Reportaje

De profesión, desminadora

Ethel Bonet
Ethel Bonet
· 8 minutos
Una desminadora en Nabatieh, sur de Líbano. (Marzo 2016) | © Diego Ibarra Sánchez / MeMo


Tiro 
 |  2016

Jamil estaba limpiando el patio de su casa en la aldea de Tebnin, a las afueras de Tiro. Oriundo de la ciudad de Alepo, había huido con su familia en 2012 de la guerra civil siria y se había establecido en el sur de Líbano. De entre la maleza y la leña apareció una serpiente de tres metros que lo mordió. La herida se infectó y Jamil tuvo que acudir al hospital. Al regresar, días más tarde, se dedicó a buscar la serpiente para evitar otro incidente. Le ayudaron sus hijos, Khaled, de 8 años, Hasan, de 7 y Mahmud, de 5. El pequeño encontró otra cosa: un objeto en forma de campana con una anilla blanca. Khaled se lo quitó de las manos. Explotó.

Khaled murió en el acto, los otros dos hermanos y el padre sobrevivieron porque los vecinos los llevaron al hospital. Pero Mahmud ha perdido un riñón y tiene cicatrices en barriga, brazos y piernas. Hassan tiene lesiones internas por las esquirlas y Jamil, el padre, ha quedado afectado de un pie.

Es solo una de las muchas tragedias que lastran la vida de los habitantes del sur de Líbano, ocupada por Israel entre 1978 y 2000 y teóricamente en paz desde la última invasión israelí en verano de 2006. Otra es la de los mellizos Hasan y Nabih, de 13 años, que estaban pasando sus primeras vacaciones en el sur del país en la localidad de Zabqin. Jugaban al lado de unas pozas y al impulsarse para subir a un árbol, Hasan hizo detonar una mina enterrada. Los dos hermanos se recuperaron en el hospital de Tiro. Nabih está casi totalmente restablecido, pero a Hasan, la explosión le afecto la parte nerviosa de la pierna derecha y no ha recuperado la movilidad.

“Los amigos de mis hijos vinieron corriendo a casa a avisarme del accidente. Lo primero que pensé es que habían muerto”, relata la madre, Khadija Hamsa. Dos años antes había perdido un hermano, muerto al explotar un mina en el campo que labraba.

Líbano es uno de los países más afectados por las minas, ya prohibidas internacionalmente, junto con Iraq y Afganistán. Trece años después de la guerra de 2006, que duró 33 días, y dejó un balance de casi 1200 civiles muertos en Líbano y 44 en Israel, amén de 121 soldados, las minas diseminadas y los restos de bombas de racimo siguen sesgando vidas. El artefacto que acabó con la vida del pequeño Khaled era un fragmento de una bomba de racimo del tipo M85.

«Me enteré de que había mujeres desminadoras y quise apuntarme; me gusta el riesgo»

Pero hay quien trabaja para acabar con las tragedias. El Centro de Acción contra las Minas de Líbano (LMAC), dependiente del Ministerio de Defensa libanés, forma a expertos – tanto mujeres como hombres – que se dedican a rastrear campos y colinas para encontrar y desactivar los artefactos mortales.

Una de las más veteranas es Sukaina Ismail, de 29 años, y madre de cuatro hijos. “Me enteré por un anuncio de que había un equipo de mujeres desminadoras y quise apuntarme. Me gusta el riesgo y la aventura. Soy chií y del sur del Líbano. Las mujeres de aquí somos muy valientes”, relata la joven.

Cuando le dio la noticia a sus padres no les hizo nada de gracia. Sukaina tenía por entonces 21 años, estaba recién casada y embarazada de un niño. “Mi madre se echó a llorar del disgusto. No podía entender que yo quisiera trabajar en algo tan peligroso. Pero cuando vieron mi empeño, me apoyaron en mi elección”, explica la desminadora civil.

Después de dar a luz, Sukaina fue seleccionada por el LMAC y recibió un curso de preparación y unas prácticas durante seis meses. Ella fue quien convenció a su esposo para que también se hiciera desminador. “Tengo más miedo de que le pase algo a él que a mí”, confiesa Sukaina.

Esta valiente mujer arriesga su vida cada vez que está trabajando en un terreno contaminado de minas. Lleva un traje de protección, casco y chaleco antifragmentación, pero sabe que si por error pisara una mina, todas estas medidas de seguridad pueden ser insuficientes para salvarla.

“Cuando hay algún herido o una baja entre mis compañeros claro que tengo miedo, claro que me hace replantearme mi trabajo. Pienso que me podría haber tocado a mí. Pero como odio tanto estas armas y no quiero que le pase a nadie más, tengo el coraje de seguir”, manifiesta. “Cada explosivo que quitamos estamos salvando una vida. Cada vez que el equipo de artificieros hace detonar uno de estos artefactos, pienso que podría haberle explotado bajo unos de mis hijos”.

Se calcula que en el sur de Líbano quedaron sin detonar un millón de minas o trozos de bombas de racimo. A día de hoy, solo el 33 % se ha conseguido eliminar. Bajo presión internacional, el gobierno israelí entregó a la ONU mapas de 405.000 minas diseminadas en el sur libanés durante las 22 años de ocupación y abandonadas cuando las tropas se retiraron en mayo de 2000. Sin embargo, se ha negado hasta ahora a entregar los mapas de la localización de los artefactos arrojados en la guerra del verano de 2006.

“El principal problema es que cuando una bomba de racimo explota en el suelo cientos de submuniciones se esparcen y muchas de ellas nunca llegan a estallar” explica Khaled Yamout, excoordinador del programa de desminado de la ONG Norwegian People´s Aid (NPA). “Hay fragmentos de estas bombas sin detonar ocultas en viviendas, campos de cultivo, incluso vehículos. Un niño, un campesino, cualquier persona puede ser víctima por la explosión de una mina o una submunición de bomba de racimo”, denuncia.

A ello se suma el peligro de la contaminación radiactiva que dejan las bombas de racimo que no detonaron, alerta Yamout. “Muchas de las bombas que lanzaron las fuerzas israelíes pertenecían a unas remesas ya caducadas. Israel utilizó el sur del Líbano como un vertedero radiactivo”.

Bombas de racimo

Una bomba de racimo es un contenedor normalmente lanzado de un avión que se abre al caer al suelo y lanza un gran número de pequeñas bombas que explotan en el área. O que no explotan. Este es el peligro. Las piezas no detonadas se quedan en el área y guardan su carga explosiva para cualquiera que la toque o pise, quizás años después, cuando la guerra debería ser un mal recuerdo.

Según el catálogo, la M85, producida en Israel, es una de las bombas de racimo más seguras, porque un mecanismo interno garantiza que todas las piezas detonarán. La tasa de fallos es inferior al 1%, asegura su fabricante, la empresa de armamento IMI Systems, por lo que el posible daño a civiles, una vez terminada la guerra, debería ser escaso.

La realidad es muy distinta. No solo porque incluso un 1% de las 4 millones de piezas de racimo lanzadas en los 33 días de la guerra de 2006 – son cifras de Human Rights Watch – serían aun 40.000 bombas capaces de causar otras tantas muertes, sino porque la tasa de fallo en una guerra real es muy superior a la de los test militares. Así lo demostró un estudio de Norwegian People’s Aid en 2007, realizado en tres localidades de Líbano. El resultado: entre el 9 y el 12% de las pequeñas bombas no habían detonado. Una parte de estas piezas queda en un estado que la hace explotar al primer contacto; la mayoría está sin ‘armar’ o “inofensiva” en la jerga militar, pero también puede detonar por un impacto externo o si se cae al suelo. El peligro es mortal.

La Convención contra las Bombas de Racimo, firmada en Dublín en 2008 y en vigor desde su ratificación por más de cien Estados en 2010, prohíbe estas armas, pero entre sus firmantes se observa la conspicua ausencia de Israel, Estados Unidos, Rusia, China, India, Pakistán, Arabia Saudí, Irán, Turquía y Brasil, entre otros.

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