Crítica

Pero sigue siendo el rey

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 6 minutos
El rey
Dirección: Alberto San Juan, Valentín Álvarez

Género: Largometraje
Intérpretes: Luis Bermejo, Guillermo Toledo, Alberto San Juan
Guión: Alberto San Juan
Produccción: El Teatro del Barrio
Duración: 100 minutos
Estreno: 2018
País: España
Idioma: Castellano

 

Hay quien, como Gregor Samsa, se despierta un día convertido en cucaracha, y quien lo hace convertido en rey de España. Y aunque el relato de Kafka sea considerado una cumbre de la fantasía, bien mirado es estadísticamente más probable lo primero que lo segundo, porque cucarachas hay millones, mientras que los reyes de España se cuenta con los dedos de pocas manos.

Este filme, que se estrenó ayer en el Festival de Cine Europeo de Sevilla, comienza precisamente con el despertar de alguien convertido en rey. Y aunque no siempre lo fue, y aunque podría no haber llegado nunca a serlo, no hay sorpresa en este descubrimiento, porque Juan Carlos I de Borbón, el protagonista, lleva ejerciendo como monarca casi toda su vida. Tratar de explicar el antes y el después de su coronación es el objeto de esta producción, antes obra de teatro largamente representada en el madrileño Teatro del Barrio, que defienden con mucho mérito Willy Toledo, Alberto San Juan y Luis Bermejo.

Algo extraño, anacrónico se antoja, se mire por donde se mire, el fenómeno de la monarquía en pleno siglo XXI. Tal vez incluso para sus partidarios, que valoran su anomalía como ventaja. Pero más raro se hace todo aún tratándose de una corona que recibe el poder de un dictador con 40 años de servicios, que logró legitimarse definitivamente haciendo frente a un sospechoso golpe de Estado fallido, y que gracias a su carácter inviolable se ha mantenido a salvo de cualquier inspección judicial durante otras cuatro décadas.

No cuentan nada nuevo pero invitan a reflexionar sobre como se ha mirado para otro lado

No lo digo yo: lo del dictador es Historia, lo del golpe de Estado ha sido hasta carne de literatura (Javier Cercas, Anatomía de un instante), y lo de la inviolabilidad es algo de lo que las hemerotecas guardan puntual registro. Tampoco cuentan nada nuevo los actores de El Rey, nada que no sea más o menos vox populi. Sobre lo que sí invita a reflexionar esta cinta es el modo en que la sociedad española ha mirado para otro lado ante los privilegios, a todas luces excesivos en una democracia, de Juan Carlos y su familia.

Ya fuera porque se consideraba un mal menor, ya por creer que era la única garantía para evitar un retroceso en las libertades; ya por otorgarle vitola de arquitecto de la Transición, ya por un sincero aprecio consolidado tras años y años de campechanía, veranos en Marivent y discursos de Año Nuevo, lo cierto es que la masa común de los españoles, hijos de vencedores como de vencidos, han aceptado mansamente la presencia del Jefe de Estado hasta hace bien poco.

Desde el punto de vista estético, hablamos de una película visualmente dura, que lejos de disimular su germen teatral lo exalta en todos los detalles, desde la austeridad de elementos escénicos o el movimiento de los actores hasta la iluminación, sin olvidar su aire de tragedia shakespeariana. El éxito de la empresa se confía a la potencia del texto y al talento interpretativo del elenco, que se desdoble para encarnar a figuras tan variopintas como Franco, don Juan, Juan Luis Cebrián, Chicho Sánchez Ferlosio, Puig Antich, Carrero Blanco o Antonio Tejero.

Con esos mimbres, la mirada que se proyecta sobre este periódico histórico es tirando a sórdida: la traición al padre que nunca llegó a reinar, el accidente con arma de fuego que acabó con la vida de su hermano, turbias conjuras con los poderes a la sombra, lucrativos chiringuitos en connivencia con sangrientas dictaduras del Golfo Pérsico… Viendo estas imágenes, oyendo estas evidencias, uno se pregunta de qué magnitud ha tenido que ser el peso de las campañas favorables a la Casa Real para que todas estas cargas negativas se compensaran y dieran como resultado una imagen pública casi intachable.

Pudo más la sensibilidad animalista y la pacatería moral que faltas de mayor bulto

Nos cuesta imaginar que una película como El rey pudiera ser estrenada en circuitos comerciales hace apenas 15 años. Ha tenido que darse una coyuntura diferente, un creciente descontento de la ciudadanía hacia la figura de Juan Carlos y su progenie, un aumento de las voces que piden como mínimo revisar las condiciones del contrato que se firmó tras la muerte del tirano, para que se plantee un mensaje crítico tan frontal como este… y no sea un escándalo.

Porque lo curioso de todo, lo que no se dice (quizá por falta de espacio) en este filme “de ficción basado en hechos y personas reales”, es que la crisis en la que ha entrado la corona española y en especial la figura del patriarca Juan Carlos no vino provocada por la indignación ante presuntas operaciones económicas irregulares (aunque la condena de su yerno, Iñaki Urdangarín, acabara colaborando en la erosión), ni las revelaciones de los servicios secretos.

Como supo ver muy bien Miguel Roig en La mujer de Edipo, lo que precipitó la abdicación de Juan Carlos fue una fractura de cadera durante una excursión de caza de elefantes a Botsuana y el distanciamiento de su esposa, la reina Sofía, con la que siempre mantuvo una apariencia de unidad ejemplar, aunque siempre se rumoreó acerca de sus dotes donjuanescas. En cierto modo, pudo más la sensibilidad animalista y la pacatería moral que otros errores y faltas de mayor bulto.

Teatro de Barrio no lo cuenta así, pero cuando Juan Carlos se despertó aquella mañana cualquiera, no fue víctima de ese sobresalto con que se abre la película. Por el contrario, antes de abrir los ojos palpó el satén de sus sábanas, suspiró y dijo seguramente: sigo siendo el rey.

Emérito.

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