Reportaje

El edificio de las cicatrices

Ethel Bonet
Ethel Bonet
· 10 minutos
Beit Beirut, la 'Casa Amarilla' (Beirut, 2017) | © Ethel Bonet
Beit Beirut, la ‘Casa Amarilla’ (Beirut, 2017) | © Ethel Bonet

 

La historia de quince años de guerra fratricida se cuela por los orificios de bala en las paredes, se mezcla entre la gravilla de los sacos de arena apilados que sirvieron para levantar trincheras; se impregna en el aire rancio de los abandonados búnkeres.

Testigo silencioso de los horrores de la guerra civil libanesa (1975-1990), y de la vorágine urbanística de los tiempos actuales, el edificio Barakat emerge como un recuerdo doloroso e incómodo de cómo el miedo y el odio inculcado por la religión destruyeron el corazón de Beirut. Durante décadas objeto de especulaciones, hoy ha ganado su estatus definitivo de testimonio: acaba de abrir sus puertas como museo.

Gracias a sus balcones, la casa se convirtió en una posición codiciada por los francotiradores

Conocido también como “la Casa Amarilla” por el color de su fachada, este edificio de estilo neootomano tiene una fachada abierta con dos plantas de balcones abiertos y rodeados de columnas. Esta pecularidad fue su perdición: se convirtió en la posición defensiva más codiciada por los francotiradores. Con más razón al hacer chaflán en el vértice entre las calles Independance y Damascus, por donde cruzaba la ‘Línea verde’, la franja que dividía el Beirut musulmán (al oeste) del cristiano (al este) durante la guerra civil.

El domingo 13 de abril de 1975 fue el día en que cambió el rumbo de la familia Barakat, la propietaria del edificio. Desde el bando palestino atacaron el edificio con cohetes RPG y uno de los proyectiles impactó en la segunda planta. “El piso estaba cerrado desde que murió mi abuela Victoria. Iba a arreglarlo para vivir allí con mi esposa, pero todo se quemó”, lamenta Paul Barakat, que hoy tiene 65 años.

De la noche a la mañana, la vivienda dejó de ser el hogar de los Barakat para convertirse en una posición de los milicianos cristianos adscritos a las fuerzas Kataeb (Falange) desde donde podían controlar toda el área. Durante quince años, la casa se transformó en una herramienta de la guerra, en una máquina de matar. Sus soleadas habitaciones se volvieron lugares oscuros y siniestros. Sus rincones fueron testigos de atrocidades, de secretos inconfesables como la pasión prohibida de un francotirador que -quizás temiendo que no saldría de allí con vida- grabó en una de las paredes de cemento del edificio: “Si el amor por Gilbert es un crimen, que arda yo en el infierno”.

 “Si el amor por Gilbert es un crimen, que arda yo en el infierno” reza un graffiti

Los Barakat, una familia de cristianos maronitas, abandonaron el edificio tras el primer episodio de guerra. Junto a ellos se fueron sus inquilinos palestinos, la familia Falaha, que eran socios de la empresa textil que había levantado Nicolas Barakat, el abuelo de Paul.

Durante generaciones, los Barakat se dedicaron a la industria textil con fábricas en Manchester (Inglaterra), pero con la guerra se pararon las importaciones y exportaciones. Ahora el apellido Barakat está estampado en el letrero de una tienda de alfombras persas que regenta Paul. El local se abrió en 1976, en la plaza del Museo Nacional, justo por donde cruzaba la Línea verde, llamada así porque prácticamente nadie en su sano juicio la transitaba, de manera que las calles que la conformaban se cubrían de hierba.

Era una ruta suicida que cruzaba desde la plaza de los Mártires (centro de Beirut) hasta el Museo Nacional (al final de la calle Damasco). Estuvo ocupada únicamente por francotiradores, que levantaron entre 350 y 300 posiciones defensivas dentro de los edificios a ambos lados de la calzada.

“Muchas familias pudientes tuvieron que vender al peso alfombras antiguas de valor»

La guerra arruinó el negocio familiar de los Barakat, pero les dio fortuna con la compraventa de alfombras. “Muchas familias pudientes tuvieron que empeñar sus pertenencias, vender al peso alfombras antiguas de gran valor. Después los compraban gerifaltes de poca monta, los que comandaban a los matones que saqueaban y robaban en las casas”, relata Paul con desprecio.

“Nuestra guerra civil no fue un conflicto sectario sino una maquinación para acabar con la clase media libanesa. Es muy triste ver que aquellos mismos generales que hicieron su fortuna con la guerra, esos señores de la guerra, son la elite política que ahora gobierna el país”, acusa este comerciante de alfombras.

De hecho, la lista de dirigentes de las facciones del Parlamento arroja los nombres que hicieron titulares ya durante la guerra: tanto Michel Aoun, actual presidente del país, como su gran rival para el cargo, Samir Geagea, jefe de las Kataeb – las mismas fuerzas que ocuparon el edificio Barakat -, Nabih Berri, presidente del Parlamento, o Walid Jumblatt, en su eterno papel de fuerza bisagra, encabezaron las milicias enfrentadas en los años 80.

Beit Beirut, la 'Casa Amarilla' (Beirut, 2017) | © Ethel Bonet
Beit Beirut, la ‘Casa Amarilla’ (Beirut, 2017) | © Ethel Bonet

Quienes ya no mandan en Líbano son las milicias palestinas que en 1975, dirigidas por Yassir Arafat, se convirtieron en una de las causas del conflicto. Las escaramuzas iniciales entre falangistas y milicianos palestinos desembocaron en una encarnizada lucha entre las diferentes comunidades religiosas, que apoyaban a uno u otra bando, y más tarde la entrada las fuerzas israelíes en el sur del Líbano, en un conflicto que se saldó con 150.000 muertos.

Pero el edificio Barakat, construido por el reputado arquitecto Youssef Afandi Aftimos en 1924, y ampliado en una segunda fase en 1932 por Fouad Kozah, no es sólo símbolo de muerte también refleja la redención. Tras más de una década de trabajos de restauración, el edificio Barakat regresa a la vida para comenzar un nueva etapa como museo de la memoria y centro de investigación.

El proyecto busca “reabrir las heridas de todos los libaneses, víctimas o asesinos»

Este espacio, que deja al descubierto las cicatrices de la guerra, obliga a sus visitantes a afrontar el pasado para poder construir un futuro mejor. El provocador proyecto, pionero en Líbano, busca “reabrir las heridas de todos los libaneses, -víctimas o asesinos-, para afrontar el pasado, por doloroso que sea, y poder perdonar en lugar de olvidar”, sentencia la arquitecta y activista Mona Hallak, que dirige la iniciativa.

Hallak regresó al Líbano poco después de finalizar la guerra en 1994, tras haberse graduado con un master en Arquitectura en la Universidad Syracuse de Florencia. Una tarde se acercó al centro de Beirut y caminó entre las ruinas del cine Roxy, conocido como “el huevo” por su vanguardista arquitectura con forma oval. Continuó recorriendo lo que había sido la Línea verde y solo encontró destrucción. “Todo el centro de Beirut estaba destruido; mis recuerdos, mis vivencias habían desaparecido. Anduve en silencio, con el corazón encogido al ver todo aquel horror. Y al final de la calle Damascus se erguía el edificio de los Barakat, manteniendo su esplendor y belleza”, rememora Hallak.

“Entré dentro del edificio y mi cuerpo empezó a temblar. Allí, bajo mis pies, estaba la historia viva de la guerra civil. Quedé fascinada con aquel lugar que fue mi secreto durante años”, añade.

«Dejé a la vista las partes ausentes, reforzándolas con piezas metálicas como una prótesis»

Hallak fue recogiendo y guardando aquellos fragmentos de vida: fotos de niños en la escuela, cartas de seres queridos, carretes de película fotográfica de una tienda de fotografía que encontraba en los bajos del edificio, y partes del mobiliario de la clínica dental de un tal doctor Schemali.

La Casa Amarilla se convirtió en una obsesión. Desde finales de los noventa Hallak llevó a cabo una intensa campaña para revertir el destino final del edificio, que habría acabado en demolición. En 2003 consiguió que la municipalidad de Beirut, a través de la expropiación forzosa, salvara la casa de los Barakat . Y en 2008, el nuevo gobernador de Beirut aprobó el proyecto con un presupuesto de 18 millones de dólares para transformarlo en el Museo de la Memoria de la Ciudad de Beirut. Abrió sus puertas al público a mediados de septiembre de 2017 bajo el nombre de Beit Beirut.

El arquitecto Youssef Haidar y su equipo fueron los encargados de restaurar el edificio. Haidar ha tratado de conservar el carácter de la Casa Amarilla pero ha reforzado el interior con una estructura de cristal y metal y una rampa circular que permite a los visitantes hacer un recorrido por los diferentes niveles del edificio.

Lo más vanguardista del diseño ha sido mantener bien visibles las cicatrices del edificio. “No se tratado de reconstruirlo. He dejado a la vista las partes ausentes reforzándolas con piezas metálicas como si fuera una prótesis que reemplaza una parte del cuerpo que falta”, explica el arquitecto.

Los agujeros de balas en las paredes, el bunker de los francotiradores y los grafitis en los muros del edificio comparten ahora espacio con un auditorio subterráneo, la fachada de cristal y la cafetería. Incluso las vidrieras rotas se mantienen tal cual.

 “La élite política que nos gobierna confunde armisticio general con amnesia general”

La historia de la Casa Amarilla es mucho más que la guerra que llegó a definirla.
«Algunas personas no quieren recordar porque estuvieron demasiado implicadas en la guerra. Ya sean actores o víctimas, en ambos casos, creo que recordar es importante para poder sanar las heridas», asegura Haidar.

Recuperar la memoria histórica es el deber de todos los libaneses: así lo creen todos los que han trabajado en este proyecto que se presenta como un verdadero desafío para un país como Líbano, donde tres décadas después la guerra civil continúan latentes las tensiones sectarias. Y no todos están dispuestos a este ejercicio, cree Youssef Haidar. “La élite política que nos gobierna confunde armisticio general con amnesia general”, critica el arquitecto.

Pero a los antiguos dueños del edificio, la guerra civil le quitó algo más que el hogar donde nació y se crió: le arrancó los recuerdos de su familia. “Me alegra saber que la casa donde nací no ha sido demolida, pero para nosotros ya no significa nada», sentencia Paul Barakat. «Le arrancaron el alma el día que nos marchamos”.

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