertido en un libro para ella, el guion prevé que pase sola buena parte del tiempo. Únicamente así podría encontrarse consigo misma, con la Kristina de los días del bachillerato, y más tarde, con la de la época de Borozan. Sin este encuentro consigo misma, la visita a Belgrado no tiene sentido. En sus pensamientos, se daba una vuelta por el cementerio donde yacían sus padres, rondaba por la noche por las calles de Zemun mal iluminadas, subía a la torre de Gardoš y se mojaba los pies en el Danubio, para terminar visitando la tumba de Borozan. Y solo entonces, al tercer o cuarto día, iba a ver a su hermana y a los suyos.

Pero ¿cómo llegar sin avisar? ¿Alojarse en un hotel? Semejante guion es irrealizable sin que su hermana lo malinterprete. Porque ella mide todo con la cantidad de palabras proferidas. Al cabo de siete años, ¿cuál sería el contingente de palabras que habría que gastar en el fútil intento de reconstruir la larga ausencia? Y por eso desistió del viaje a Belgrado. Pero no de la idea de pasar tres o cuatro días en Viena por su cuenta.

Sin embargo, tampoco Viena carece de rasgos para un guion heredado. O al menos una sinopsis. En esta ciudad, Danica, la hermana de la abuela de Kristina, vivió casi la mitad de su vida. Una historia turbia que jamás se llegó a esclarecer del todo. Uno de aquellos puntos oscuros en la historia familiar. Nunca quedó claro por qué después de Auschwitz no había regresado a Yugoslavia, sino que se detuvo en Viena, donde durante varios años tuvo el estatus de persona desplazada. Y por fin encontró un trabajo en la administración de la Cruz Roja. Las malas lenguas decían que había renunciado a volver a su patria porque supuestamente había colaborado con los alemanes durante la guerra. A Auschwitz la deportaron más tarde, al enterarse su amante, un oficial alemán, de que también trabajaba para los partisanos. Probablemente, la tía abuela Danica temía que su historia fuera demasiado compleja para poder volver con garantías a su país. Las autoridades partisanas, a falta de pruebas y testigos fiables, recurrían a menudo a las soluciones más simples.

Y así Danica se estableció en Viena, donde obtuvo la nacionalidad austriaca, un estudio y una jubilación. En esta ciudad también murió. La enterraron en la sepultura familiar en Valjevo. A la madre de Kristina, como única heredera, le correspondió todo el legado después de que los abogados vendieran el estudio, que estaba ubicado en un suntuoso edificio de la calle Graben. También había algo de dinero en el banco, así como acciones de una constructora vienesa.

Danica fue por primera vez a Yugoslavia a principios de los años sesenta. Más tarde solía ir en mayo a pasar una semana a Belgrado. Y se alojaba en la casa de los padres de Kristina. Durante sus estancias toda la casa se llenaba del agradable olor que emanaba de sus maletas. De la ropa, de los jabones, de los frascos de perfume. A Kristina y a su hermana menor, Milena, la visita de la tía Danica les parecía una fiesta. No solo por los dulces como las Mozartkugeln y los juguetes, sino también por la inesperada condescendencia de los padres. Durante esa semana festiva, la tía Danica llevaba a ese hogar de costumbres rígidas distensión y ligereza. Un soplo de libertad. Después de su marcha se reestablecía el régimen habitual.

Murió en la primavera de 1983. Sola, como un perro, comentó la madre de Kristina. Por enésima vez repetía el diagnóstico que Kristina había oído ya en su infancia por primera vez. A última hora de la tarde, sus padres están sentados en la terraza. Huele a café. Recuerda la enorme mariposa de tul, color albaricoque, prendida en la cortina. Adorno que esconde un agujero, huella de la brasa de un cigarrillo paterno. Por alguna razón importa esta frase, que se repite pronunciada una y otra vez por la voz de la madre de Kristina.

Más adelante, se le aparecerá como amenaza la vida solitaria de la tía. Una funda que un día también envolverá a Kristina. La oscura sombra del destino de Danica la acompaña también en Estados Unidos. Y, ahora, en el Parque Municipal de Viena, se sienta a su lado. Con un gesto de la mano, le resta importancia, como si ya supiera lo que Kristina va a decirle. Cierra los ojos, hija mía, dice la tía Danica. Respira hondo y relájate. No hay nada lo suficientemente importante como para estropearte este momento irrepetible. Siempre quedan otras posibilidades que no han ocurrido. Pero están aquí, notas su aliento en la nuca. No puedes escapar de nada que el destino te haya deparado. A veces conviene apartarse un poco de sí mismo. Dejar espacio para que el destino trace sus planes.

Desde que este invierno había descubierto que Jan tenía una aventura, Kristina está perdida. Siente una losa que la aplasta. Se vuelca para buscar una corriente adecuada que la lleve. Se apunta al simposio en Viena para zarpar hacia algún lado. Se refugia en la mecánica de las obligaciones. Deja que el tiempo resuelva su relación con Jan. Aunque intuye el desenlace. Hay un punto de contacto con el destino en lo más hondo del pecho. Un lugar de encuentro con lo inminente. Un golpe de intuición que no falla. Igual que antaño, en la casa de Zemun, caminando entre las cajas llenas de manuscritos que Borozan leía y retocaba, presentía constantemente que su relación no era más que un ínterin. No formaba parte de un lejano mañana. Ni lo forma Jan ahora. Y tampoco lo formaba antes de la aventura.

En la linde del simposio vienés apareció un apéndice: tres días en la calma de un hotel apartado, lejos del paseo resplandeciente del Hilton. Para disfrutar un rato. En la Europa polvorienta. Rememoró aquella tarde en Budapest antes de su marcha a América, cuando Marija y ella hablaron y fumaron toda la noche. Tenía grabada en la mente la imagen del hotel polvoriento con el papel pintado rojo que recordaba a un burdel. Le gustó. El burdel como metáfora de la vida. Vives en alguna parte, una larga temporada, piensas que para siempre, y luego el corte. Todo se reordena. De repente aparece un nuevo trozo de vida con coordenadas muy distintas que no podías ni imaginarte. Te trasladas a otro idioma. Te metes en la cama con otra raza. No se ha olvidado del ayudante de laboratorio negro de Boston.

Sí, un burdel. Así es como se le grabó en la mente el hotel cercano a la estación Keleti. Y cuando un mes antes de acudir al simposio en Viena decidió prolongar la estancia tres días más, navegó en internet para ver la oferta de hoteles vieneses. Quería algo apartado. Quedarse en el Hilton, a un precio muy ventajoso, como le propuso el organizador del encuentro, no entraba en sus planes ni por asomo. Quería penetrar en lo más profundo del corazón de una ciudad en la que nunca había estado. Todos estos Hilton, Continental, Sheraton, Marriott son iguales, como lo son todos los aeropuertos del mundo. Redujo la lista a cinco hoteles. Finalmente vacilaba entre el Pensión Museum y el hotel Regina. Pero entonces apareció una ventanita con el vínculo del hotel Urania. La fachada roja atrajo su atención. Hizo clic en el vínculo y se encontró en el vestíbulo. La marquetería oscura, las lámparas con pantallas verdes, el papel pintado de color burdeos, los estrechos pasillos sin ventanas le recordaron a Kristina el anónimo hotel de Budapest. Con cada clic del ratón, se desplomaba sobre ella el peso de las cosas y de los objetos. Dondequiera que mirara, advertía la típica sobrecarga austrohúngara de los espacios.

Entró en las habitaciones. Todas diferentes. Como en un museo. Al final eligió una en tonos azul claro y dorado. Una habitación celestial. Sobre la cama colgaba un cuadro: tres angelitos se aburrían; uno incluso estaba a punto de bostezar, otro miraba hacia las alturas y el tercero bajaba los ojos soñolientos hacia la cama. El techo, la alfombra, los sillones y las sillas de color azul claro ofrecían un contraste descarado con el papel pintado, las cortinas y las pantallas de color dorado. En el mismo borde del techo colgaban pequeñas figuras de amorcillos. Logró contar ocho. Seguramente había más, pensó Kristina. Y sin pensárselo hizo una reserva para tres noches.

La noche anterior, la última del simposio, cuando iba con un grupo de participantes a la cena en el restaurante Los Tres Húsares, se separó de ellos sin que los otros lo notaran y dio un paseo por la calle Graben. Observó atentamente las fachadas con los balcones y miradores poco profundos, los ornamentos de las barandillas de hierro forjado, los lujosos estucados sobre las anchas ventanas, como si en alguna parte fuera a encontrar el rastro de una mirada rezagada de la tía Danica, que había pasado su vida cotidiana en Viena en uno de esos edificios. Se había movido por esas calles. Todas las esquinas la recordaban. ¿Cómo es posible que no supiera absolutamente nada acerca de ello?

Y ahora, mientras está sentada en el Parque Municipal, a la sombra densa que el sol del mediodía apenas traspasa, Kristina sigue con la mirada a los paseantes. En la mente revive de nuevo la desagradable escena del día anterior, cuando fue a la Orangerie del Albertina para tomar un café. Estaba medio adormilada al sol vespertino, movía la silla cada vez que la sombra la alcanzaba. En el camino, abajo, en el parque, vio a un hombre que primero se retorció extrañamente, luego se encorvó y se desplomó. Enseguida vinieron corriendo en su ayuda dos transeúntes. Unos minutos más tarde apareció una ambulancia. Acostaron al infeliz en una camilla y la metieron en el vehículo. Quién sabe si habrá sobrevivido. El siguiente pensamiento la devuelve a la calle Graben, a la Viena de posguerra, dividida en cuatro zonas internacionales, cuyas calles recorren las patrullas de los aliados. Se deslizan planos en blanco y negro. No aparta la vista de las fachadas suntuosas. En alguno de estos palacios, en la hambrienta y arrasada Viena, la tía Danica se hizo con un estudio. En alguna parte hay unas fotografías que su padre sacó en una ocasión que visitó Viena. Recordaba el portal de hierro forjado, y a la tía Danica con un abrigo de piel, agarrando con la mano el enorme picaporte. Si tuviera allí las fotos, quizá podría encontrar el edificio en el que había vivido Danica sus años vieneses. ¿Por qué motivo aquella tarde, en vísperas de su partida a Estados Unidos, no había incluido entre las fotografías elegidas también alguna de la tía Danica? ¿Quería acaso con ese gesto supersticioso ahuyentar el destino de una vieja solterona que morirá en el extranjero sin ninguno de los suyos, como un perro?

¿Se trataría de eso? Esta ciudad ronronea agradablemente. Vibra la maquinaria de la vida. No puedes considerarte forastero allí donde sientes que todo tu cuerpo late, que se hincha de alegría, de expectativas de una vida plena. Late al ritmo de la calle al atardecer, cuando los paseantes empiezan a pulular por las aceras camino de las fauces de la ciudad, lejos de las cosas y de los objetos conocidos, al encuentro de placeres imaginados. Los destellos del sol crepuscular en los cristales de las ventanas. Los faros de los coches dibujan acuarelas vespertinas.

Le fascinaba la idea de que en cualquier momento alguien en alguna parte estaba exhalando el último suspiro. De un piso en la planta baja se expande el olor de leche quemada, un niño chilla en el patio; de debajo de las anchas escobillas del túnel de lavado salen vehículos limpios, mientras muy alto, allá en la colina, en el sanatorio silencioso, un agonizante se despide con la mirada acuosa del relieve de la pared. Solo él ve la escritura trazada con el color del polvo. En los últimos instantes reconoce las escenas olvidadas de su vida. Algunos rostros. Voces. ¿Eran tan importantes? Es lo último que a duras penas atina a pensar. Se desliza en la inconsciencia, muy parecida a aquella de la cual precisamente está saliendo una pareja después de su primera unión en el desván de un edificio, solo a unos doscientos metros del hospital. Un hospital en el que quién sabe cuántos enfermos con mirada turbia buscan una señal en el relieve de la pared.

El silencio y la sombra del parque relajan a Kristina. Así que esta es la famosa ciudad, se dice a sí misma volviéndose hacia el lago. Se levanta del banco y, dando un gran rodeo, sale al Ring. Al otro lado de la calle ondean las banderas en las fachadas de los hoteles SAS Radisson y Marriott. El viento sopla por tercer día consecutivo. De la profundidad de la memoria emergen frases con la voz de la tía Danica: «En Viena sopla el viento constantemente. Por eso el aire es puro como el de un balneario. También el agua es saludable, llega de los Alpes».

Al empezar el bachillerato, a Kristina le prometen que en sus primeras vacaciones de verano podrá ir a Viena. Ya en Año Nuevo, en su cabeza, parte de viaje, se instala en el estudio del suntuoso edificio de la calle Graben. Que no es pequeño ni estrecho, dice su padre, después de visitar por primera vez a la tía Danica. Ellos lo llaman estudio, cincuenta metros cuadrados, los techos tienen una altura de cuatro metros. En Belgrado lo considerarían un piso de un dormitorio y medio.

La recibirán los olores conocidos que suelen desprender las maletas de la tía Danica. Luego todos los sabores de las pastelerías vienesas. Y el café, que hace poco ha empezado a tomar regularmente. Fuma a escondidas. La tía Danica es una fumadora empedernida. Podrá fumar delante de ella.

En vísperas de la festividad del Primero de Mayo, llegó la noticia de que la tía Danica había fallecido. Mientras dormía, del corazón. Sola, como un perro, añadió la madre. Viena se evaporó, igual que los olores de las maletas de la tía Danica. Como tantos otros planes que hará en su vida. Y, ahora, paseando por las lindes del Parque Municipal de Viena, mientras en la margen izquierda, por el ancho Ring, corren en oleadas los coches y los tranvías, y en la margen derecha, los ciclistas y la gente que hace footing, Kristina se detiene por un instante, mira hacia las altas copas de los árboles. Como si, en las profundidades umbrías, existiera un recuerdo de cada transeúnte y, por ende, también de la antigua prisionera de Auschwitz, Danica Bogojević, que ha paseado por allí infinidad de veces. Kristina disfruta del rugido quedo de la ciudad. Como si un gato gigantesco ronroneara en su refugio secreto.

No puede sustraerse a nada que el destino le haya deparado. Esta es ya la voz de Danica, que la acompaña en la ciudad. Y hace que las calles y plazas por las que transita le resulten familiares. No está sola. Se siente fuerte y ligera. Abandonada a los deseos espontáneos: no privarse de nada. Dejar al destino espacio suficiente para que pueda trazar sus planes. Moverse con amplitud de miras. No retroceder. La belleza existe incluso si duele. Todo lo que le sucede no es más que una reacción a sus propias decisiones. Al trasladarse a la costa oeste, ¿no había corrido alocadamente para adquirir cuanto antes contornos estables? ¿Para asegurarse una relación sólida? ¿Para engañar el alma con la razón? Jan no había sido un golpe del destino como lo había sido Borozan aquella noche de la fiesta de graduación en el restaurante Venecija. El interminable beso en la terraza del Kapetanija es irrepetible, con todos aquellos perros y gatos más tarde. Ella había añadido por su cuenta lo que faltaba. Únicamente las cajas estaban allí, diseminadas por el suelo del piso de soltero de Jan. Cada una tenía escrito a rotulador el nombre de un filósofo: Platón, Kant, Spinoza, Leibnitz, Descartes, Santayana, Heidegger… Jan se reía mostrándole los materiales. Así hacía una selección previa en bruto. Estaba preparando un nuevo libro. Se levantaba del sillón cada cinco minutos para llevarle algo de beber o un cenicero, que antes buscaba durante un buen rato. Parecía nervioso.

—Conocía a un chico que hacía una revista de la misma manera —dijo Kristina.

—¿De veras? ¿Qué tipo de revista? —preguntó Jan, y en vez de en el sillón se sentó a su lado en el sofá.

—Ocurrió hace mucho tiempo. En Belgrado. Cuando empecé la facultad.

Sí, sabía que al instante siguiente la iba a abrazar y a besar. Y, como si no sucediera nada, continuaron la conversación. Kristina acepta el juego. Jan le pregunta por el nombre de la revista. Al pronunciar Kristina la palabra Gardoš, Jan la repite varias veces y le pide que se la traduzca. Es el nombre de una colina, dice Kristina. Qué colina, sigue preguntando Jan, sin dejar de besarle el cuello y los hombros. Es inseguro, piensa ella. Las palabras no son más que pontones para las caricias. Un miedoso que canta mientras atraviesa una noche oscura.

Se quedó con este miedoso. Llegó a conocerlo y a quererlo. Y Jan no era un chico miedoso, sino tímido. Ella es la que tiene miedo. Sobre todo, de la soledad. Porque la soledad suscita vergüenza en su interior. El agujero de la cortina tapado con una mariposa de tul. Sola, como un perro. Esa es ya la voz de mamá. Siempre había que esconder algo de las miradas ajenas. Ofrecer al mundo una falsa imagen de felicidad y bienestar. Kristina ha olvidado los montones de palabras que su madre le echaba encima. Pero en esos montones están los gérmenes de futuras tramas. Angustias y prejuicios. De pequeña, creyó durante mucho tiempo que Viena era una ciudad en la que no vivían más que solteros. Y, cuando se casaban, se iban de Viena. ¿De dónde le venía esa idea absurda?

¿Ha ido a Viena para aprender el arte de estar sola? Se ríe en su fuero interno de este pensamiento. Quizá solo para flirtear, como suele hacer Jan en los congresos y simposios. A Kristina no la abandona el presentimiento de que en Viena le sucederá algo importante. Nada es casual, tampoco la llegada a Viena que le prometieron hace ya treinta años. Todo el tiempo, desde el momento en que aterrizó en el aeropuerto de Viena, chisporrotea en ella una euforia que no puede invocarse así sin más, por decisión propia. En el diálogo con la tía Danica, el espíritu bueno de esta ciudad. Concentrada en cada paso. En cada pensamiento. No se salta nada. Fisgonea en los escaparates. Se para en esquinas desiertas. No se priva de ningún momento que le haya sido regalado. Respira. Observa. Ama. Con el ancla levantada. Libre de todas las barandillas que la mente práctica erige con el tiempo. La valla se construye lentamente. Una valla hecha de consideración y cortesía, de amabilidad y angustia. De miedos reprimidos. Y una mañana te levantas dentro de una prisión construida con tus propias manos.

Hay que dejar que las cosas se solucionen por sí mismas, que vayan y vengan. La calma de la oración. Cuando se diseccio-na cada instante, cuando se aísla, cuando lo tomas como única medida, es cuando estás relajado y vives. No es una vida perra abrir cada ampolla. Tragártela lentamente. Solo así la vida tiene sentido, cuando todo lo vivido se relaciona finalmente y se llena de significados ocultos. Por eso no hay que pasar nada por alto. ¡Quién podría haberlo entendido mejor que Danica, propietaria de un número azulado en su antebrazo, tatuado en Auschwitz! De ahí la costumbre de llevar incluso en verano blusas y camisetas de manga larga.

Viena era impensable sin el encuentro con la tía Danica. Casi tres décadas después de su muerte, mientas sus huesos descansan en la sepultura familiar de Valjevo, ella sigue presente en esta ciudad. Acompaña a Kristina en cada paso. Durante todos estos años, la voz no se le ha velado. Al contrario, la entonación es nítida. Habla despacio, con esa ronquera de fumador que da a sus palabras un significado añadido. No ha envejecido entretanto. Solo se ha acortado la diferencia de edad entre Danica y Kristina. Del último encuentro en Belgrado, cuando a Kristina le prometieron que iría a Viena, han pasado veintisiete años, y ellas dos conversan como si fueran coetáneas. No, Kristina no se está imaginando nada. Han tenido que transcurrir muchos años para que entienda que los destinos se repiten. Tal vez se heredan. Si conociera bien la historia de su familia, seguramente hallaría en la parte baja del árbol genealógico algún antepasado cuyo papel de solitario Danica había heredado. Igual que ella hereda hoy a Danica. Y ya se divisa un mañana en el que Kristina existe como la tía de América, y un descendiente de su hermana Milena continúa el linaje de antepasados diferentes.

La tía de San Francisco, piensa. Se ríe para sus adentros. ¿Será la vida en la vejez algún día tan desierta y monótona que combatirá el aburrimiento imaginándose lo que allá abajo, en Belgrado, piensan de ella? Ya es la vanidad la que habla. ¿Y qué sabe en realidad de la vida de Danica? ¿De sus amores? Trabajando en la Cruz Roja vienesa, viajaba a menudo. Sobre todo por África. ¿Cómo es posible que no haya quedado ningún rastro después de su muerte? Mejor dicho, que no se haya conservado. La madre de Kristina, heredera legítima, y el padre viajaron varias veces a Viena. Primero para organizar el traslado del féretro con el cadáver, más tarde para acordar con los abogados la venta del estudio. Todo el tiempo mencionaban al amigo de la tía Danica. Su madre pronunciaba la palabra amigo a media voz, casi entre susurros, como si se tratara de algún tipo de escándalo que había que ocultar a los niños. El cadáver permaneció dos semanas en el depósito vienés antes de que lo condujeran a Belgrado.

—Allí no entierran enseguida, como en nuestro país —dijo su padre—. Mantienen a los muertos dos o tres semanas en la morgue. Todo es distinto.

Después del entierro, llegó el turno de la herencia. Había un testamento. El amigo de Danica les recomendó unos abogados hábiles. Debido a las rígidas leyes yugoslavas todo se hizo de forma medio ilegal. El amigo contrató al célebre bufete vienés de abogados Ritter und Rohringer, que resolvió perfectamente el papeleo. En aquellos días Kristina oía a menudo en las conversaciones de sus progenitores las palabras Erste Bank, poder, intereses, cuenta.

Una lámpara, dos candelabros de plata, varias figuras de la manufactura de porcelana Augarten con los números de serie estampados, algunas joyas y un antiguo reloj de pared fue todo lo que sus padres cogieron del piso de Danica. A Kristina no le importaban mucho esas reliquias. Más tarde, al casarse y marcharse de la casa paterna, Milena se llevó la lámpara, los candelabros y el reloj. Tan solo al final de sus estudios universitarios, Kristina empezó a interesarse por la vida cotidiana de la tía Danica en Viena. Ya era tarde para obtener datos fiables. Su madre había muerto, y su padre no recordaba nada importante. Se limitaba a repetir que los abogados se llevaron un tanto alzado astronómico. Pero enseguida añadía que sin ellos no hubieran conseguido nada.

Muchos años más tarde, cuando Kristina recordaba estos días, sentía una ligera sensación de asco. A causa del ambiente solemne después de la muerte de Danica. A causa del júbilo encubierto en las voces de los padres. Su madre se vistió de luto. Su padre llevaba corbatas oscuras. Pero en la casa reinaba un entusiasmo disimulado. Dos meses después del entierro, compraron un coche nuevo. Luego fueron sustituidos sucesivamente los electrodomésticos del piso. Llegó también el televisor en color. En vez de a la tía Danica, ahora tenían en Viena una cuenta en el Erste Bank cuyo titular era su madre. De ello no se hablaba mucho, porque según las leyes yugoslavas de aquella época poseer una cuenta en el extranjero era un delito. La herencia se fundía y, a finales de los años ochenta, cuando compraron un piso más grande, su madre viajó a Viena para sacar el dinero restante y cerrar la cuenta.

Siempre que Kristina rebobina aquella época en su mente, como lo hace ahora mientras pasea por el Ring, la embarga la melancolía; de su interior aflora la pena por la gente de un país que ya no existe. Por un mundo al que pertenecían también sus padres. Porque existía una clase media numerosa y estable. Viéndolo desde la perspectiva de sus miembros, la única existente. Y, aunque la existencia de una casta de privilegiados y el tren de vida que estos llevaban era notoria, la gente lo aceptaba como un canon inevitable del socialismo. Y, en cualquier caso, no cabía duda de que aquel país, aquella época, el futuro que se divisaba en aquellos tiempos pertenecían a la clase media. Y, más tarde, ella reconocía inequívocamente a sus coetáneos criados y educados en aquella clase media. Se olían a distancia como las fieras, a partir de señales que solo ellos reconocían, como si fueran miembros de una secta. Kristina veía claramente las cocinas en las que solían comer. Los muebles que los rodeaban. Las alfombras que pisaban. Las estanterías en las que se alineaban las mismas enciclopedias y diccionarios, los atlas y los libros de cocina, las obras completas de clásicos nacionales y extranjeros. Las conversaciones entre los padres. Oía las frases que les dirigían sus progenitores en forma de consejos, elogios, amenazas. Veía toda una época en un único plano. Una época que se había desvanecido por completo con el desmoronamiento del país en el que ella había nacido.

Con la marcha a América, a Kristina se le abrieron nuevos horizontes. En esos años practicaba con Jan el juego de la evocación del pasado. Se conquistaban mutuamente deambulando por las regiones en las que había transcurrido la juventud de cada uno. Un poco de música y unos pantalones vaqueros, alguna película y algún libro vinculaban las realidades en las que ella y Jan habían crecido. Pero esto no es suficiente para sustituir las diferencias: todos aquellos embalajes seductores, la baquelita y el plástico, los olores de los aparatos técnicos, la calidad de los colores de las revistas, el calzado y la ropa, toda una tecnología de la que estaba privada la realidad en la que Kristina había vivido.

¿De verdad fue así? Realidades paralelas respiran a cada paso. En el mismo parque, en el mismo banco, están sentados mundos muy diferentes. En restaurantes y hoteles, cines y teatros, estaciones de trenes y aeropuertos. ¡Qué milagro es la vida! Y el lugar en el que llegas al mundo. En su caso, la tómbola divina tuvo mano ancha. Pero quién sabe qué realidad le habría deparado el destino si treinta años antes hubiera ido a Viena. Con estos pensamientos Kristina llena los momentos de ocio, los trayectos diarios en el tren de cercanías de su casa al laboratorio, y por la tarde, de vuelta. Y no está en absoluto descontenta con el orden que la vida le ha impuesto. El verbo «imponer» evoca la voz de su madre, que utilizaba muchas veces precisamente esta palabra en sus discusiones con Danica, cuando intentaba desmentir sus objeciones buscando una excusa para la estrechez en la que por aquel entonces vivían.

—Esto nos lo han impuesto, no somos los únicos. Así vive aquí la clase media. —Se justificaba su madre.

—No eres una esclava para que te lo impongan —replicaba Danica—. Recuerda, siempre tienes la posibilidad de elegir. ¡Siempre!

Kristina lo recordaba. Nunca le faltó audacia para tomar decisiones en los momentos cruciales. Uno de estos tuvo lugar después del asesinato del primer ministro. Se preguntó qué habría hecho la tía Danica en ese momento. Evocaba sus palabras, las severas críticas de la vida pasiva de los yugoslavos, de los millones de adormilados que no eran dueños de su destino; todas aquellas frases que profería durante sus breves estancias, mientras los olores de sus maletas se expandían por el piso como el anuncio de un mundo diferente.

—Un aula llena de retrasados. Es lo que me parece este país. El hombre tiene que tomar sus propias decisiones. No estáis en un campo de concentración —decía Danica.

—No discutáis en la terraza, os pueden oír los vecinos —decía su padre.

Tarde o temprano tenía que visitar esa ciudad, aunque ya no fuera la misma en la que había vivido Danica. Una ciudad que ella había elegido para su proyecto de vejez. Ya que, según las palabras de su madre, Danica nunca fue una mujer de mediana edad, pues pasó enseguida de la juventud, que terminó en Auschwitz, a la antesala de la vejez. Todo lo que hacía estaba destinado a protegerse de sorpresas y posibles catástrofes. Así lo veía mamá con su limitada inteligencia. Danica era una excéntrica a la que no le importaban en absoluto las formas convencionales de comunicación. Para mamá no existían los momentos en sí, las pequeñas eternidades de placer. Un profundo suspiro en el que se suceden planos en un glissando relajado. Cuando uno no piensa, sino simplemente respira y disfruta. Ella no entendía nada de la vida. Lo que no es tan terrible. Sin embargo, la necesidad de justificar su opinión ante otros, de convertirla en un canon, la reducía a un ser triste; una criatura trágica que actuaba de invitada en su propia vida.

Cuando Kristina cruzó el «agua grande», como habría dicho Borozan, cuando se encontró sola en América, orgullosa y satisfecha de haberse sacudido el polvo de Europa, y habiendo dejado su último aliento europeo en aquel hotel de Budapest, la tía Danica se instauró como un interlocutor habitual. Los únicos retazos a partir de los cuales creaba su figura eran los recuerdos de sus visitas a Belgrado durante los primeros días de mayo. Y los comentarios amargos de sus padres al marcharse Danica. Ahora, a través de escenas borrosas y por el tono de voz de sus padres, Kristina intuye que la tía Danica no había pasado gratis aquellos días con ellos, que, al margen de los regalos, antes de su marcha le entregaba a su madre una determinada cantidad de dinero. De estos frufrús, de estos recuentos de billetes, cuchicheos de sus padres, registros de maletas y bolsos mientras Danica estaba fuera de casa, de todo ello Kristina no se daba cuenta, ya que en el poso de la experiencia infantil no existen mecanismos para advertirlo, pues carece de interés. Sin embargo, algún detalle trivial, retenido por un capricho del recuerdo, representa el código bajo el que se guarda en la memoria toda una instalación de sucesos, una inabarcable cosmogonía de significados que más tarde, en los años maduros, a menudo será rescatada e interpretada en el diván del psicoanalista.

Al marcharse a Estados Unidos, a partir de la frecuencia con la que piensa en ellas, Kristina descubre en qué medida la han marcado ciertas personas; solamente así, alejadas, en el espacio y en el tiempo, adquieren la importancia que merecen. Observa un gran menos en la columna «Madre». Un menos surgido de la indiferencia. Como si se tratara de un personaje secundario de una obra teatral.

Los primeros meses en Boston, mientras iba en el transporte público, a menudo se sorprendía a sí misma dirigiéndose a la tía Danica. Se la imaginaba en el metro de Viena durante sus trayectos diarios a la Cruz Roja, en un sistema rígidamente construido de cotidianidad, en el que cada día supone una historia en sí misma. Danica está consagrada a cada uno de estos días, relajada y satisfecha porque brilla el sol, porque llueve, porque hace frío, porque hace calor, por estar triste, por estar preocupada, por estar viva. La experiencia de Auschwitz le ha proporcionado una perspectiva desde la cual el mundo le parece completamente distinto que al resto de los mortales. Kristina escucha atentamente lo que la tía Danica le dice; de frases memorizadas hace tiempo crea historias enteras. Conversa con ella, le pide consejo, saca de ella todo lo que Danica le habría dicho si hubiera vivido más. Kristina no habría pasado un verano, sino quién sabe cuántos más, en el estudio de la calle Graben.

Cada vez que Kristina conocía una ciudad nueva, paseando al azar por las calles, introduciéndose en pasajes y plazas ocultas y, así deambulando, llegaba a la profunda periferia, aumentaba la tensión en su pecho. La excitación le irritaba ligeramente los labios y el paladar, un exceso de saliva le llenaba la boca. Sentía un hormigueo en la nuca y una leve contracción en las sienes. Se paraba para ahuyentar con un breve descanso el agradable mareo; los síntomas de la excitación sexual. Y experimentaba en unos pocos flashes siempre la misma fantasía: se aproxima a la puerta abierta de par en par de una casa recubierta de hiedra, sube por las escaleras oscuras hasta una habitación en la que la espera un amante desconocido. Sin nombre, sin rostro, sin voz. En cuanto pisa la habitación, él la aborda por la espalda, la abraza con fuerza y la posee por detrás.

Aquella primavera en la que murió la tía Danica y a Kristina se le fastidió el viaje planificado a Viena, se fue con el colegio de excursión a Vrnjačka Banja. Descargó todo el glamur de Viena, todo lo que durante el año había anhelado que le sucediera en esa ciudad, en el modesto escenario de las aburridas termas. Por pura curiosidad, se embarcó en una aventura con un joven local que trabajaba en la recepción del hotel, para ser así la primera de la pandilla que perdía la virginidad. De esta manera, su imaginada aventura vienesa se materializó en un hotel de Vrnjačka Banja. Todo lo que hizo después la fue llevando hacia la posición dentro del árbol genealógico en la que habitaban los diferentes. En su entorno no había nadie que le sirviera de modelo. ¿Dónde se encuentran los diferentes? ¿Qué significa ser diferente? ¿Solamente una coartada para tener menos felicidad en la vida? ¿Y en qué consiste la felicidad? ¿Una familia? Esta decisión no se toma de antemano. Durante mucho tiempo creyó que únicamente los que viven solos tienen maletas que expanden olores embriagadores.

La vida no se puede timonear como un barco. Uno no puede mirar solo la brújula y los mapas; navegar por rutas fijadas de antemano; establecer la comodidad como único postulado del viaje esperando encontrar de este modo, protegido de peligros y sorpresas desagradables, de derrotas y fracasos, la orilla paradisíaca. La emoción surge sobre la marcha. Solamente los sentidos agitados reconocen la belleza.

No cerraba los ojos ante sus equivocaciones. Desde fuera todo parece muy tranquilo, reducido a movimientos prudentes, como si la vida pudiera programarse. Sin riesgo de fallar. Había que tener fuerza y cortar, como lo había hecho Kristina siete años atrás. Y, después, continuar de manera espartana. Pero se necesita más fuerza todavía para detenerse; y aún más audacia para reconocerse a uno mismo que en esta cuenta algo no cuadra. Sobre todo porque la vida no es un cálculo. Dos y dos no son cuatro. Dos y dos no son más que dos y dos.

La vida no es un cálculo. Esa es Danica. En cada instante, con cada proceder, trazas la trayectoria que un día recorrerás. Nada es casual. Ni la desgracia. Ni la muerte. Siempre se decide mucho, mucho antes. El saldo es más que merecido.

Probablemente es Raša el que habla. ¡Es extraño cómo se mezclan estas voces! Ya no distingue quién es quién. Como si Raša y Danica pertenecieran al mismo mundo. Citas extraviadas. Sus ángeles de la guarda. La tierra firme de su juventud. En los últimos tiempos, desde que descubrió la infidelidad de Jan, se ha reducido a ser una viajera. Tampoco la costa oeste será su refugio definitivo. Instintivamente mira al cielo, allí donde a última hora de la tarde aparece el lucero vespertino. La tía Danica, porque eso es lo que significa su nombre, lucero.

¿Tal vez se ha excedido un poco y ha creado una Danica a su medida? ¿Ha constituido una astronomía privada? ¿Un cielo personal?

Debes dejar algo para que lo remate el destino.

No, no es Danica. Es Raša. Sus frases le resuenan en los oídos: la diligencia es peligrosa; la disciplina mata el talento; solo es útil para aquellos en los que no hay nada que matar. Le horrorizaban los ambiciosos. Recuerda a un joven, un escritor de éxito, al que Raša publicaba en su revista, y con el que se veía a veces, pero al que en el fondo despreciaba. Se burlaba de su diligencia.

—Fíjate en él, un auténtico funcionario. Lo hace todo a través de la ventanilla. Y, aun así, seco y gris, tiene un ejército de adeptos. Secos y grises. Les gustaría contaminar el mundo con su esterilidad.

—¿Cómo puedes relacionarte con alguien al que desprecias tanto?

—Si no me relacionara con él, no sabría que existe gente de esa calaña. ¿Cómo tendría acceso a la obra divina?

—Estás celoso.

Él se rio.

—Solo soy cauteloso. Ellos son parásitos. Muérdagos que extienden sus redes en las copas de los árboles. Pero ese ya es tu campo. Eres bióloga. Ahora, en serio, ¿por dónde trepa el muérdago?

—Por la madera blanda. Y no es un parásito, sino un semiparásito. Absorbe agua del anfitrión, pero es capaz de realizar la fotosíntesis.

—Ahora me siento mejor. Les perdonaré el agua.

Desde que Raša murió, Kristina no había vuelto a navegar por las páginas de los periódicos de su antigua patria. América irrumpió en su interior. Los años pasaban. El presente relegaba el pasado. Los anillos de crecimiento se multiplicaban. Boston representó ya un cambio de ritmo. Y la marcha a la costa oeste la incrustó por completo en una nueva realidad. Con Jan repasó las décadas americanas que le faltaban. Él le habló del pasado de una manera muy sugestiva. Recordaba sus evocaciones como si fueran las suyas propias.

Pero nada más llegar a Viena, la primera mañana salió del hotel para comprar tabaco en el kiosco de enfrente y se topó con una pared entera de prensa colocada ordenadamente con las cabeceras de los periódicos de Belgrado, de Zagreb, de Sarajevo. Toda la región estaba presente. Eligió un puñado de semanales y se los llevó al hotel. Durante los cuatro días del simposio no tuvo tiempo para la lectura. Tan solo el último día, a la vuelta del restaurante Los Tres Húsares, le llegó el turno a la prensa.

¡Era increíble lo que ocurría, qué escándalos, la gente que desfilaba por esas páginas! Una feria de ladrones y estafadores. Una amplia paleta de maldad. A cada paso la fascinación por la inmoralidad. Sociedades sin estructuras estables. Sin reglas. Historias cansinas. Una mala perpetuación.

Al reparar en el rostro de un actor famoso, de repente le hierve la sangre. ¿Por qué eres tan excluyente? La voz de Raša. ¡Cuántas veces había sido precisamente este actor el motivo de sus peleas! Sí, sí, es posible ser un embaucador e interpretar a Shakespeare magistralmente, porque él es excelente en lo uno y en lo otro, dice Raša. De todos modos ¿qué más te da? Te comportas como una verdulera que quiere ordenar el mundo como si fuera su puesto del mercado. Cada cajón de verdura en su sitio.

Kristina enciende el televisor para ahuyentar la voz de Raša. Cambia de un canal a otro. Se detiene. El Festival de Eurovisión. ¿Es posible que todavía exista? El Este y el Oeste mezclados en una blasfemia triste.

El vaquero solitario vuelve a la escena del crimen. Todavía más allá, río abajo, por Río Danubio, hasta Belgrado.

La hipocresía de lo políticamente correcto.

La preeminencia arquetípica del carnicero bávaro con su pendiente en la oreja y la de la cajera del supermercado londinense frente al filólogo de Moldavia y la dentista de Bosnia. El diagnóstico de Raša.

Y los versos. El talento se salta generaciones y siglos. ¿Qué circunstancias deben darse para que, en un lugar de mala muerte, al margen de los tañedores de guzla y de los reyes, nazca inteligencia?

En el suplemento literario de un semanal belgradense, una entrevista con el Funcionario. El motivo es su nueva novela. El Funcionario rechaza comentar la escena política de su país. No le interesan los clanes ni las trastiendas. Él se dedica a la literatura. A lo largo de dos páginas se suceden las estupideces. Empezando por el título de la entrevista: «Para llegar a algún lugar, lo importante es ser lo suficientemente lento».

Kristina se fija en la foto. Sí, es la cara que recuerda de los tiempos en que frecuentaba la casa de Raša. Muy sigiloso. Sin olores. Tímido, hipócrita y discreto. Al verlo entrar desde la calle al patio con prudente paso gatuno, lo único que le decía a Raša era: Viene el Funcionario. Después de saludarlo, Kristina se iba a otra habitación. En presencia de ese hombre, cualquier conversación estaba condenada a morir. Todo lo que el Funcionario tocaba se marchitaba. Todo en él era estrecho y bien calculado. Nunca le sobraba nada. Sin cambiar la expresión del rostro, machacaba al interlocutor con su voz monótona y su narración uniforme. No dejaba ninguna posibilidad para las emociones, misterios o secretos. Todo es explicable. Sonreía apenado, como si se disculpara por ello.

El Funcionario tenía una de aquellas caras que a lo largo de los años no varía la expresión característica que se ha formado al principio de su vida. Kristina podría haberla reconocido incluso en las fotos de grupo del jardín de infancia. Un poco apartado, para que su mirada abarque el máximo posible, para que no se le pase nada por alto, para englobar por entero al interlocutor. Todo estaba allí. Los mundos pequeños, ordenados, uno al lado del otro, como macetas en el balcón. A cada paso una valla. El mundo cercado por una lógica acerada de ambición. Precisión. Angustia. Y el interlocutor ya está preso. Un insecto en ámbar. En ninguna parte amplitud, impulso, desahogo. Kristina siente que la inquietud empieza a aflorar desde su pecho, en lo más hondo de su ser vibra una cuerda tensa y transmite el temblor a los nervios. Unos pocos minutos bastaban para machacarla, inundarla de sinsentido y debilidad. Un contaminador, dijo furiosa, y tiró la revista al suelo. Allí se alzaba un montón bastante grande de las que ya había ojeado.

¡Cómo se había alejado el pasado sin vuelta atrás! Puedes evocarlo las veces que quieras, pero el tiempo, una vez transcurrido, queda para siempre lejano e inalcanzable, igual que las imágenes que observa cada mañana mientras viaja en el tren de cercanías al trabajo. El tren emerge bruscamente del subsuelo, durante un rato corre veloz por el paso elevado junto a unos edificios, a la altura de las plantas inferiores. Pasan volando en fracciones de segundo personas en sus pisos. Y, luego, otra vez tu propio reflejo en el cristal mientras el convoy retumba bajo tierra.

Mañana se muda a otro hotel. Sin legado. Este se queda en el Hilton con el montón de periódicos. Al hotel Urania se va una americana. Desde la ventana de la habitación de la séptima planta observa las olas de tejados y las resplandecientes torres de las iglesias. Flota por encima de la ciudad. Le parece igual de familiar que si hubiera pasado años enteros en ella. En la azotea de un bloque de viviendas cercano ha divisado un amplio jardín. ¿Existe en esta ciudad alguien que se acuerde de la tía Danica? Su amigo probablemente ya no está vivo, igual que la mayoría de las personas con las que tenía trato. Pero en las profundidades de esta urbe tiene que haber al menos una persona que la recuerde. ¿Quizá el cartero que cada mes le llevaba la pensión? ¿Su doctora? ¿La esteticista? ¿El dueño del café que solía frecuentar? Todavía figura su nombre en los ficheros de los servicios municipales. En el archivo de la Cruz Roja vienesa.

Desde el observatorio de la séptima planta del hotel Hilton, Kristina se da cuenta de que Viena es un lugar estupendo para hacerse un fondo oculto. Para vivir días sin planes. Tal como vengan dados. Como solía hacer Marija. Dejar que la corriente te lleve. Nadar. No en el canal, obstruido con esclusas y presas, sino en el ancho río que fluye y arrastra. Fue en Vrnjačka Banja la única vez que Kristina hizo algo semejante. Y por la mañana, después de la noche pasada en compañía del recepcionista, le contó a Marija su primera experiencia sexual. La primera vez y la última que fue un paso por delante de Marija. Pero el río ancho no es su territorio. Kristina se mueve por espacios claramente delimitados. En eso es insuperable. En la planificación del futuro. Siempre se daba por hecho que ella había nacido para algo grande. El entorno no lo cuestionaba. En cuanto se despierta, empieza a cumplir con las obligaciones. Trabajando de esta manera, a un ritmo que se aceleró después de cruzar el «agua grande», para Kristina los días de vacaciones son una tarea más con la que hay que cumplir.

En Viena por fin descansará. Se relajará, como lo hace Jan cuando va a los congresos y a los simposios. Desde hace tiempo su relación se limita a mantenerse a flote. Cada uno en su lado, hasta que se acabe. Ya no piensa en ello. Los dos están a punto de dar el salto. Lo que no quiere decir que realmente lo vayan a hacer. En Kristina ya no existe temor. Solo un deseo soterrado de que ocurra algo al margen de lo previsto. Desde que en las últimas semanas sostiene regularmente conversaciones con la tía Danica, ha vencido al desaliento. Ya no teme a nada. Está segura de sí misma, en su espacio, en las profundidades del laboratorio, en el laberinto de probetas, llamas, sistemas químicos cerrados.

Esta es la memoria del agua, que también era el tema del simposio de microbiólogos en Viena. La indestructibilidad del interminable archivo del agua. La superioridad de la estructura. El cuerpo humano es un acuario. Todo lo que alguna vez hubo en alguna parte perdura grabado para siempre. El agua absorbe informaciones. Tiene memoria y recuerda todo lo que la rodea: urbanizaciones de hormigón, bosques, campos, autopistas, cuevas, estadios ruidosos, el griterío de los tenderos en los mercados, los músicos callejeros, el silencio gélido de los glaciares. Cuando la tía Danica se quedaba en su casa, compraban agua embotellada. Ella no bebía más que agua mineral porque, supuestamente, el agua de Belgrado era de calidad dudosa. Se había acostumbrado al agua vienesa que llegaba de los Alpes por el viaducto de Sömmering.

Durante los cuatro días del simposio obsesionaron a Kristina pensamientos que a lo largo de los años habían embestido la fortaleza de sus firmes decisiones. Y, cuando por fin se quedó sola y paseando por el Parque Municipal esperaba que expirara una hora más de la mañana dominical para marcharse en taxi al hotel Urania, se entregó por completo a la fantasía de estar con alguien, sin planes ni explicaciones; de ver de repente una puerta abierta; de escuchar los compases de una vida secreta. Diálogos imaginados. Vidas de soltero que no han pagado peaje. Todos los puertos están a su disposición.

Ya he pasado por aquí, piensa Kristina, al llegar por el Ring al final del Parque Municipal. Se acuerda del pequeño kiosco de flores. No de ayer o de anteayer, sino de quién sabe cuánto tiempo atrás, como le sucede con tantos otros sitios de la ciudad. Desde que ha llegado a Viena tiene la sensación de darse de bruces con escenas conocidas. Se están abriendo las regiones de la memoria profunda. ¿O se trata de muestras de un tiempo futuro?

Quién sabe cuánto le queda todavía.

Danica no vivió precisamente muchos años. Sesenta y siete. Su hermana menor, la abuela de Kristina, ni eso. Por el lado materno no son muy longevos, cosa que confirmó también su madre al marcharse al otro mundo sin haber cumplido los sesenta años.

Solo mucho más tarde empieza a darle vueltas al hecho de que la tía había tenido un amigo. Por su padre supo que el amigo en cuestión había estado en el entierro en Valjevo.

—¿Y por qué te interesa? —se extrañó el padre—. ¿No irás a escribir una crónica familiar? Mamá estaba mucho más enterada.

—Y tú, cuando la visitaste en Viena —continúa Kristina tenazmente—, ¿conociste a ese amigo suyo?

—No. Pero Danica sí me mencionó que hacía años que tenía un novio, tal cual lo dijo, un novio. Cada uno vivía en su piso. Solamente cuando viajaban a alguna parte compartían habitación y cama.

—¿Cómo se llamaba?

—Giorgio. Era de origen italiano. Tocaba el contrabajo en la Volksoper de Viena.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Cuando mamá y yo arreglamos el asunto de la herencia, Giorgio nos ayudó mucho. Me encontraba con él después de los ensayos en un café frente a la Volksoper.

—Pero, si todavía era capaz de tocar en la ópera, ¿cuántos años tenía?

—Era bastante más joven que Danica. Creo que siete u ocho años.

—Vamos, que le sobraba aún espacio para al menos una vieja más.

—¡Qué ideas tienes, hija mía! —Se extrañó su padre—. Para que te enteres, Viena es un verdadero paraíso para los viejos. No he visto en ninguna parte tanta gente mayor tan bien conservada como en esta ciudad. Uno se siente como en una reserva de ancianos.

—Pues no sirvió de gran ayuda para nuestra Danica.

—Hay que visitar Viena a tiempo.

Se acordaba de esa frase. Igual que se acordaba de la mariposa amarilla de tul que tapaba el agujero en la cortina, huella de la brasa de un cigarrillo paterno. Igual que recordaba tantos otros detalles triviales y sin importancia. Sin embargo, más tarde, estas nimiedades resultaron ser en realidad señales de un orden superior que la Providencia enviaba como advertencias misteriosas.

Sea como fuere, había llegado a tiempo a Viena. El papel que desempeñas lo eliges tú mismo, porque eres sensible a los sonidos, las voces, los nombres, las imágenes. Eres un ser de cuerdas sensibles. Las cajas con los nombres de los filósofos en el piso de Jan. El presentimiento repentino de que empieza una nueva relación amorosa. El sabor de los besos en la terraza del Kapetanija. Por fin se está sacudiendo la soledad acumulada en la buhardilla de la villa victoriana de Boston. Ha rellenado la última casilla vacía del crucigrama. Ha construido el edificio de su vida valiente y planificadamente. Parecía que las meditaciones en el café Trieste de Fisherman,s Wharf, en aquellas dos o tres horas en las que viajaba virtualmente por el espacio en el que había transcurrido su pasado, iban a ser las únicas excursiones dentro de sí misma. Había hecho la elección correcta al marcharse a América. Satisfecha y tranquila. Dueña de su vida. Y, entonces, el golpe: el descubrimiento de que Jan tiene una aventura. No es la primera, dice Jan con una sonrisa estúpida. ¿Conoces a alguien que se haya separado por una simple aventura?

No se separaron. Las estructuras creadas durante la convivencia resistieron. Entrelazados económicamente, con una edad en la que los traslados y las adaptaciones a nuevos entornos requieren esfuerzos que se pagan con la renuncia temporal a la comodidad cotidiana, Kristina y Jan se habían limitado a cambiar de registro. No intercambiaban más que unas pocas frases por la mañana, mientras preparaban el desayuno. Por la tarde, cansados del trabajo, ni eso. El descubrimiento del silencio cambió la forma de acercarse el uno al otro. Hacían el amor sin palabras. Como en una película muda, el texto corría por separado en las alcobas de sus cabezas. Kristina se liberó pronto de las imágenes de otras mujeres en los brazos de Jan. Desaparecieron los celos. Solo la pasión, la entrega absoluta al amante anónimo al que Jan prestaba rostro y cuerpo. Cada vez hay menos texto. Los cuerpos dominan su cópula. Sin contaminarse con pensamientos ni imágenes. El olor de la piel, el sabor de los besos, el pulso acelerado. Y, entonces, el desahogo que perdura. Más profundo que el sueño.

Observa a las personas en la calle, en el tren, en el trabajo, en el restaurante, en el aeropuerto. El esfuerzo de parecer tal como les gustaría ser. En vez de aproximarse, se alejan de sí mismas. Rechazan darles la vuelta a los bolsillos y a sus almas, enfrentarse a sus fantasmas, tonterías, mentiras y engaños. Hay que vivir sin maquillaje. Cumplir el propio código que nos viene dado por la estructura de la personalidad. No se trata de algo tan determinante como el destino o como el carácter, es más bien fluido como el agua. Estas personas también se mueven como el agua. Fluyen a través de la vida. Sus códigos son consecuencia de innumerables influencias, códigos que son solo para ellas. E igual que el agua recoge en su estructura un poco de todo aquello por lo que pasa y lo sigue llevando sin perder nada de lo recogido, sino que aumenta y cambia sin cesar su estructura, así también esta gente absorbe el entorno que la rodea, y todo lo que hace, lo que le sucede, a lo que aspira, lo somete al cumplimiento de su código. Consagrados a un orden superior, ellos no construyen historias de ningún tipo. Son la historia.

De esta manera se funde también Kristina con la ciudad. Siempre ha estado aquí. Hay un rastro. Bastaría con tomar una dirección cualquiera. Ir a la Volksoper. Buscar en el archivo datos sobre el contrabajista Giorgio. Y ya estaría en el buen camino. Como en las películas. Encontraría unos herederos. Es imposible no dejar rastro. ¿Giorgio está quizá vivo? ¿Se pudre en una residencia de ancianos? ¿Cómo se devanaría la madeja de su historia? ¿Cómo serían los tiempos que se derramaran de la ampolla? ¿Y cómo sería su Danica? Documentos, fotografías, objetos, todo este mundo sin vida existe por sí mismo. Los objetos prueban una existencia constante, sin principio ni fin. Pero el pensamiento que los piensa y cambia su constelación recíproca los transporta al campo energético del mundo de los vivos. De esta manera las cosas y los objetos son los verdaderos herederos de sus dueños. En alguna parte de esta ciudad siguen existiendo unos testigos sin vida, estos auténticos herederos, que habían rodeado a la tía Danica en su estudio de la calle Graben. La sola idea de esta huella derramada, de esta posibilidad de tocar con la mirada en algún sitio algo que Danica había mirado, le producía a Kristina un éxtasis que nunca antes había experimentado. Era una nueva sensación, una nueva experiencia, una octava entera más alta e intensa que la exaltación habitual que la embargaba cuando se encontraba en una ciudad desconocida.

Las huellas se remontan a su más tierna infancia, al juego iniciado cuando en el parvulario le contó a la educadora su propia versión de su curriculum vitae. Por necesidades del guion cambió los nombres de sus padres. Y sus profesiones. El padre era piloto, la madre, actriz. Añadió dos hermanos mayores. Más tarde, cuando con el paso del tiempo aumentó el bagaje de recuerdos, sus intervenciones en el pasado fueron cada vez mayores. Mencionaba sucesos que no habían tenido lugar, como una victoria en el campeonato de natación de Belgrado o un primer puesto en el torneo de esgrima en categoría junior. Kristina simplemente no aceptaba la realidad. En el mundo que la rodeaba todo estaba demasiado restringido y era predecible… ¡Había tan poco espacio y tan pocas posibilidades! Siempre se veía a sí misma marchándose. Se había acostumbrado a este papel. Durante unas vacaciones de verano leyó tres veces El conde de Montecristo, de Dumas. Se sabía algunas páginas de memoria. También por eso la tía Danica ocupa un lugar particular en la realidad inventada de Kristina. Era la única con biografía propia. Vive en una ciudad a la que se llega por el Danubio. Por la noche, antes de dormir, la forma más agradable de viajar es por el agua. El barco es el medio de transporte de los soñadores.

Kristina no es una soñadora. Al contrario, tiene los pies en la tierra y no intenta más que cambiar algo en el dictado divino con la fuerza de su voluntad. Enriquecer la historia existente con alguna instalación inventada no es un pecado, porque el hombre al final acaba consiguiendo aquello que desea ardientemente. Lo que importa es tener fe y perseguir el objetivo. También las mentiras pueden representar durante cierto tiempo un terreno firme. Kristina se divierte inventando identidades. Ni en América abandona esta pasión, de manera que en un viaje de Boston a Filadelfia se convirtió en checa. Al hombre que estaba sentado a su lado en el avión, que era un gran amante de la metrópoli a orillas del río Moldava, le habló de la Praga de su infancia, de su padre disidente. Disfrutaba con el juego, que la atraía de forma tan irresistible como el agua bajo un puente atrae al suicida.

Miró el reloj. La una en punto. La habitación en el Urania está lista. Aceleró el paso al cruzar un puente. Abajo, en el cauce de hormigón del canal casi desecado, corría el agua. Echó un vistazo a las orillas desiertas. Como si toda la ciudad estuviera medio dormida.

Y al llegar en taxi, media hora más tarde, al hotel Urania, se quedó parada delante de la entrada desde la cual unas escaleras empinadas conducían a la recepción. El taxista sacó la maleta del portaequipajes, la dejó en la acera y masculló algo en alemán. Se llevó la mano a la espalda, por lo que Kristina entendió que tenía problemas con la columna vertebral. Lamentó haberle dado antes una buena propina. El vehículo se alejó. Kristina se acercó a las escaleras. En la pared no había ningún timbre. ¡Vaya mierda! ¡Un hotel con obstáculos, lo que hay que ver! No hay botones que acuda corriendo. Por fin, allí viene.

En lo alto de las escaleras aparece un hombre de unos cuarenta años. Kristina se dirige a él en un inglés gélido, subrayando que estas escaleras no existen en la página web del hotel.

El botones se detiene confuso. Y luego, sonriendo, coge la enorme maleta de Kristina.

—Estas escaleras no se ven en la página —repite Kristina.

—Dos pisos de planta baja —bromea el botones del hotel.

—No tiene ninguna gracia —dice Kristina—. ¿Por qué no hay ascensor?

—En el siglo XVIII probablemente no conocían los ascensores.

—Pero hoy sí los conocen. Tres siglos deberían bastar para traer el ascensor hasta la entrada.

El botones abre la puerta al final de las escaleras. Se acercan a la recepción. El recepcionista, un joven de ojos transparentes inusualmente pálido, le pregunta a Kristina si tiene reserva. El hombre que ha traído la maleta se dirige a la salida.

—Espere —dice Kristina y saca el monedero.

—Solo soy un huésped —le contesta sonriendo.

—Disculpe, pensé que trabajaba en el hotel.

—Para el resto tiene usted un ascensor —le dice él, señalando con la mano la puerta metálica de la cabina.

—Qué raro. ¿Un ascensor en un hotel del siglo XVIII?

—Nuestro hotel se construyó en el siglo XVII, más exactamente en el año 1685. El Urania es uno de los hoteles más antiguos de Viena —dice orgulloso el recepcionista de ojos azules.

—Estupendo. Solo habría que llevar el ascensor hasta la entrada, o al menos poner las escaleras en la página. Para que los clientes sepan lo que les espera.

El hombre que había cargado con la maleta se rio en voz alta y, haciendo un gesto con la mano, se alejó caminando por la planta baja.

El recepcionista esbozó una sonrisa agria y le tendió el formulario de inscripción. Ella se apartó del mostrador y se sentó en un sillón. Lo rellenaba despacio. Al llegar al apartado profesión, se detuvo por un instante para luego escribir en letra bien legible: hipnotizadora.

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© Dragan Velikic. |  Traducción del serbio:Luisa Fernanda Garrido   y Tihomir Pistelek  [Impedimenta, Abril 2017]