Opinión

Santificadas sean las víctimas

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 9 minutos

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George Floyd está en todas partes. Ya saben: el hombre que murió el mes pasado en Mineápolis, Estados Unidos, al arrodillarse un policía sobre su cuello hasta asfixiarlo. George Floyd era negro. Sus últimas palabras (“No puedo respirar”) y su rostro se han convertido en símbolo de las protestas contra el racismo policial en Estados Unidos y en el mundo entero. Ha inspirado pancartas, canciones, dibujos, murales.

Y luego uno se informa un poco y resulta que George Floyd era un criminal. Del tres al cuarto, pero criminal. Tráfico de drogas, hurtos… un total de ocho condenas, con más de cuatro años en la cárcel por un robo a mano armada. Un robo en el que le apuntó con la pistola a la mujer que vivía en la casa asaltada, casualmente también negra. Un detalle que algunos han querido caracterizar como violencia machista, lo cual es un desacierto: no toda violencia que un hombre ejerce contra una mujer es machista; lo es solo cuando el sexo de la víctima es el factor que desencadena la violencia. De manera que no sabemos si, además de ser delincuente, George Floyd era machista. Pudo haberlo sido. Es posible que el hombre cuya cara figura en todas las pancartas del movimiento antirracista representara, personalmente, lo más execrable la sociedad que se reconoce en su imagen.

¿Eso importa?

Si no estás contra la pena de muerte para un asesino de niñas es que no estás contra la pena de muerte

En 1931, el cineasta alemán Fritz Lang rodó M, un filme conocido en España como ‘El vampiro de Düsseldorf’ pese a que transcurre íntegramente en Berlín y sin vampiros. En la escena final, un tribunal compuesto por delincuentes juzga si el protagonista, un asesino en serie de niñas chicas, merece morir. Fritz Lang dejó dicho alguna vez que es muy fácil hacer una película contra la pena de muerte con un protagonista inocente y condenado por error. “Si no estás contra la pena de muerte para un asesino de niñas monstruoso e irredento —cito de memoria— es que no estás contra la pena de muerte”.

Debería ser obvio, pero si lo fuera, hoy día no tendríamos un debate sobre si “los terroristas tienen derechos humanos”. ¿Los tienen? Si usted no sabe la respuesta a esta pregunta, puede dejar de leer aquí y buscar un manual de zoología.

En otras palabras: el derecho a no morir asfixiado bajo la rodilla de un policía no es algo que haya que merecer. No hace falta ser buena persona. A George Floyd lo mataron de forma injusta e injustificable —no iba armado— y da exactamente igual qué tipo de persona era George Floyd para gritar, alto y claro, que esto no se puede hacer. Si no estás contra el racismo para con un negro violento y ladrón, es que no estás contra el racismo.

Esto es algo que deberíamos tener presente. No porque tengamos tentación de abandonar una causa si de repente sus protagonistas se revelan unos canallas. Sino porque tenemos tentación, y mucha, de ocultar lo canalla que pueden llegar a ser los protagonistas de una causa que no queremos abandonar.

Va unido. Si la causa es justa, lucharemos para demostrar que sus representantes son todos unos seres nobles e intachables. Atacaremos a cualquiera que intente demostrar lo contrario. Negaremos la evidencia. Mantendremos falsedades con tal de no asumir que los protagonistas de nuestra causa, aquellos que la encarnan y representan, puedan ser unos vulgares hijos de vecino, capaces de las mismas barbaridades que todos los demás.

Pongamos por caso que usted, lector, defiende la causa saharaui. Defiende que los saharauis, refugiados en gran parte en los campamentos de Tinduf, deben tener la posibilidad de establecer un Estado propio. Participa en caravanas humanitarias, ondea su bandera, colabora en conciertos y festivales de cine solidarios. Y un día se entera de que esos mismos saharauis, un clan de ellos, han secuestrado a una chica mayor de edad y la mantienen encerrada simplemente porque no les gusta que quiera vivir su vida en España. Se entera usted del caso Maloma. No se lo quiere creer. Pero ahí están los datos. No es un caso único. Ocurre a menudo.

Una causa que solo se puede sostener con mentiras acabará derrotada antes o después

Si ahora le dan ganas de abandonar la causa, quizás nunca debería haberla defendido en primer lugar. Porque usted puede creer en los Estados étnicos, es una postura política perfectamente argumentable, al igual que la contraria; usted elige el ideario al que quiere adherirse, y si lo ve convincente, usted va y defiende que el pueblo saharaui necesita un Estado. Nada que objetar. Pero debe estar preparado para asumir que este pueblo puede ser y efectivamente es exactamente igual de machista, corrupto, sectario y autócrata que cualquier otro pueblo entre El Cairo y Casablanca, en virtud de siglos de historia compartida (el machismo y la corrupción no son cualidades genéticas sino sociales, creadas por circunstancias históricas). Si usted cree que los saharauis necesitan un Estado propio porque son mejores personas, más honradas, más demócratas y más feministas que los pueblos a su alrededor, entonces, estimado lector, cree en la superioridad de una etnia concreta: es racista.

Si tiene el valor de afrontar la verdad, puede seguir defendiendo la causa y, a la vez, contribuir a liberar a Maloma. Si prefiere cerrar los ojos, acallar a quienes los abren, acabará obligado a mentir. Y una causa que solo se puede sostener con mentiras acabará derrotada antes o después.

Esto vale para cualquier causa. Vale para quienes se hacen abanderados de los movimientos kurdos (espero que no mediante proclamas de un Kurdistán independiente: no es sano reivindicar un ideario que rechazan la propia guerrilla kurda) y vale para quienes defendemos los derechos de los palestinos. En este caso, el derecho a no ser condenado, desde el momento de nacer, a una existencia carcelaria, a un apartheid entre alambradas, muros de hormigón y mirillas de fusil, el derecho a tener una ciudadanía, ya sea una propia o la israelí, pero ciudadanía.

Por supuesto sabemos que hay padres palestinos que matan a sus propias hijas, en la manifestación más execrable del ultrapatriarcado que valora la ficción de la virginidad por encima de la vida de una mujer. Lo denunciamos. No son casos individuales: responden a un sistema de valores arraigado en la sociedad que costará tiempo y esfuerzo combatir. Pero esto no cambia en absoluto nuestra postura: someter a un pueblo a ocupación, privarlo de sus derechos —privar a cada individuo de sus derechos más esenciales, solo por haber nacido palestino— es una injusticia.

Quienes piensan que haya que ocultar los asesinatos y la violencia machista para no perjudicar la causa palestina nunca han creído en la causa palestina.

Llamar a alguien “antisionista” ya es prácticamente equivalente a llamarlo antisemita y, por ende, nazi

Por supuesto no falta quien se aprovecha de esta mentalidad, dándole la vuelta al calcetín. Usted no es antisemita ¿verdad? Usted no querrá que a los judíos se los discrimine simplemente por ser judíos ¿verdad? Pues entonces no puede usted denunciar los crímenes del Gobierno de Israel (que ha hecho una opa hostil sobre la religión judía y todos sus descendientes y ahora figura como representante único). Para demostrar que todos somos iguales y aquí no se discrimina a nadie, así va el argumento, usted tiene que tratar de forma desigual a quienes históricamente hayan sido discriminados.

Este hábito de santificar a la víctima lleva a una segunda tentación: la de elevar a los altares toda opinión que pueda tener. El dolor, debemos de pensar, clarifica la mente y consolida la ética. Así, ya no solo se veta criticar la ocupación israelí sino que se exige rubricar como democrática y respetable la ideología sionista. Llamar a alguien “antisionista” ya es prácticamente equivalente a llamarlo antisemita y, por ende, nazi. Porque si los judíos, que fueron víctimas de los nazis, han elegido el sionismo como ideario, entonces el sionismo debe de ser bueno para la humanidad.

A pequeña escala, el mismo modelo lo hemos replicado en España, desde el papel político que pretende jugar la Asociación de Víctimas del Terrorismo hasta el rol público que han querido asumir familiares de jóvenes asesinadas en crímenes machistas. Pero a escala planetaria se están aprovechando de este esquema mental los mejores epígonos de Israel: los islamistas.

Si el opresor no tiene la razón, la tienen que tener los oprimidos. Una ecuación fácil que reduce la política a dos elementos. Si Bashar Asad es un sanguinario dictador que bombardea, masacra y tortura a su propio pueblo, entonces cualquiera que haya huido de las masacres encarna los valores de la paz y la democracia. Si Asad persigue con especial crueldad al movimiento de los Hermanos Musulmanes por intentar difundir en el pueblo una ideología religiosa, nuestro deber será ayudar a difundir esta ideología. Repetiremos los discursos de cualquier barbudo que afirma que el islam es la solución y pondremos a mujeres con velo cerrado en pancartas y carteles para que se vea de qué lado estamos.

Si un dictador persigue a los islamistas, entonces los islamistas son la democracia. Si los racistas y neonazis hablan pestes del islam, entonces el islamismo es antirracista. Si Vox, que además de racista es machista, exige expulsar a los musulmanes de España, entonces los islamistas son un ejemplo de feminismo. ¿Creen que exagero? Consulten la ideología de quienes se hacen llamar feministas islámicas. ¿Alguien les compraría el oxímoron sin el argumento de que son la voz de las víctimas del racismo?

Nos queda un consuelo. Al menos, durante las protestas, marchas y manifestaciones bajo la pancarta del rostro de George Floyd no he visto proclamar a nadie que asaltar una casa a mano armada sea algo bueno. Importa su vida, era el eslogan; no importa lo que hizo en vida.
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© Ilya U. Topper Especial para MSur · Junio 2020

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