Crítica

Rocco se queda corto

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 9 minutos
Rocco
Dirección: Thierry Demaizière, Alban Teurlai

Género: Documental
Intérpretes:  Rocco Siffredi, Abella Danger, James Deen, Gabriele Galetta
Produccción: Program 33 / Falabracks
Duración: 105 minutos
Estreno: 2016
País: Francia
Idioma: Italiano e inglés (subtítulos en español)

El cine porno se funda, sobre todo, sobre la capacidad de materializar visualmente las fantasías sexuales de la población. Y muy especialmente, de la población masculina. De hecho, si todavía no existe un porno para mujeres bien definido –más allá de los tímidos, insuficientes intentos de Erika Lust y otras directoras– es porque nadie se pone de acuerdo en cuáles son las fantasías de las féminas, no al menos de un modo concreto y homogéneo.

Con los hombres nunca hubo ese problema, ya que desde el principio estaba muy claro que todos participaban de un mismo sueño lúbrico: que follar fuera fácil. Es decir, que como en un dorado mundo al revés, ellas dejaran de ser frías, reprimidas o reticentes, para mostrarse tan oferentes y solícitas como ellos se imaginaban a sí mismos. Disfrazando ese hecho con todos los fetiches posibles –la enfermera, la estudiante, la chacha, la policía, la vecina…– el porno se impuso en los 80 en las salas de proyección y luego, gloriosamente, en los videoclubes y en los canales de pago.

Siffredi explotó una oscura zona que albergaban muchos varones: la humillación de las compañeras de cama

En los últimos años de la década, un joven actor italiano, Rocco Siffredi, inauguró una nueva escuela dentro del género, explotando una oscura zona que albergaban muchos varones: la humillación de las compañeras de cama. Es cierto que no fue el primero ni el único, y que hacía mucho existía un porno sadomasoquista capaz de llevar esas prácticas a extremos espeluznantes. Pero hasta entonces el perfil de personaje masculino era un tipo infeliz que, por lo general, se daba con un canto en los dientes tropezándose en la vida con cualquiera de aquellas insaciables ninfómanas.

Siffredi, entre otros, desplazó la línea un poco más allá: con una combinación muy bien medida de gentileza y sadismo, empezó a jugar con actos más o menos escandalosos, ora escupiendo a sus partenaires, ora insultándolas, abofeteándolas o pellizcando con saña zonas sensibles de su anatomía, o testando de cualquier manera la profundidad de su gargantas. Y ellas, claro, se lo agradecían pidiéndole más. Había nacido el porno rough.

El éxito de aquel veinteañero de Ortona no se basó únicamente en aquella calculada crudeza de sus escenas, ni siquiera en los 24 centímetros de su herramienta de trabajo. Los había mejor dotados, sí, y con más mala uva. Pero Siffredi tenía carisma, era más guapo que la media, aguantaba, evidentemente, sesiones maratonianas de sexo sin “desfollecimientos”. Y sabía hablarle a la cámara, buscar la complicidad del voyeur.

No resulta fácil saber cuándo Rocco se muestra tal cual es y cuándo se interpreta a sí mismo

Esta cualidad, que nunca le ha abandonado, sale a relucir especialmente en el documental de encargo que le han dedicado los directores Thierry Demaizière y Alban Teurlai. Aunque la idea es mostrar al protagonista del modo más natural posible, en su vida familiar como en sus rodajes, éste ha pasado tanto tiempo ante las cámaras (y tan desnudo, literalmente, ante ellas) que no resulta fácil saber cuándo se muestra tal cual es y cuándo se interpreta a sí mismo.

En todo caso, se nos brinda una ventana a la trastienda del mundo del porno que, de entrada, esconde bajo su capa de lujo y glamour una verdad bastante dura. Los delirios de fama y dinero fácil de las chicas que acuden al señuelo colisionan con esa realidad de grotescos mánagers, posados patéticos y fornicaciones dolorosas.

Sin embargo, para cualquier advenediza, la posibilidad de incluir en su filmografía el nombre de Rocco Siffredi es interpretado como un pasaporte para la gloria. Las miradas en algunas escenas no pueden ocultar el pasmo y la decepción a los que la mayoría está abocada: aunque muchas otras no ocultan su satisfacción por consolidarse en el género y pasan años colonizando los sueños húmedos del personal, lo normal es que una actriz porno no trabaje más de seis meses antes de ser jubilada y cambiar de trabajo.

Pero, ¿y Rocco? Bueno, la historia que se sirve, algo manida a decir verdad, es la de una redención. Se trata de explicar qué lo hizo como es –con alguna que otra aproximación al psicoanálisis, hermano muerto y búsqueda de la aprobación de la madre incluidos–, de confesarse un adicto al sexo –con toda la carga de indulgencia y compasión que esa palabra, adicto, ha impuesto en nuestra sociedad– y de contar cómo va a salir de ese mundo, cerrar la puerta del porno para convertirse en un ciudadano normal, un padre de familia corriente. Para ello, nos permite acompañarlo al proceso de realización de su último rodaje, en una suerte de making of de lujo.

Le asiste, como durante las últimas décadas, su primo, Gabrielle Galetta, actor porno frustrado que hace de cámara un tanto torpe y chico para todo, y que acaba resultando un personaje tan fascinante o más que la propia estrella: en parte, porque el fracaso suele ser más literario que el éxito, pero también porque en todo momento intuimos que las verdades nunca nos serán contadas por Rocco, y sí por su singular pariente.

Por desgracia, el foco se desplaza hacia Siffredi y la imagen que quiere vender de sí mismo

Por desgracia, el foco se desplaza hacia Siffredi y la bien planificada imagen que quiere vender de sí mismo. El hombre enamorado de su esposa, el mejor padre del mundo, incluso el veterano que, tras una escena de fornicaciones desaforadas, se permite un momento de ternura con las aprendices. El tipo que no tuvo opción, a quien su voracidad sexual no le dejó otro camino que filmar dos escenas diarias todos los días laborables, durante tres décadas: 1.500 títulos en su haber, unas 5.000 compañeras de elenco. El tipo “con el demonio entre las piernas”, como confesó en alguna entrevista, y basta con oír a alguien de un país tan católico como Italia invocar al demonio como explicación de algo, para levantar de inmediato una ceja de puro escepticismo.

Tampoco parece importarle mucho si cuela o no: el filme funciona, el personaje se sostiene y las imágenes tienen suficiente fuerza como para no permitir muchas distracciones. Y el final es un final feliz, aunque sea falso. Porque lo que no se dice en Rocco es que el contexto que hizo que Siffredi se encaramara a lo más alto ya no existe. Se hundió. Vino un fenómeno llamado internet y arrasó con todo. Las pantallas se llenaron de voluntarios y voluntarias para ocupar el lugar de las estrellas. Chavales (y no tan chavales) que habían estudiado las películas del italiano y de otros ídolos durante treinta años ahora tenían la oportunidad de jugar a ser como ellos. Y, como suele decir un amigo cubano, el talento es lo mejor repartido que hay en el mundo.

El contexto que hizo que Siffredi se encaramara a lo más alto ya no existe: vino internet

Ni siquiera hacían falta grandes medios técnicos, ni demasiados intermediarios. Pero eso es algo de lo que no hablan ni Rocco ni John Stagliano, otro de los invitados de la cinta: un tipo que tomó la precaución de hacerse de oro con una serie, Buttman (Hombre culo), antes de ser igualmente barrido del mercado por el empuje de la ola amateur.

Eso sí, la industria de internet nunca olvidó las lecciones del maestro Rocco, y de la misma forma que el cine erótico y el porno primitivo fueron una escuela para varias generaciones, hoy nuestros jóvenes se educan en las tinieblas de su habitación viendo en sus teléfonos cómo un tipo blasfema y pone un pie sobre la cara de una chica mientras la sodomiza sin miramientos. Prácticamente no hay actriz con ganas de intentar labrarse una carrera que no venga preparada para un considerable nivel de violencia física y verbal: si el porno, como decía al principio, sigue siendo el espejo de nuestras fantasías más recónditas, hay que concluir que cada vez estamos un poco más enfermos.

Inútil, amén de inconveniente, es hacer lecturas moralistas de este fenómeno que mueve muchos millones, como siempre, solo que ahora están mucho más repartidos. Lo malo del documental es que concluye sin que hayamos aprendido demasiadas cosas de ese mundo. Y cuando lo más interesante es lo que no se cuenta –la vida real de los profesionales, las suciedades de sus industrias paralelas, la casualidad de que el género haya prosperado en los países del Este y, de manera creciente, en América Latina–, solo cabe apostillar que Rocco, ¡quién lo diría!, por una vez se ha quedado muy corto.

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