Opinión

Es la nación

Haifa Zangana
Haifa Zangana
· 8 minutos

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En la cuarta semana de protestas en Iraq, que abarcan numerosas ciudades en todo el país, y tras la muerte de 200 manifestantes y unos ocho mil heridos, los jóvenes que protestan ya no piden solo mejores servicios públicos. La dureza de la carestía de la vida los ha impulsado a establecer prioridades. Han pasado de las exigencias de mejores servicios a la estructura de la “actividad política” nacida de la ocupación angloamericana de 2003. Exigir agua potable, electricidad y servicios de salud se ha convertido en algo de máxima importancia: no se trata del favor de un partido o del Gobierno sino de derechos humanos fundamentales y de la base de la pirámide de las necesidades humanas sobre la que se eleva el pueblo.

Así vuelve una de las exigencias que destacaban durante las manifestaciones de julio de 2018, pero con una diferencia importante. Vuelve como algo fundamental, de forma colectiva, más fuerte y más profunda que antes, simultáneamente con las exigencias de la libertad de opinión y la igualdad entre ciudadanos. Lo que era un susurro se ha convertido en un grito que dice: “Queremos la nación”.

Los manifestantes, tras dejar claro que se encuentran fuera de los partidos, de todos los partidos, fuera de las escuelas teológicas, de todas, fuera de los mercaderes de corrupción y dependencia de la potencia ocupante, de todos, ya no tienen necesidad de demostrar su pureza religiosa o confesional, ni de defenderse contra las acusaciones de ser infiltrados, terroristas o baathistas. Se han quitado de encima el miedo a las acusaciones prefabricadas, con las que intentan impedirles que salgan a la calle en sus ciudades para recuperar lo que es suyo (porque las calles pertenecen al pueblo ¿no?). Y ahora ha sido esta proclama diferente la que da fe de un nacimiento natural, de un movimiento auténtico, bendecido por lo sagrado de la sangre vertida: “Queremos la nación”.

Es una exigencia que adopta la juventud dentro y fuera de Iraq para recuperar aquello que se le ha arrebatado. Como hemos visto, se extiende a las manifestaciones de Líbano en estos últimos días y a otros países, mientras que las declaraciones de los políticos y de los dirigentes religiosos siguen condenando la violencia y la corrupción como si ellos mismos no estuvieran hundidos en ambas. Y como si lo muertos cayeron del cielo a causa de un cambio brusco de temperaturas y no por la acción de los francotiradores del Gobierno.

Los manifestantes aspiran a vivir en una nación, no en cantones de la oscura Edad Media

“Queremos la nación” es un eslogan orgánico que se asemeja, por su popularidad, a aquel de “El pueblo quiere / que caiga el régimen”. Pero al mismo tiempo abarca algo que va más allá de la simple caída de un régimen, los fundamentos del reparto del poder por confesiones y la distribución de las cuotas de corrupción. A lo que aspiran los manifestantes es a construir, a unirse como alternativa a la política de la división colonialista que se ejerce por delegación. A vivir en una nación, no en cantones de la oscura Edad Media. Trabajan para este objetivo, cuya ausencia era un pilar del sistema durante los años de la ocupación y sus autoridades delegadas, por parte de quienes participaban – y siguen participando – en la erosión del concepto de la nación. En la difusión de una identidad “fluida” y la entrega del poder a quien presente la mejor oferta. Lo que queda de la nación, desde su punto de vista, se irá erradicando de forma gradual mientras se va aceptando la nueva realidad.

Y tanto da si esta realidad está maquillada con las promesas de democracia del ocupante norteamericano o si es una dictadura teocrática. Ambas quieren, de una forma u otra, erradicar el concepto de la nación, la de Iraq, con sus capas superpuestas de profundas riquezas históricas, para adaptarla a la cama de hierro ideológica preparada de antemano, como hacía Procusto, el asaltador de caminos griego, con sus invitados: les estiraba el cuerpo o les cortaba los pies para que se ajustaran al lecho. Pues la política colonialista moderna no ha supuesto un gran cambio a este concepto: subsiste y sobrevive gracias a que la alimenta la potencia ocupante. Al esclavo fielmente entregado se le premia permitiéndole servir en casa del amo en lugar de trabajar el campo. Así describía el cantante americano negro Harry Belafonte a otro hombre negro: Colin Powell, ministro de Exteriores estadounidense durante la invasión de Iraq.

Han sorprendido a todos los partidos, desde los islamistas a los laicos, desde los nacionalistas a los comunistas

En las redes sociales se difunde una proclama de los manifestantes que exige un derecho al que no se alude, al menos no de esta forma directa, en la Declaración universal de los derechos humanos. El rotundo “Queremos la nación” era un paso que tomó por sorpresa a todos los partidos de la ‘actividad política’, desde los islamistas a los laicos, desde los nacionalistas a los comunistas: todos habían negociado sus alianzas, de unas elecciones “democráticas” a las siguientes, bajo los esloganes de la lucha contra la corrupción y el cohecho, de fachada, y el de “Juntos por la corrupción y el cohecho” por dentro. Las manifestaciones ya no están hipotecadas por la trampa del Nosotros contra la corrupción, nosotros somos honrados, nosotros con la soberanía de Iraq, nosotros somos patriotas.

Tal vez la mayor de las trampas de inmovilización en las que hayan podido caer los manifestantes durante los años de la ocupación es la que les colocaba “Su magnífica excelencia líder del islam y los musulmanes señor Muqtada Sadr, que larga vida tenga”. Después de aliarse con el partido comunista en las elecciones y el Parlamento, Sadr se presentaba al público como “ciudadano civil”. Cuando lo obvio y fácil de comprobar es que en las turbulencias de las manifestaciones anteriores, siempre fue Sadr quien acudía al rescate del Gobierno, con ayuda de las jerarquías religiosas, cada vez que los manifestantes estuvieran a punto de conseguir un cambio de verdad. Fue él quien permitió al Gobierno de Nuri Maliki retrasar seis meses la puesta en marcha de las mejores de los servicios públicos que exigían los manifestantes en 2011, cuando el propio Nuri Maliki, primer ministro entonces, solo había pedido retrasarlo un mes.

Más tarde, lo hizo de nuevo: concedió otro plazo a Maliki después de que los manifestantes salieran a la calle para exigir la dimisión del Gobierno. El resultado: los manifestantes quedaban inmovilizados y se ponía un límite a las protestas mediante el empleo de medidas represivas gubernamentales, al tiempo que Muqtada Sadr eligió un retiro en Irán. Repitió esta misma táctica con las manifestaciones en Basora y otras en los años siguientes: siempre abandonaba Iraq en los momentos de crisis, a veces con la excusa de estudiar, otras con la de escribir poesía. Y hoy vuelve, tras un silencio que solo se puede comparar al silencio de la jerarquía chií de Nayaf frente a las muertes de manifestantes, el aumento de detenciones y desapareciones y el veto a las organizaciones internacionales de derechos humanos, todo eso mientras que los manifestantes insisten en continuar con las protestas. Intenta prorrogar la subsistencia del sistema corrupto de ‘actividad política’, un sistema del que él y sus aliados son una parte indivisible, anestesiando la rebelión con los esloganes habituales de “No a América”, “No a la corrupcion”, “Sí a las reformas”.

La Historia nos enseña que jugar con las ilusiones, emplear un discurso político populista, al tiempo que se propaga una política de aceptación de las condiciones presentes y se amenaza a los manifestantes con el caos como alternativa es un truco que puede engañar los pueblos cierto tiempo, pero no es duradero. Y la trampa de las reformas y los planes imaginarios, cuando han pasado 16 años desde la pérdida de la soberania nacional y el empeoramiento de la vida cotidiana, ya no engañan a nadie, por mucho que el sistema político se empeñe en presentarlo bajo envoltorios atractivos.

Mientras, la juventud sigue saliendo a la calle para manifestarse, para exigir que se le devuelva a la nación lo que es suyo. Porque saben que la sangre de quienes han dado la vida por la causa no la lavarán las promesas de los asesinos, que las indemnizaciones materiales no devolverán a las madres a sus hijos y que otorgar a los muertos una “casa del mártir” delante de sus asesinos es una humillación de la dignidad de los rebeldes. Un medio de anestesia que permite a los corruptos y explotadores asegurarse la permanencia en el poder al tiempo que mantiene a los ciudadanos en la inconsciencia, atados a una máquina de respiración artificial. Es la muerte en vida, y eso es lo que pretenden.
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© Haifa Zangana | Primero publicado en Al Quds al Arabi · 21 Sep 2019 | Traducción del árabe: Ilya U. Topper

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