Opinión

La desgracia del árabe

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 12 minutos

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“De la desgracia de ser árabe” es el título de un libro que publicó en 2004 —un año antes de morir asesinado con coche bomba— el periodista libanés Samir Kassir. Un agudo análisis de los muchos males que aquejan las sociedades entre Bagdad y Casablanca, desde el conflicto israelí a la oleada islamista. Curiosamente, el pensador no dedica ni una línea a un elemento fundamental de estas sociedades: el hecho de hablar árabe.

O mejor dicho, el hecho de no hablar árabe.

Si usted consulta internet, verá que el árabe es la quinta o sexta lengua del mundo, con algo entre 270 millones y 400 millones hablantes, según se mida. Pero si recurre a una lista científica de “idiomas según hablantes nativos”, el árabe simplemente ya no aparece.

Esto, a usted no se lo van a contar en el colegio. Ni siquiera se lo contarán antes de matricularse en Filología Árabe. Es más: puede que hasta se lo nieguen profesores, filólogos y cualquier colega marroquí, egipcio o libanés al que pregunte. Es algo así como el secreto mejor guardado de trescientos millones de personas. Guardado en el armario por la vergüenza que da admitir que en realidad, uno no sabe hablar su propio idioma.

Lo que nunca hará es decir en el recreo del colegio: Dona mihi osculum, speciose mee

Que sea su propio idioma lo dice la Constitución. En todos los países de Marruecos a Iraq que llamamos “mundo árabe”. “El idioma del Estado es el árabe”. Listo, árabe es lo que se enseña en el colegio. Y a nadie le gusta confesar que el primer día que llegó al colegio no entendía ni papa, aunque le sonara vagamente. Como si a usted, lectora, nada más soltar la cartilla en el pupitre con seis años, le dijeran: Latinus est lingua tua, scribere et legere sapere necesse est.

Claro que al final usted se irá acostumbrando. No es tan difícil. Al cabo de unos años, usted redactará fluidamente ensayos en latín —lo hizo media Europa hasta bien entrado el siglo XX— y hasta podrá dar discursos ante un micrófono. Lo que nunca hará es decir en el recreo del colegio, en una esquina del patio, a un compañero: Dona mihi osculum, speciose mee.

Sí: la relación entre la lengua que llamamos árabe en los diccionarios y lo que se habla en la calle en Casablanca, Túnez, El Cairo, Damasco, Bagdad o Mascate es aproximadamente comparable a la que que hay entre el latín de rosa rosae y el castellano, portugués, catalán, italiano, sardo y rumano. Es comparable sobre todo cuando retrocedemos cinco siglos y medio e imaginamos aquella época en la que era habitual leer y escribir latín, si uno sabía leer y escribir. Cuando un libro que escribiera un tal Regiomontanus en Viena se leía sin necesidad de traducciones en Londres, Lisboa, Sevilla y Venecia. No solo eso: cualquiera que lo leyera podía discutir el contenido sin recurrir a intérpretes. Una edad dorada, vamos.

Otra cosa es que hubo muchísima gente que no sabía leerlo. Porque para poder leer un libro, primero tenían que aprender un idioma ajeno.

La nación propuesta era “la árabe”, entendida como comunidad étnica de Casablanca a Bagdad

Hasta 1492 en España: aquel año, Antonio de Nebrija publicó su Gramática castellana, bajo la premisa de que “tenemos de escrivir como pronunciamos i pronunciar como escrivimos”. Se cristaliza el castellano moderno y hasta hoy podemos leer la Lozana andaluza en original. El mismo proceso tuvo lugar en el resto de Europa, no de forma simultánea, pero a grandes rasgos paralelo. A partir del siglo XVI, numerosas grandes lenguas habladas en Europa —con notables excepciones, como el griego— se habían establecido como idiomas escritos.

Por circunstancias históricas, las sociedades que hablaban idiomas árabes perdieron este tren. Pero tampoco se subieron al siguiente, que pasó durante el siglo XIX y hasta inicios del XX, cuando en toda Europa, con el derrumbe de los grandes imperios y el advenimiento de la ideología de Estados “étnicos”, intelectuales y escritores se lanzaron a estandarizar idiomas que marcasen la pertenencia a una nación: griego, albanés, serbocroata, búlgaro, turco.

La idea también se propagó en las sociedades de hablas árabes, sobre todo a partir de 1940. En este caso, sin embargo, la nación propuesta era “la árabe”, entendida como una única comunidad étnica desde Casablanca a Bagdad, unida por un idioma común. Que un proyecto de tal envergadura borrara de un plumazo —eso en los escritos: mediante cárcel, persecuciones, torturas, asesinatos en décadas posteriores— la existencia de unos treinta millones de bereberes y kurdos (y asirios, nubios, beya, tubu) que habitaban el mismo territorio era un daño más bien colateral. Consecuencia del concepto “Un pueblo, un idioma”. Y ese idioma, se decidió, era el árabe.

El nacionalismo inherente al concepto de nación árabe vertebró la lucha anticolonialista y como tal recibió un apoyo entusiasta de la izquierda europea opuesta al colonialismo. Quien osara aclarar que ese árabe que reivindicaban los líderes anticolonialistas —a veces sin dominarlo, como en el caso de Ahmed Ben Bella— no era la lengua del pueblo, se convertía en un lacayo imperialista dedicado al ‘divide y reinarás’ con el que el colonialismo buscaba dominar sus territorios.

Los oficiales vieron que al grito de ¡Impetus! ¡Ad inimicum!, los reclutas salían corriendo

Esta mentalidad se mantiene hasta hoy entre muchos arabistas españoles. Cuando pedí en un foro de filólogos opiniones sobre los “bloques dialectales” en los que se pueden dividir las mil y una variantes del árabe hablado, algo así como idiomas a grandes rasgos —porque es obvio que un marroquí y un argelino se entienden, y es obvio que un marroquí y un iraquí no se entienden—, la respuesta era categórica: dividir “el árabe” era tabú. Si te interesan las variantes, se me decía, se pueden clasificar 80 dialectos solo en Siria. Pero árabe solo hay uno.

La teoría estaba muy bien; la realidad era que pese a toda proclama antiimperialista, el pueblo seguía sin entender esa lengua que le decían que era la suya.

Hubo un hombre decidido a adaptar la realidad a la teoría: Saddam Husein ordenó en algún momento que en toda la administración del país se hablara obligatoriamente el mismo árabe que se utilizaba para los formularios. El árabe en el que está escrito el Corán, todas sus exégesis, las grandes obras de Ibn Arabi, Maimonides, Ibn Hazm, Avicena, Abu Nuwas, Mahmud Darwish, Fadwa Tuqan y Mohamed Chukri, todos los diarios y toda pizarra de colegio. El que conocemos como fus·ha (“la más pura”). Ese bellísimo idioma con milenio y medio de historia escrita y un volumen de literatura que muchos ya quisieran. Ese árabe.

En otras palabras, usted iba a Correos y le decía a la funcionaria en la ventanilla: Dona mihi decem de eso, sellos, claro, qué va a ser. Durante unos años, todo el mundo intentaba poner cara seria mientras hacía el ridículo, pero la cosa se acabó, así me lo contaron en Bagdad, y no sé si es verdad o mentira, cuando llegó la guerra contra Irán en 1980, y los oficiales se encontraban con que al grito de ¡Impetus! ¡Ad inimicum!, los reclutas salían corriendo porque ante la duda habían interpretado sálvese quien pueda. No era posible hablar a la vez fus·ha y ganar la guerra, concluyó Saddam, y realidad y teoría volvieron a separarse limpiamente.

Y ahí seguimos hasta hoy. Con una lengua bellísima, su impresionante tesoro poético, filosófico y científico de otros siglos, leída y entendida por cientos de millones de personas en un territorio que abarca un diez por ciento de las tierras del planeta… y que publica al año un número de libros que en las listas aparece en alguna parte entre Serbia y República Checa. Esto no es normal.

Y no es que nadie sepa leer. Pasee por una avenida de Rabat o Casablanca: verá que gran parte del escaparate está en francés. Sí: los novelistas son marroquíes, pero eligen escribir en un idioma que no es suyo. ¿Por qué? Porque el otro, el árabe, tampoco es suyo.

No existe un diálogo creíble en árabe, porque no se habla en ninguna calle del mundo

No hablo de los marroquies de lengua materna tamazigh, sino de esa mitad de la población cuyo idioma desde la cuna es el dáriya, es decir el árabe magrebí. Un idioma con una gramática, una fonética y un vocabulario distintos del fus·ha, y también distintos del egipcio, iraquí o levantino, pero muy similar a lo que se habla en Argelia, Túnez y hasta Trípoli. Un idioma con aproximadamente sesenta millones de hablantes nativos en cuatro países. Pero no reconocido. No estandarizado. Inexistente. Dialecto.

Si usted es magrebí y quiere escribir, no puede hacerlo en su idioma materno. Debe elegir bien el árabe, bien el francés. Imagínese que usted es escritora marroquí y plantea una escena de dos adolescentes que se quieren dar un beso. Según las circunstancias necesitará registros formales, vulgares, cultos, callejeros. En Marruecos no se habla francés en la calle, pero en Francia sí: podrá usar esos registros. En árabe no. En árabe será dona mihi osculum, punto. No existe un diálogo creíble en árabe, porque no se habla en ninguna calle del mundo.

En los últimos años, en Marruecos se han elevado voces para plantear, con un siglo de retraso, estandarizar el magrebí y elevarlo a rango de idioma nacional. Quiero decir de idioma escrito, porque nacional ya es: sirve de vehículo de comunicación diaria a 25 millones de personas —no todos nativos— desde el borde del Sáhara hasta las playas de Tánger.

Marruecos perdería el contacto con el resto del mundo árabe… como si ahora tuviera mucho

Sorprende, por ello, que la sociológica y periodista marroquí Sanaa El Aji, una de las voces más valientes y racionales de Marruecos, se pronuncie hoy en contra de la estandarización del dáriya como lengua nacional, pese a haberla defendida activamente en el pasado. Es interesante ver sus argumentos: por una parte, expone, el dáriya varía según la región “y existen palabras que tienen un significado distinto en un sitio y en otro” y que según la zona pueden ser indecorosas. Cierto, como en todos los idiomas: eso nunca ha impedido que un diccionario recoja todos los significados y que con el tiempo, todos pasen a formar parte del idioma común. Será el contexto que decida como tirar una caña o cómo comerse un chocho (barra, orilla del mar, sofá). El Quijote no existiría, si al de Nebrija le hubiesen dicho que era imposible hacer una Gramática castellana, porque un cántabro no habla igual que un andaluz.

El segundo argumento: para que un alumno pueda escolarizarse en dáriya y adquirir conocimientos, dice El Aji, debería haber “libros y publicaciones y canales de difusión del dariya, en cantidades elevadas y a través de medios variados”. Sí. Debería. Deberá haberlos. El Quijote no existiría, si al de Nebrija le hubiesen dicho que adónde iba con una lengua en la que poco más hay que unas coplas de Jorge Manrique.

El tercer argumento, presente en todos los debates, es que en el momento de estandarizarse el magrebí, Marruecos perdería el contacto lingüístico con el resto del mundo árabe. Como si ahora tuviera mucho, salvo los programas de telepredicadores saudíes (intente buscar un libro egipcio o sirio en una librería marroquí). Implícito está el temor que la iniciativa podría hacer escuela, Argelia y Túnez podrían adherirse, Siria, Palestina y Líbano estandarizar su propio árabe, Egipto otro, Iraq y el Golfo el suyo… y así hasta ocho idiomas. Rompiendo la ficción de una unidad que lleva más de medio siglo siendo exactamente eso: una ficción.

Lo de los ocho idiomas es una teoría de trabajo mía, basada en observación y estudio, pero no necesariamente acertada: no me ha sido posible pisar todos los países que se llaman árabes, y ya saben ustedes, de los arabistas no esperen ayuda. Nación Árabe no paga a traidores.

Es cierto que en esta visión del futuro, una lectora marroquí ya no podría leer a un escritor egipcio. Es un precio que habría que pagar. A cambio de que una lectora marroquí podría leer, por fin, a un escritor marroquí… y disfrutar la lectura.

Quizás esta capacidad nueva, inaudita, de disfrutar de la lectura acabaría con la desgracia de ser árabe. Es curioso que Samir Kassir nunca se lo planteara. Tal vez no sintió la necesidad: escribió su libro en francés.

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© Ilya U. Topper | Especial para MSur

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