Crítica

La rebelión de los rizos

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 6 minutos

Najat El Hachmi
La hija extranjera

Género: Novela
Editorial: Destino
Páginas: 236
ISBN:  978-84-2334-996-8
Precio: 8,95 €
Año: 2015
Idioma original: catalán
Título original: La filla estrangera
Traducción: Rosa María Prats

 

Se arrodilla en el suelo, coloca la artesa, la harina, el agua, se pone a amasar. Mientras la levadura se le escurre entre los dedos, un calor le sube en el cuerpo, le llega a la entrepierna, ella se estremece y se expande. Tiene dieciseis años o diecisiete y sabe lo que es un orgasmo. Su madre no lo sabe, aunque lo de amasar pan lo ha aprendido de ella. No tiene ni palabra para nombrarlo.

Ella se llama Sara Sqali. Esto no lo dice en el libro, pero lo sabrá usted, lectora, si lee La hija extranjera después de Madre de leche y miel. Lo que parecería un orden natural, generacional, aunque Najat El Hachmi lo escribió en el inverso: primero fue la hija.

Es un libro muy necesario. Pero si en la primera obra de la autora, aquel con el que llegó de golpe a la fama, El último patriarca, se podía pensar que era necesario para la joven escritora, una forma de terapia para liberarse de las estructuras mentales del patriarcado, esta vez es un libro necesario sobre todo para nosotros, para toda la sociedad. Para quienes vemos desde hace un par de décadas como en los barrios van apareciendo familias marroquíes, señoras mayores con pañuelos, chicas jóvenes, un día con la melena rizada al aire y otro día con un pañuelo negro cerrado, chicos en edad de trabajar, fumando indolentes en las esquinas. Los hemos visto aparecer, los hemos mirado, algunos hemos tenido el impulso de darles la bienvenida, otros habrán torcido el gesto. Pero ninguno hemos sabido en realidad quiénes son. De dónde salen. Sí, claro, de Marruecos, del Rif, obvio, pero ¿de dónde salen?

Najat El Hachmi nos lo cuenta. Y debería ser lectura obligatoria en todos los colegios de España y, sobre todo, especialmente y por orden gubernativa, en todas las dependencias de la Administración. Ya está en edición de bolsillo, son poco más de 200 páginas, se lee fácil y engancha. Hay mucho monólogo interior, sí, pero es un monólogo sin tapujos, uno con el propio cuerpo, uno que narra todo aquello que en diálogo nunca podria decirse, porque de eso, las chicas decentes no hablan. Porque Sara Sqali no tiene con quién hablar.

Sara Sqali está leyendo Nietzsche en el baño mientras se toca para provocarse placer y mientras en el salón su madre habla con una prima del pueblo para acabar decidiendo que vamos a casar a la hija con el sobrino, Driss. Es buena persona y así, de paso, consigue los papeles. Ella cambia el libro por Erich Fromm: El miedo a la libertad. Y decide fugarse en el primer tren.

Sara Sqali no se fuga, no se fugará: no puede hacerle eso a su madre. Bajará al pueblo cuando le dan vacaciones en la oficina donde trabaja de limpiadora —¿de qué otra cosa va a trabajar una marroquí?— y dirá sí a todo, dejará que la vistan de novia, que le hagan los ritos. Driss no es mala persona, es amable y limpio y hasta huele bien. ¿El amor era eso? ¿El sexo era eso?

Los rizos siguen ahí y la rebelión te brota en cuanto te quites la funara. Los trenes siguen ahí

Ella sigue trabajando: ahora es mediadora social. Claro, una marroquí que ha sido la alumna más brillante de la clase, que habla catalán a la perfección, ¿quién mejor que ella? Es todo un ejemplo de integración, de éxito, de miren que hay marroquíes que son como nosotras. Un mono de feria.

Salvo que ser un ejemplo de integración no sirve de nada cuando quieres alquilar un piso y ven tu apellido: entonces sigues siendo la mora que mire usted, es que me acaba de llamar mi sobrino que necesita casa.

Si Sara Sqali y toda la generación de chicas marroquíes nacidas en España, o nacidas en el Rif y criadas en España, se hubieran podido enamorar de un chico de su clase, si hubieran podido tener un novio como las demás, probablemente lo del apellido y los rizos se habría ido difuminando hasta importar muy poco a la hora de buscar trabajo y piso. Pero a Sara Sqali y a toda su generación la han casado con Driss, y a ella y a toda su generación le han hecho el chantaje: ahora que eres una mujer casada y decente te tendrás que poner funara. Pañuelo no es la palabra, dice, porque un pañuelo sirve para muchas cosas. La funara solo sirve para una: ser una mujer decente. Hiyab se dice en árabe.

Y ahí se acaba la vida de Sara Sqali. O ahí empieza. Porque tal vez recuerde sus lecturas de Fromm, y tal vez acabe cogiendo un tren, tal vez se acabe fugando, tarde, más tarde de lo que debería haber hecho, un matrimonio más tarde, pero la rebeldía no se ahoga con el tiempo, el cuerpo no puede ahogarse. Los rizos siguen ahí y la rebelión te brota en cuanto te quites la funara. Los trenes siguen ahí.

Gran parte de la generación de Sara Sqali ha perdido el tren. Ustedes no saben lo difícil que es. Pero para entenderlo tienen a Najat El Hachmi. La próxima vez que vean por la calle a una joven marroquí que oculta sus rizos bajo la negra funara, piensen en Sara Sqali.
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