Opinión

Los niños de las piedras

Uri Avnery
Uri Avnery
· 8 minutos

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Por el amor de Dios, ¿es que están locos?

Se juntan en la plaza del mercado, cogen piedras y se las arrojan a nuestros soldados, armados hasta los dientes. Son niños de quince o dieciséis años. Los soldados les disparan, a veces apuntan alto, pero otras tiran a dar. Hay heridos todos los días, hay muertos cada pocos días.

¿Por qué lo hacen? No tienen la más mínima posibilidad de cambiar la política israelí de ocupación. Muy de tarde en tarde a un soldado le cae una pedrada y resulta levemente herido.

Y, sin embargo, no se rinden. ¿Por qué?

Un amigo me ha enviado un artículo escrito por una respetada personalidad palestina. Describe su primera manifestación hace muchos años.

Cuenta que cuando tenía quince años vivía en un pueblo bajo la ocupación y odiaba a los soldados israelíes. Un día fue al centro del pueblo con sus amigos de su misma edad. Una línea de soldados los esperaba.

Cada manifestante cogió una piedra, en los pueblos palestinos siempre hay piedras a mano, y se la lanzó a los soldados. Las piedras ni siquiera llegaron hasta sus objetivos. No causaron daño alguno.

Por primera vez en su vida se sentía orgulloso de ser palestino, de ser un ser humano valiente

Sin embargo, y aquí el narrador adulto entra en éxtasis: ¡Qué maravillosa sensación! ¡Por primera en su vida, aquel niño sentía que respondía a los ataques! ¡Ya no era un palestino despreciado e indefenso! ¡Era el defensor de la dignidad de su pueblo! ¡Quizá los viejos líderes se hubieran rendido, pero él y sus amigos no!

Por primera vez en su vida se sentía orgulloso, orgulloso de ser palestino, orgulloso de ser un ser humano lleno de valentía.

¡Qué maravillosa sensación! Por ella estaba dispuesto a arriesgar su vida una y otra vez, estaba dispuesto a convertirse en shahid, en testigo, en mártir.

Hay miles como él.

Leer esa narración me ha resultado muy emocionante porque me ha recordado a un episodio de mi ya lejana juventud. Tenía yo entonces quince años, exactamente la misma edad.

Estábamos en mayo de 1939. Los gobernantes británicos de Palestina acababan de hacer público un Libro Blanco en el que se ponía freno a nuestro sueño sionista. La guerra mundial acechaba y el Imperio Británico necesitaba el apoyo del mundo árabe.

Los soldados británicos abrieron fuego. Fue la primera vez que me dispararon

Pocos meses antes, me había unido a la Organización Militar Nacional, más conocida por Irgún, la organización clandestina más radical de las que luchaban contra el régimen colonial británico. Lo que me hizo decidirme del todo fue que por primera vez los británicos habían ahorcado a un “terrorista” judío. Estaba decidido a ocupar su puesto.

Por la tarde recibí una orden: mañana a mediodía, manifestación contra el Libro Blanco. Todos preparados en la calle Allenby en las inmediaciones del cine Mugrabi.

Mucho antes de la hora ya estaba allí, esperando con creciente excitación. A las doce en punto sonó un toque de corneta. Corrí al lugar de encuentro junto a cientos de otros miembros del Irgún. Marchamos calle abajo repitiendo consignas y después entramos por la principal avenida de Tel Aviv.

A la mitad de la calle está la Gran Sinagoga, con su escalinata exterior. Alguien subió a pronunciar un apasionado discurso que terminaba con los versículos de la Biblia “Si me olvidare de ti, Oh Jerusalén / pierda mi diestra su destreza” (Salmo 137,5).

Desde allí continuamos hasta nuestro destino: la oficina de distrito de la administración británica. Unos valientes rompieron las puertas y empezaron a lanzar al aire puñados de papeles oficiales. Los demás los quemamos.

De pronto aparecieron los soldados británicos. Abrieron fuego. Por encima de nuestras cabezas o al bulto. Fue la primera vez que me dispararon.

Huimos por un agujero en la valla de las vías del tren. Unos cientos de metros después nos volvimos a reunir. Estábamos en éxtasis, felices sin medida. Les habíamos demostrado a los malditos ingleses que los judíos saben defenderse. Habíamos arriesgado la vida por nuestra patria. Nuestro pueblo se sentía orgulloso de nosotros.

Hace setenta y nueve años de aquello. Lo recuerdo como si fuera ayer. Por eso comprendo perfectamente el éxtasis de los niños palestinos, los “niños de las piedras”, que hoy arriesgan sus vidas lanzando piedras en manifestaciones inútiles.

Nuestros líderes desprecian a los niños de las piedras, igual que las autoridades británicas nos despreciaban a nosotros. ¿Qué pueden conseguir? Nada. Sus patéticas manifestaciones, como lo eran las nuestras, son ridículas.

Un niño de quince años tiene un poder increíble. El orgullo que siente se incrementa con los años

Sin embargo, un niño de quince años tiene un poder increíble. El orgullo que siente al devolver el golpe se incrementa con los años. Es una fuerza que nadie puede someter. Cuantos más mueren, más fuertes se hacen. Cuanto más pesada la mano del opresor, mayor la determinación del oprimido. Es una ley de la naturaleza.

En el Imperio Hebreo de hoy en día, entre el mar Mediterráneo y el río Jordán, hay una ligera mayoría de palestinos, alrededor de 8,2 millones de árabes y 7,8 millones de judíos. Este dato no suele aparecer en las estadísticas oficiales. Dado que el índice de natalidad palestino es muy superior al judío, excepto en el caso de los ultraortodoxos, la mayoría árabe se irá incrementando inexorablemente. El Gran Israel se convertirá cada vez más en un estado de apartheid.

¿Cuál es la respuesta de la derecha israelí ante esto? No la hay. Algunos extremistas sueñan con un éxodo masivo de los árabes como el de 1948. Sin embargo, los pueblos no cometen dos veces el mismo error. Pase lo que pase, los palestinos se aferrarán a su territorio. El nombre que le dan a esa determinación es sumud.

Me viene a la cabeza un poema de uno de nuestros poetas nacionales anteriores a 1948: “Ningún pueblo se retira de las trincheras de su vida”. Los palestinos son como todos los demás pueblos, como nosotros mismos.

Últimamente ha surgido una nueva moda política, sobre todo entre los árabes. Afirman que solo se puede elegir entre dos cosas: dos estados o un estado. Si los líderes israelíes, instigados y apoyados por el presidente Trump, rechazan la solución de los dos estados, entonces la de un solo estado la sustituirá. Los palestinos y los judíos vivirán en un único estado entre el mar y el río. Fin del sueño sionista.

No hay opción a elegir entre dos estados y un solo estado, porque la solución de un solo estado es una quimera

Tal postura es una sandez. Si algún político árabe cree que semejante perspectiva asustará a los judíos y los forzará a aceptar la solución de los dos estados está tristemente equivocado. Es cierto que hay israelíes de derechas que aluden a esta posibilidad, aunque sepan que sería el infierno.

¿Cómo sería el ejército en ese único estado? ¿Quién estaría al mando? ¿Quiénes serían los soldados? ¿Habría una mayoría árabe en la Knesset, que probablemente pasaría a denominarse Majlis, librando una batalla diaria contra las facciones judías? ¿Un estado único con una diferencia abismal entre los estándares de vida los ciudadanos judíos y los de los ciudadanos árabes? ¿Quién controlaría a la policía? Preguntas y más preguntas sin respuesta.

La realidad, lisa y llanamente, es que no hay opción a elegir entre dos estados y un solo estado, porque la solución de un solo estado es una quimera. O una pesadilla.

¿Entonces no hay opción? Claro que sí. Siempre la hay.

La opción es elegir entre la solución de los dos estados o la no-solución: la guerra eterna.

 

© Uri Avnery  | Publicado en Gush Shalom | 16 Dic 2017 | Traducción del inglés: Jacinto Pariente.

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