Opinión

La mancha de la pobreza

Hürrem Sönmez
Hürrem Sönmez
· 9 minutos

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Creo que hace ocho o diez años que murieron cinco niños y su madre en el barrio de Küçükçekmece en Estambul en un incendio originado al volcar una estufa eléctrica con la que intentaron calentar su buhardilla y prender fuego el sofá. Hace diez años, diez mujeres se ahogaron en una inundación en el centro de Estambul, dentro de un minibus en el que viajaban amontonadas como muebles. En las obras del centro comercial de Marmara Park fallecieron 11 obreros al incendiarse las tiendas que les servían de dormitorio en la obra. Quizás se acuerden ustedes que en el juicio, el abogado de la defensa preguntaba a un testigo: ¿Por qué no huyeron los obreros al extenderse fuego? Hubo bastantes reacciones públicas. Porque en esa época todavía no era tan habitual echarle la culpa a las víctimas.

Todos los veranos se mueren temporeros amontonados en la parte trasera de un camión, como si fueran cajas de fruta, cuando ese camión tiene un accidente; mueren a muchos kilómetros de distancia de sus hogares, en carreteras que no conocen, yendo a ciudades que no conocen, pero adonde necesitan ir para ganarse el pan.

A esto se añaden ahora los refugiados sirios que han dejado atrás un país con diez años de guerra civil: se mueren en los camiones que transportan a los temporeros, en los talleres de textil, en las obras de construcción, en casas que se incendian. El crimen laboral y la pobreza han aumentado tanto que las noticias relacionadas con este tipo de muertes ya han perdido su valor de novedad, se han vuelto habituales.

Se rompe el eslabón más débil, y la máquina sigue girando con las demás ruedecitas

Desde luego el capitalismo es un sistema que machaca a las personas, esto no es nada nuevo. Siempre se rompe el eslabón más débil, y la máquina sigue girando con las ruedecitas que hayan quedado enteras. Hay quien vive en condiciones míseras en un sótano sin aire, hay quien deambula por centros comerciales rutilantes: existir dentro de este sistema, luchar por mantenerse es algo que deja alienadas a las personas, según se ha dicho; se han escrito obras completas sobre el asunto, no es mi opinión personal.

Los suicidios que hemos visto en los últimos días cuentan la historia de quienes han pensado que esta lucha por la existencia cansa demasiado, de quienes han sido empujados afuera por este sistema inmisericorde que machaca a las personas. A los eslabones débiles que han sido eliminadas de las ruedas de la máquina al sucumbir a un accidente, a la pobreza, a la enfermedad, se suman ahora aquellos eslabones que deciden, por voluntad propia, eliminarse tras hundirse en la desesperación.

El padre que no puede pagar la deuda, el profesor que no consigue empleo, el empleado que ya no aguanta la presión psicológica en la oficina… Hay millones de personas que han perdido la esperanza de encontrar trabajo, que no pueden mantenerse, no pueden traer el pan a casa, que sienten que son inútiles y que no sirven para nada.

La culpa nunca es de los que han sobrevivido, no es del sistema, la culpa es de los que han muerto

Este sistema no solo va alienando a las personas y su trabajo: también aliena a quienes forman el ‘otro’. Espera que quienes tienen éxito se feliciten y se enorgullezcan por mantenerse a flote por su propia fuerza y les hace decir frases como “Los que que se quieren suicidar, que busquen trabajo, que quien trabaja, come”, o “¿Por qué no pidieron ayuda? ¿por qué no huyeron del incendio?”. Les hace decir: “¿Qué tienen que hacer los sirios aquí? No haber venido”. La culpa nunca es de los que han sobrevivido, no es del sistema, la culpa es de los que han muerto.

La madre que gasta su último dinero en comprar leña que resulta mojada, abre el secador de pelo para calentar a los niños y se ahorca en la habitación de al lado… De la desesperación de esta madre nadie se quiere hacer responsable. Tampoco tiene culpa alguna el que le vendió la leña mojada. Ni que hubiera pedido dos leños al vecino.

“Todo suicidio es una grave acusación contra quienes siguen vivos”, dice Ismet Özel. Pero nadie tiene fuerza ni valor para afrontar la acusación de quienes se han suicidado a causa de la pobreza. La vida es dura, todo el mundo se las arregla como puede, cada palo aguanta su vela, es necesario olvidar el concepto del altruismo. Porque de lo contrario habría que meterse en varias cuestiones políticas y éticas, y hemos aprendido muy bien que en este país, pedir justicia, hablar de desigualdad y pobreza, tiene unas cuantas consecuencias.

Filmes y novelas siempre retrataban a personas que vivían en la pobreza, pero dignos y de buen corazón

Quienes tengan una edad similar a la mía se acordarán que en nuestra infancia no se nos hacía leer en el colegio las novelas de Kemalettin Tuğcu por considerarse perjudicial para la psicología infantil. El título de esta columna lo he tomado del libro La parte de los silenciados de Nurdan Gürbilek (2014), una excelente comparación entre Orhan Kemal y Kemalettin Tuğcu. En cierta época, los filmes y novelas de Turquía siempre retrataban a personas que vivían en la pobreza, pero dignos y de buen corazón, gracias a los que los ricos se enderezaban y alcanzaban la virtud. Sufrían muchas desgracias, pero al final alcanzaban la recompensa por tantos dolores; quienes trabajaban honradamente siempre acababan ganando. En todas esas películas y novelas, la virtud suprema era el valor de mostrar perseverancia, de conformarse, de aceptar como parte del destino lo que a uno le pasaba y de no protestar contra ese destino. Como observa acertadamente Gürbilek, “las historias de Tuğcu abanderan la fortuna de los desafortunadas, la fuerza de la pobreza, el bien que nace del mal, mientras que Orhan Kemal se pregunta cómo una persona puede seguir siendo digna y buena a pesar de tanta pobreza”.

Frente a Tuğcu, que alimenta un sentimiento de apiadarse del protagonista, el realismo social de Orhan Kemal trata de la propia injusticia y la ‘mancha de la pobreza’. Quienes se han apropiado del mensaje de Orhan Kemal respecto a cómo es posible vivir una vida digna, construyen su visión del mundo y de la vida sobre esta idea. Y desde luego, esta vida está llenas de cárcel, exilio y muerte.

Pero ¿qué ha ocurrido con el sentimiento de apiadarse? Personalmente, en medio de las cosas que hemos vivido en los últimos tiempos, desde un punto de vista de lo que ocurre hoy día, a veces ya no tengo tan claro que sea bueno el que ya no haya nada de esta ‘piedad’ hacia las personas que viven en condiciones más difíciles, una piedad que hoy se considera pasada de moda y que tenían quienes crecieron con los romances de “Pobres pero honrados” y el “La pobreza no es una vergüenza” de las novelas de Kemalettin Tuğçu y las películas de Yeşilçam [el Hollywood turco de las décadas 1950-1970].

Quienes luchan contra la desigualdad y la injusticia, lo que sienten no es precisamente piedad

La piedad nos protege contra ser malas personas, pero contiene un sentimiento de orgullosa superioridad, y aunque en una época en la que la maldad y la insensibilidad nos rodean como una enfermedad contagiosa, caer en la piedad y actuar acorde se pueda ver como una virtud, en realidad, lo que nos debemos mutuamente no es la piedad pero sí podría ser la compasión a la manera de Orhan Kemal, según lo describe Gürbilek.

Cuando sentimos compasión, nos enfrentamos a la realidad, aceptamos nuestra responsabilidad, empezamos a cuestionar esta desigualdad e injusticia en la que estamos hundidos hasta el fondo. Al sentir piedad nos admiramos a nosotros mismos tal vez lo suficiente como para compartir algo con el otro, para no perder la actitud humana ante quienes se suicidan por el acoso que han sufrido, para no decir “Pues no haber tenido hijos” a los padres y madres sirios, para no burlarnos de un niño autista. Pero quienes luchan juntos contra la desigualdad, quienes protestan contra la injusticia, lo que sienten no es precisamente piedad…

En una sociedad, en la que la crueldad hacia las víctimas, hacia los débiles y la empatía con los opresores y los fuertes se ven cada día un poco más normal, lo que puede solucionar las cosas no es tanto el debate sobre la bondad y la maldad, sobre cómo ser una persona buena y virtuosa, sino más bien la lucha por la justicia. Sentir piedad con los pobres y los débiles no cambiará las cosas, pero tal vez sí las cambiará la sensación de compasión y de humanidad de quienes se unen a las exigencias de justicia para los colectivos pobres, machacados, explotados.

Si nos ha hecho llorar a lágrima viva ver cómo en la otra punta del mundo, en Santiago de Chile, los jóvenes salían a la calle para protestar contra la pobreza y para cantar ‘El pueblo unido jamás será vencido’ en el mismo estadio en el que cuarenta años antes fue ejecutado Víctor Jara, no fue por piedad, desde luego, sino por nuestra fe y esperanza irreductibles, nuestra necesidad de esperanza, por estar juntos, venciendo el tiempo, a quienes protestan contra la desigualdad: lo que sentimos por estas personas que no conocemos de nada fue respeto y compasión.
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