Crítica

Fuego contenido

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 5 minutos

O que arde
Dirección: Oliver Laxe

Género: Largometraje
Guion: Oliver Laxe, Santiago Fillol
Intérpretes: Amador Arias, Benedicta Sánchez
Produccción: Tarántula, 4×4 Productions
Duración: 90 minutos
Estreno: 2019
País: España
Idioma: Gallego

Resulta difícil,por no decir imposible, ver O que arde sin tener el cuenta el récord que ostenta su director, Oliver Laxe: tres premios de Cannes con sus tres primeros filmes. Palabras mayores. Un triunfo insólito que él, en la última charla que tuvimos, atribuía al hecho de “tener baraka”. Pero la baraka, claro, hay que merecerla.

La mereció, desde luego, con su debut como cineasta, Todos vosotros sois capitanes, y con su siguiente trabajo, Mimosas, ambos resultado de su experiencia marroquí. Sin embargo, son varios los elementos que diferencian notablemente aquellas propuestas de O que arde. Para empezar, Laxe regresa ahora a su tierra, a esa Galicia rural que conoce muy bien. Por otro lado, su elección narrativa se dirige al extremo opuesto de una historia tan movida como la de Mimosas, una suerte de road movie (incluso con pasajes que, por escarpados, ni siquiera tenían road) con cierta complejidad y ese aliento que llamamos poético cuando no logramos aprehender del todo el sentido de lo que se nos cuenta.

O que arde es un filme indudablemente poético, pero en otro sentido. La sensación de exceso que transmitía Mimosas –una película de las que dejan cierta resaca– aquí se vuelve contención. La desmesura, la grandilocuencia, comparece solo de la mano de los críticos que, tanto en Francia como en España, han corrido a aclamarla, pero el registro del filme es completamente opuesto: mínimos personajes, escenario bien acotado, texto medido, habas contadas en lo que se refiere a la trama.

Un cine en la antípoda del show hollywoodiense: confía en el espectador para que añada cuanto no se dice

El protagonista, Amador, hombre de pocas palabras, regresa a su hogar tras haber cumplido condena como responsable de un incendio en el monte. Allí le espera su madre, Benedicta, que al verlo se limita a preguntarle distraídamente si tiene hambre; su perra luna y sus tres vacas. La rutina a la que se acoge Amador está hecha de silencios elocuentes. El mundo que representa, esa vida de montaña en extinción, es todo lo contrario de la vida urbanita y ruidosa de teléfonos, mails y redes sociales a la que la mayoría estamos acostumbrados. Aquello es una comunicación esencial, en la que no parece haber sitio para tonterías.

No menos lacónicos son los contactos con los otros habitantes de la montaña, como la veterinaria o los muchachos que quieren reparar viejas casas para convertirlas en albergues rurales. El argumento principal parece ser precisamente el de ese universo que sucumbirá a las llamas reales o a las figuradas del tiempo, pero entre líneas hay más: la idea de redención, el insuficiente pago por los propios pecados, la vida bajo sospecha, el estigma indeleble del mal, todo lo que pesa sobre Amador a pesar de su evidente reinserción, me parece otro argumento que está ahí, deslizado con suavidad, como todo lo que fluye en este filme.

Es un cine, este de Laxe, que confía en el espectador para que añada cuanto no se dice. Un cine en la antípoda del show hollywoodiense (¿recuerdan Llamaradas?), que esboza sin subrayar jamás, que susurra o habla con la mirada, que elude someterse a la disciplina de los buenos y los malos, incluso del planteamiento, el nudo y el desenlace.

El fuego llegará, claro: Laxe y sus colaboradores más cercanos llegaron incluso a sacarse el título de bomberos para poder rodar esta película. Pero en vano esperarán los espectadores (y en especial los que lleguen a O que arde guiados por esas críticas desaforadas) un enfoque espectacular sobre las llamas. No más espectacular de lo que son las llamas en sí, naturalmente. Ya lo decimos, todo en esta película, incluido el fuego, está contenido.

Hasta los hermosísimos paisajes gallegos, que con la tecnología actual podrían aparecer en pantalla con una exuberancia abrumadora, o en clave de beauties exquisitos, son reflejados con una extrema sobriedad. Si eso es poesía –y no seré yo quien lo niegue– es una poesía que huye del barroco, del artificio: una poesía esencial, humilde incluso.

Cuando acabaron de desfilar los créditos por la pantalla, pulsé el botón del mando a distancia en modo televisor. Apareció casualmente un informativo dando cuenta de los últimos incendios en Galicia. Después de ver O que arde, me pareció que aquella pieza tenía algo de efectismo, de sensacionalismo incluso. Pero en el fondo solo le faltaba la verdad, esa verdad que no es la de las noticias, sino la que asiste en exclusiva al buen cine.

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