Vida

por Concha de la Rosa

De la bella senectude

Decía Cicerón —brillantemente comentado, en un libro reciente, por Pedro Olalla— que envejecer es, en alto grado, un empeño ético. Tal vez ahora, cuando muchos esperan, entre la ingenuidad y la esperanza, que de la crisis y el prolongado confinamiento surja una sociedad diferente, debamos replantear nuestra mirada hacia los mayores, los más vulnerables, los más castigados por esta demoníaca pandemia. ¿Seremos capaces de valorarlos ahora, seremos capaces de preservarlos? ¿Cómo cambiará nuestra mirada sobre ellos? ¿Podremos permitir que pronto recuperen su lugar en el espacio público? ¿Y será la vejez, por fin, un asunto político?

Una sociedad esnob, adanista, dispuesta a arrumbar a sus abuelos, es una sociedad enferma de hastío, esclava de la novedad. A mirar a los viejos con amor y respeto nos enseña el objetivo de Concha de la Rosa, sevillana, mujer aguda y desenfadada, cuyo trabajo tiene siempre alguna deuda con el cine –ámbito en el que se desenvuelve y brilla profesionalmente– como con la pintura, desde Caravaggio a Hopper; y cómo no, a los grandes de la fotografía contemporánea. No hay una instantánea suya que no encierre una historia, una gran historia.

Lo suyo tiene mucho de faena de voyeur, pero también de reivindicación de la belleza y la dignidad de esa tercera edad, a la sazón depositaria de nuestra memoria colectiva, frente a quienes solo saben identificar vejez con decrepitud o decadencia.

[Alejandro Luque]