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Uri Avnery
Uri Avnery
· 10 minutos

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Estos últimos días me he reencontrado con dos viejos amigos, Yasser Arafat y Yithzak Rabin.

En realidad, quizá la palabra “amigos” no sea la más apropiada. Arafat me llamó “amigo mío” en un mensaje grabado que me envió por mi septuagésimo cumpleaños. Rabin, por su parte, no llamaba “amigo” a nadie. No era de ese tipo de personas.

Me alegro de haberlos conocido de cerca a ambos. Mi vida no habría sido lo mismo sin ellos.

No creo haber conocido jamás a dos personas más distintas.

Arafat era una persona cálida. Emocional. Sus abrazos y besos tenían un carácter ritual pero también expresaban sentimientos reales. Le presenté a muchos israelíes y todos decían que después de diez minutos en su compañía se sentían como si lo conociesen de toda la vida.

Rabin y Arafat dedicaron la mayor parte de su vida a luchar por su pueblo y uno contra el otro

Rabin era exactamente lo contrario. Como yo, aborrecía el contacto físico. Era distante. Nunca mostraba sus sentimientos. Solo se abría entre personas de su más absoluta intimidad y en esos casos demostraba tener hondos sentimientos.

No obstante, estas personalidades tan diferentes tenían algo en común. Ambos se pasaron la vida luchando. Rabin abandonó sus estudios durante el mandato británico para ingresar en las filas del ilegal Palmach, las “tropas de choque” de la Haganá. Arafat dejó de lado una carrera de ingeniero en Kuwait para organizar la OLP (Organización para la Liberación de Palestina). Rabin era seis años mayor que Arafat.

Ambos dedicaron la mayor parte de su vida adulta a luchar por su pueblo y uno contra el otro. En la guerra, ninguno se distinguió por su moderación. Rabin dijo una vez a sus soldados que «les partieran las piernas y los brazos» a los palestinos. Por su parte, Arafat ordenó muchas acciones crueles.

Después de largos años de guerra, ambos abrazaron la vía de la paz. Esto resultó ser mucho más peligroso. A Rabin lo asesinó un fanático judío. Arafat fue asesinado – eso creo yo – de forma mucho más sofisticada por agentes de Ariel Sharon.

Tuve el privilegio de que ellos mismos me contaran cómo y por qué decidieron dar aquel giro decisivo por la paz.

Sabía que los palestinos nunca serían capaces de derrotar a los israelíes por sí mismos

La explicación de Arafat era la más sencilla. Más o menos es la siguiente (en mis propias palabras):

Siempre creí que al final los ejércitos árabes derrotarían a Israel en el campo de batalla, y que los palestinos solo tenían que dar el primer paso. Aunque yo era el comandante en jefe de las fuerzas palestinas, sabía que los palestinos nunca serían capaces de derrotar a los israelíes por sí mismos.

Entonces llegó la Guerra de 1973 (llamada Guerra del Yom Kippur en hebreo). Los dos ejércitos árabes más fuertes atacaron Israel. Cogieron a Israel totalmente por sorpresa y el primer día obtuvieron resultados impresionantes. Los egipcios invadieron la línea Bar-Lev y los sirios se aproximaron al Mar de Galilea.

Pero hete aquí que a pesar de los éxitos iniciales, los árabes perdieron la guerra. Cuando por fin se impuso el alto el fuego, las fuerzas armadas israelíes se acercaban a Damasco y nada se interponía entre ellas y El Cairo.

Después de aquella experiencia llegué a la conclusión de que no es posible vencer a Israel en el campo de batalla. Por lo tanto, decidí luchar por la causa palestina con medios pacíficos.

Con las conversaciones secretas entre su emisario Said Hamami y yo, Arafat dio los primeros pasos por el camino de la paz, que finalmente condujo a Oslo.

El camino de Rabin hacia la paz fue más enrevesado. Él mismo me lo contó con pelos y señales en su casa una tarde de shabat después del famoso apretón de manos con Arafat en Washington, ceremonia a la que por cierto no me invitó, a diferencia de Begin, que me invitó a una cena con Sadat en Egipto. Rabin siempre fue Rabin.

Esta es la historia de Rabin, en mis palabras:

Pensábamos que el rey Hussein firmaría la paz si se lo devolvíamos todo excepto Jerusalén Este

Después de la Guerra de los Seis Días, yo estaba a favor de la llamada “opción jordana” como casi todo el mundo. Nadie creía que pudiéramos mantener todo el territorio que habíamos conquistado y nosotros pensábamos que el rey Hussein firmaría la paz si se lo devolvíamos todo excepto Jerusalén Este. Después de todo, Hussein tenía su capital en Ammán, así que ¿para qué quería Jerusalén?

Fue un error. El rey declaró que cortaba sus vínculos con Cisjordania. Nos quedamos sin interlocutor. Alguien se inventó un socio artificial, las “Ligas de los Pueblos”. Poco después se hizo evidente que eran una estupidez.

Entonces tomé la iniciativa de reunirme uno a uno con los líderes locales de Cisjordania. Aunque deseaban la paz, al final todos terminaban diciendo: Nuestro líder es Yasser Arafat.

Entonces se celebró la Conferencia de Paz de Madrid. Los israelíes aceptaron una delegación palestino-jordana en la que no se incluyera a Faisal Husseini, que residía en Jerusalén Este. Cuando en las conversaciones le llegó el turno a la cuestión palestina, los jordanos dijeron: “Lo sentimos, pero este asunto no nos concierne”, y abandonaron la mesa. Dejaron a los israelíes solos frente a los palestinos.

Husseini se encontraba en una sala adyacente y cuando se tocaba un tema espinoso, los palestinos decían: “Esto tenemos que consultarlo con Faisal”. Aquello se convertía pronto en algo ridículo, así que se invitó a Husseini a unirse a la reunión.

Al final de cada jornada de conversaciones los palestinos decían: “Ahora tenemos que llamar por teléfono a Túnez para recibir instrucciones de Arafat”. A mí todo aquello me parecía ridículo. Cuando volví al poder, decidí que dadas las circunstancias lo mejor era hablar directamente con Arafat. Eso fue el trasfondo de Oslo.

Me gustaría poder decir que las conversaciones que mantuve con Rabin, todas ellas centradas exclusivamente en la paz con los palestinos, ejercieron alguna influencia sobre él. Sin embargo, no estoy muy seguro de que fuera así. Influir en Rabin era algo casi imposible. Analizaba los hechos por sí mismo y extraía sus propias conclusiones.

Sharon admitió que nuestra presencia le había disuadido de matar a Arafat allí mismo

Rabin y Arafat, el soldado y el ingeniero, eran pensadores lógicos. Analizaban los hechos y extraían conclusiones.

Mis conversaciones con Arafat comenzaron cuando entré en la ciudad sitiada de Beirut. El mundo entero se hizo eco de nuestro encuentro. Tuvo lugar después de mis reuniones secretas con Said Hamami y Issam Sartawi, emisarios de Arafat posteriormente asesinados por agentes de Abu Nidal, el líder de un grupo palestino radical. Informé a Rabin de estas conversaciones a instancias del mismo Arafat.

Tras la evacuación de la OLP de Beirut, visité a Arafat en Túnez y otros lugares en muchas ocasiones. Cuando después de Oslo regresó a Palestina, nos vimos una vez en Gaza y después en la Mukata’a, un antiguo edificio de la policía británica en Ramalá. En dos ocasiones en que su vida corría peligro, unos amigos míos y yo nos mudamos allí en calidad de escudos humanos. Más tarde, Sharon admitiría que nuestra presencia le había disuadido de matar a Arafat allí mismo.

Como buen antiguo alumno de la academia de oficiales británica, Rabin era amigo del whisky

Mis conversaciones con Rabin se celebraban en su oficina de Balfour Street a instancias mías en la mayoría de las ocasiones. También nos encontrábamos de vez en cuando en alguna fiesta, normalmente en las inmediaciones de la barra. Como buen antiguo alumno de la academia de oficiales británica, Rabin era amigo del whisky, solo del whisky. Varias veces nos vimos en casa de mi amiga la escultora Ilana Goor, que organizaba fiestas de cuando en cuando con el objeto de que Rabin y yo, y alguna vez Ariel Sharon, coincidiéramos. Después de medianoche, cuando el resto de los invitados ya se había ido, Rabin, completamente sobrio a pesar de las muchas copas de whisky, me daba conferencias con todo detalle.

Excepto una vez que se dedicó a reprenderme por publicar en mi revista unas noticias que comprometían a algunos miembros de su gobierno, el tema de todas nuestras conversaciones siempre era la cuestión palestina.

Hace unos días visité la tumba de Arafat en Ramalá. Para mi sorpresa, nadie me detuvo ni a la ida, ni sobre todo a la vuelta. Tampoco es que me reconocieran y me aclamaran por el camino; fue más bien que los puestos de control estaban vacíos.

La última vez que había estado allí fue en el funeral de Arafat. Hoy en día el sepulcro es un pequeño y elegante edificio con dos soldados de guardia de honor. Detrás está la oficina de Arafat, los despachos donde recibía a las delegaciones israelíes que yo le traía e incluso su espartana habitación personal. Le presenté mis respetos.

Mi último encuentro con Rabin tuvo lugar unos días después, durante el masivo evento anual en conmemoración de su asesinato que se celebra en la plaza que hoy lleva su nombre.

La figura de Rabin está indisolublemente ligada a la paz con los palestinos

Ha sido el evento más extraño al que he asistido nunca. Este año no lo ha convocado el Partido Laborista, cuyo nuevo líder quiere mantenerse a tanta distancia de la paz como le sea posible. Dos grupos hasta ahora desconocidos para mí han tomado el relevo. Uno está formado por antiguos oficiales del ejército y el otro es de origen incierto.

La organización del evento era un poco estrafalaria. La comisión había decidido que los eslóganes no aludieran a la paz sino solo a la carrera política y militar de Rabin. En el seno del bando de la paz estalló una violenta discusión: ¿Asistir o no?

Yo recomendé vivamente la asistencia. Desde mi punto de vista, los eslóganes de los organizadores son algo secundario; lo único importante es el número de personas que asistan al evento para presentar sus respetos al hombre y a su legado. La figura de Rabin está indisolublemente ligada a la paz con los palestinos.

Finalmente asistieron cerca de cien mil personas que gritaron consignas por la paz e ignoraron por completo las instrucciones de la organización. Cuando el líder de uno de los asentamientos de Cisjordania (¡invitado por la comisión organizadora!) comenzó a pronunciar un discurso, los silbidos de la multitud fueron ensordecedores. Reconozco avergonzado que silbé junto a todos.

Para mi sorpresa resultaba que sé silbar bastante bien.

 

© Uri Avnery  | Publicado en Gush Shalom | 11 Nov 2017 | Traducción del inglés: Jacinto Pariente.

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