Crítica

Una novela padre

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 6 minutos

Itamar Orlev
Bandido

Género: Novela
Editorial: Acantilado
Páginas: 428
ISBN: 978-84-1790-201-8
Precio: 24 €
Año: 2015 (2019 en España)
Idioma original: hebreo
Título original: בנדיט
Traducción: Eulàlia Sariola

Si alguna vez un escritor se ha propuesto explicar en 400 páginas qué exactamente abarcan las tres palabras ‘Matar al padre’ acuñadas por Sigmund Freud, es Itamar Orlev, novelista hebreo.

Tal vez el planteamiento no sea el más original del mundo; por ello, el autor pone alto el listón que se propone superar: el padre será alguien odioso. Un cabrón. Un tipo absolutamente despreciable. Un auténtico hijo de puta. Un canalla al que usted y yo, lector, mataríamos con gusto, y no solo en el sentido figurado. Si no fuera nuestro padre, claro.

Como es nuestro padre, no podremos evitar quererlo. Aparte de odiarlo con todo el alma. Contar la historia de tal manera que no podemos evitar querer a un canalla, ese es el reto que se ha propuesto Orlev. Para superarlo, nos propone una estructura clásica. Nada de doble suelo, trampa ni cartón. El narrador en primera persona, Tadek Zagorski, un escritor de medio pelo residente en Israel, en un trámite de divorcio no especialmente doloroso, razonablemente asumible, pero doloroso al fin y al cabo, con un hijo de corta edad, precisamente esa edad en la que te planteas qué exactamente puedes hacer para que te recuerde como un buen padre… ese narrador, ahora, que no tiene tampoco nada mejor que hacer, decide resolver la cuenta pendiente de su infancia: sentarse frente a su padre y decirle todo lo que no pudo decirle entonces, veinte años antes. Porque entonces era un crío.

Un crío de un barrio de una ciudad de la Polonia de la posguerra. Eso para empezar ya es para tener rencor. Todos conocemos —quiero pensar que de segunda mano o de la literatura— el hogar donde el padre es alcohólico, violento, no trabaja, o solo a ratos, dando tumbos, le quita el dinero a mamá, que se desloma para sacar adelante a los cuatro críos, y se lo gasta en aguardiente, farras y putas, para luego moler a palos a todo el mundo cuando llega a casa de madrugada. Pero tendemos a pensar que se trata de una desgracia particular, el caso del cabrón alcohólico del barrio. En Bandido, esta desgracia permea toda la sociedad. “No pegaba a su mujer” se dice de algún vecino para señalarlo como una excepción, alguien raro. Aquí pegan hasta los críos, y cuando son adolescentes, se pegan a navajazos. Aquí reina el miedo, un miedo que se te pega al cuerpo como una camiseta mojada. Lo destacado de Stefan Zagorski, el padre del narrador, es que pega más que todos los demás. Por eso el barrio lo teme y lo respeta.

Iremos descubriendo a ese padre a golpe de trago de vodka barato y lo que descubrimos no nos va a gustar

Stefan Zagorski, antiguo partisano, superviviente de los campos de tortura nazi. Un héroe de guerra venido a menos, pero héroe al fin y al cabo. Hay que entenderlo. O eso es lo que quisiera creer el hijo cuando coge, va, agarra, vende el coche y compra un billete a Polonia, ida y vuelta, para ver a su padre en la residencia de ancianos, total, le debe de quedar muy poca vida ya y es ahora o nunca. Todos se lo desaconsejan: el hermano, las hermanas, y especialmente la madre. Lo suyo le ha costado liberarse para que ahora… Pero las cuentas pendientes hay que saldarlas y Tadek Zagorski se sentará frente a su padre para decirle: Me has estropeado la infancia.

Ahí no acaba la novela, por supuesto. Ahí es cuando va empezando. Itamar Orlev va subiendo el listón conforme escribe: iremos descubriendo a ese padre, poco a poco, a golpe de trago de vodka barato, que es lo único que lo mantiene con vida, iremos haciéndonos a la persona de Stefan Zagorski, su vida, sus muchas muertes —las de los demás, claro—, y lo que descubriremos no nos va a gustar.

En una época que ha acuñado el término de autoficción, y lo va promocionando como si no saber inventar cosas, o fingir no saber inventarlas, fuese un marchamo de calidad de los literatos, es excusable no resistir a la tentación de mirar en las enciclopedias: no, Itamar Orlev no nació en Polonia, sino en Jerusalén, y en 1975, no era un crío en la posguerra, ni tenía treinta años en los tardíos ochenta en los que se ubica la novela, y aunque desconocemos los gustos de su padre en materia de espirituosas, este no es un decrépito anciano cuyo único entretenimiento consiste en romperle el bastón en la cabeza a sus compañeros de residencia, sino el autor de libros infantiles más admirado y laureado de Israel. Aquí tenemos una novela, no un ajuste de cuentas personal.

Aunque parece. De tan realista que es la narración. De tanta anécdota que no aparenta tener otro cometido que ser fiel a lo que pasó. La ventaja: usted, lector, se verá atrapado por una historia en la que hasta el último detalle es creíble, cercano, la vida misma. Donde cada personaje está perfilado con entrega, con esmero, con cariño. Especialmente la madre, ese gran carácter sin el que no habría novela. Pero también los secundarios, terciarios, hasta el último camarero. Eso se llama saber escribir.

La desventaja: son cuatrocientas páginas, pudiendo haber sido trescientas, e Itamar Orlev ha renunciado a construir un final de filigranas ineludibles, a atar todos los cabos sueltos en un nudo corredizo que ahogue al lector y mate al padre de una vez por todas. Se ha quedado en una muy buena novela, merecedora sin duda de las horas de lectura que exige y los premios que cosechará (hasta el momento, el Sapir 2015 en Israel en la categoría de obra novel), pero sin llegar a ese nivel de la ficción que pocos escritores alcanzan, y menos aún en su primer trabajo, y que consiste en superar la realidad. Tiempo tendrá. Quédense con el nombre de Orlev hijo.
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