Opinión

¿Qué demonios somos?

Uri Avnery
Uri Avnery
· 9 minutos

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Hace años mantuve una discusión amistosa con Ariel Sharon.

“Soy primero israelí y solo después judío”, dije yo.

“Pues yo soy primero judío y solo después israelí”, respondió él acaloradamente.
Quizás parezca un debate abstracto, pero en realidad es la cuestión de fondo de todos nuestros problemas básicos. Es el núcleo de la crisis que actualmente desgarra Israel.

La causa inmediata de la crisis es la ley promulgada a toda prisa por la mayoría derechista de la Knesset la semana pasada. Se titula “Ley Básica: Israel, Estado Nación del Pueblo Judío”.

Es una ley fundamental. Israel se fundó durante la guerra de 1948, pero no se dotó de una Constitución. Hubo un problema con la comunidad religiosa ortodoxa, que impidió la adopción de una fórmula consensuada. En lugar de ello, David Ben Gurión leyó una declaración de independencia en la que se proclamaba la fundación de un “Estado Judío, que será conocido con el nombre de Israel”.

La Declaración de Independencia nunca se convirtió en ley. El Tribunal supremo adoptó sus principios sin base legal. El texto de la semana pasada, sin embargo, es jurídicamente vinculante.

¿Qué tiene de nuevo esta nueva ley, que en principio parece un calco de la Declaración de Independencia? Contiene dos omisiones importantes: la Declaración mencionaba un Estado “judío y democrático” y prometía la plena igualdad entre todos sus ciudadanos, sin importar su credo, raza o género.

Todo eso ha desaparecido. Nada de democracia. Nada de igualdad. Un Estado de los judíos para los judíos por los judíos.

Los primeros en protestar han sido los drusos.

Los drusos son una minoría pequeña y unida. Sus hijos sirven en el ejército y la policía israelí. Se consideran nuestros “hermanos de sangre”. De buenas a primeras se les han arrebatado sus derechos legales y su sentido de pertenencia.

La nueva ley ignora por completo a los 1,8 millones de árabes que son ciudadanos israelíes

¿Son árabes? ¿Son musulmanes? Eso depende de quién tenga la palabra y de dónde y para qué haga uso de ella. Los drusos amenazan con manifestarse, con abandonar el ejército y rebelarse. Benjamín Netanyahu pretende sobornarlos, pero ellos tienen un gran sentido del orgullo.

A pesar de todo, los drusos no son el principal problema. La nueva ley ignora por completo a los 1,8 millones de árabes que son ciudadanos israelíes, cristianos y beduinos incluidos. (Y nadie se ha parado a pensar siquiera en los cientos de miles de cristianos europeos que han emigrado a Israel con sus cónyuges judíos y otros familiares, sobre todo desde Rusia).

La lengua árabe, con todo su esplendor, hasta ahora una de las dos lenguas oficiales, ha sido degradada a un mero “estatus especial”. A saber qué significa esa expresión.

Todo esto, por cierto, se aplica a Israel propiamente dicho, no a los aproximadamente cinco millones de árabes de la Cisjordania ocupada y la Franja de Gaza, que carecen de cualquier tipo de derechos.

Netanyahu defiende la ley con uñas y dientes de las cada vez más numerosas voces críticas de dentro de Israel. Ha manifestado públicamente que los críticos judíos de la ley son izquierdistas y traidores (son términos sinónimos), “que han olvidado lo que significa ser judío”.

Y ese es realmente el quid de la cuestión.

Hace años mis amigos y yo pedimos al Tribunal Supremo que cambiara el título de “nacionalidad” de nuestros carnés de identidad de “judío” a “israelí”. El Tribunal rechazó la petición afirmando que la nación israelí no existe. El registro oficial reconoce al menos cien naciones, pero no la israelí.

Esta curiosa situación comenzó con el nacimiento del sionismo a finales del siglo XIX . Era un movimiento judío diseñado para solucionar la Cuestión Judía. Los colonos de Palestina eran judíos. La totalidad del proyecto estaba íntimamente conectado con la tradición judía.

Pero cuando la segunda generación de colonos alcanzó la madurez, dejó de satisfacerles ser simplemente judíos, como los judíos de Brooklyn o de Cracovia. Se consideraban diferentes, especiales.

En mi generación decíamos diáspora judía y agricultura hebrea; religión judía e idioma hebreo

Los más radicales fueron un grupo de jóvenes poetas y artistas que en 1941 formaron una organización llamada Los Cananeos, que proclamaban que somos una nueva nación, una nación hebrea. En su entusiasmo llegaron a declarar que no tenemos nada que ver con los judíos extranjeros y que la nación árabe no existe, ya que los árabes no son más que hebreos convertidos al islam.

Pero entonces llegaron las noticias del Holocausto, los Cananeos quedaron relegados al olvido y todos nos convertimos en superjudíos llenos de remordimiento.

No del todo, en realidad. Sin una decisión consciente, la lengua popular de mi generación establecía distinciones muy claras: diáspora judía y agricultura hebrea; historia judía y batallones hebreos; religión judía e idioma hebreo.

Cuando aún estaban aquí los británicos, participé en docenas de manifestaciones en las que coreaba eslóganes como “¡Inmigración libre! ¡Estado hebreo!”. No recuerdo una sola en la que el eslogan fuera “¡Estado judío!”.

¿Por qué habla la Declaración de Independencia de un Estado judío? Muy sencillo: aludía a la resolución de Naciones Unidas que decretaba la partición de Palestina en un Estado judío y otro árabe. Los fundadores estaban simplemente proclamando el establecimiento de dicho Estado judío.

Vladimir Jabotinsky, el legendario precursor del Likud,  escribió un himno titulado Un hebreo es hijo de príncipes.

En realidad se trata de un proceso natural. Una nación es una unidad territorial condicionada por su paisaje, su clima, su historia y sus vecinos.

Algún tiempo después de haberse asentado en América, los británicos comenzaron a sentirse diferentes de aquellos otros británicos que se habían quedado en Gran Bretaña. Se convirtieron en americanos. Los convictos enviados a Australia se convirtieron en australianos. Acudieron al rescate del Reino Unido en dos guerras mundiales, pero no son británicos. Son una joven y orgullosa nación, igual que los canadienses, los neozelandeses o los argentinos. A nosotros nos sucede lo mismo.

O así habría sido, de no ser por la ideología oficial. ¿Qué ha pasado?

En primer lugar, la enorme inmigración que llegaba desde los países árabes y desde Europa Oriental durante los años 50. Por cada hebreo había dos, tres, cuatro inmigrantes recién llegados que se consideraban judíos.

Los judíos ultraortodoxos, una pequeña minoría en Israel, ejercen una inmensa influencia

Después, la necesidad de dinero y apoyo político de los judíos del mundo, especialmente de los estadounidenses, que se ven a sí mismos como auténticos estadounidenses (¡atreveos a decir lo contrario, malditos antisemitas!) y al mismo tiempo se sienten orgullosos de tener un Estado judío en alguna parte.

Y, por último, la rigurosa política de judaización del gobierno. El gobierno actual ha alcanzado nuevas cotas con sus medidas activas, en ocasiones frenéticas, de judaización de la educación, la cultura e incluso los deportes. Los judíos ultraortodoxos, una pequeña minoría en Israel, ejercen una inmensa influencia. Sus votos en la Knesset son esenciales para el gobierno de Netanyahu.

Cuando se fundó el Estado de Israel el término hebreo se reemplazó por el término judío. Hoy por hoy el hebreo es solo un idioma.

¿Existe, pues, una nación israelí? Por supuesto que sí. ¿Existe una nación judía? Por supuesto que no.

Los judíos son un grupo étnico-religioso disperso por el mundo cuyos miembros pertenecen a muchas naciones al tiempo que mantienen un fuerte vínculo con Israel. Por nuestra parte, los ciudadanos de este país pertenecemos a la nación israelí, cuyos miembros hebreos forman parte del pueblo judío.

Comprender esto es crucial. Es algo que define nuestra actitud. Literalmente. ¿Tenemos la mirada puesta en lugares como Nueva York, Londres, París y Berlín o la tenemos puesta en nuestros vecinos de Damasco, Beirut y el Cairo? ¿Formamos parte de una región habitada por árabes? ¿Nos hemos dado cuenta ya de que alcanzar la paz con dichos árabes, y especialmente con los palestinos, es la misión fundamental de nuestra generación?

No somos inquilinos temporales de este país, listos para partir en cualquier momento y unirnos a nuestros hermanos y hermanas judías a lo largo y ancho del globo. Pertenecemos a este país y vamos a vivir en él durante muchas generaciones futuras; por lo tanto, debemos convertirnos en vecinos pacíficos de esta región, a la que hace ya 75 años denominé “región semítica”.

La nueva ley de la Nación, por su evidente naturaleza cuasifascista, nos demuestra lo urgente del debate. Debemos decidir quiénes somos, qué queremos, a dónde pertenecemos. De lo contrario estaremos condenados a un permanente estado de impermanencia.

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© Uri Avnery  | Publicado en Gush Shalom | 4 Agosto 2018 | Traducción del inglés: Jacinto Pariente

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