Opinión

La vergüenza de la familia

Imane Rachidi
Imane Rachidi
· 11 minutos

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Desde que salió de prisión, cada vez que entra a casa me pega, sin hacer yo nada que le provoque. Muchas veces me amenaza con un cuchillo, me tira del pelo, me insulta. Tengo el cuerpo lleno de moratones. Pero no le puedo denunciar, no me dejan. Mis padres me han dicho que soy la vergüenza de la familia, y que, de pillarme, mi padre me mata.

No sé a ustedes, pero a mi me entra la congoja cada vez que recuerdo estas palabras. Y más sabiendo quien las pronunció.

Yusra está al otro lado del teléfono. Tiene voz de niña, pero palabras de adulta. Acaba de cumplir la mayoría de edad, pero lleva desde los 14 años unida en matrimonio religioso a un joven poco más mayor que ella. Un chico con 22 delitos con la violencia como principal ingrediente de su lista de antecedentes penales. Está en libertad condicional, y la policía catalana ha visitado en varias ocasiones su casa atendiendo a las llamadas de los vecinos, que escucharon los gritos de una mujer, una niña, mientras alguien la apalea en la casa de arriba. Una y otra vez, los golpes y las llamadas al 112.

No conozco de nada a Yusra. Nos une el hecho de que hablamos el mismo idioma, tenemos el mismo origen —cultural, religioso, social— y, sobre todo, que ambas somos mujeres. Eso ha sido suficiente para dedicar el día a escucharla repetir una y otra vez que solo quiere que él la deje en paz. No quiere “buscarle problemas”, ni que su familia la desprecie y la rechace por denunciar los golpes de su marido. Le han dicho que “aguante”, que ella le pertenece a él, y si la pega, es que algo habrá hecho. Que aguante, que es para lo que ha nacido.

Yusra tuvo que elegir entre un padre machista, maltratador y un marido machista, maltratador

Su padre, un hombre a punto de cumplir los cuarenta, es una “persona complicada”. Ese es el único adjetivo que ha encontrado para referirse a su progenitor, quien consideró que había que atarla en vereda en plena adolescencia, antes de que empiece a interesarse por el mundo, que su sueño de seguir estudiando no importa a nadie, que se la debe quitar de encima cuanto antes, y si se la entrega al mejor postor, pues mejor que mejor.

Yusra tuvo que elegir entre un padre machista, maltratador, que se desahoga violando y golpeando a su madre, y un marido machista, maltratador, que le dice que cuando la viola y la violenta cada día, es porque la “quiere”, sabiéndose en una posición de superioridad. Porque Yusra está sola, su familia está al otro lado del charco y su hermano pequeño se encuentra encerrado en un centro de menores en una ciudad catalana.

El matrimonio de menores tampoco es tan legal en Marruecos, por mucho que esté prohibido, hay excepciones a la ley que han hecho que esta practica se repitiera 32.104 veces en 2018. Así que Yusra y—llamémosle— Yusef fueron bendecidos por el imam de su pueblo, en el norte del país, a unos 15 kilómetros en línea recta desde Tarifa (España). Yusef tiene la autoridad y los testigos que le hacen propietario de Yusra. Ella no tiene ningún papel que certifique que son marido y mujer, ni nada con lo que defenderse y demostrar ante la Justicia española su relación matrimonial con su agresor. Pensó que ya lo sabe todo el pueblo, en Marruecos, y que eso es más que suficiente para darle oficialidad.

Nunca le permitió tener una tarjeta sanitaria, una cuenta bancaria, dinero, salir sola o conocer a gente

Yusra también es lo que se conoce con la deshumanizante etiqueta de una “mena”. Llegó junto a su hermano pequeño ilegalmente a España cuando rondaba los 16 años y la internaron en un centro de menores catalán, muy cerca de donde vive Yusef, que si tiene su tarjeta de residencia en regla. Él, temeroso de que le acusen de algo (porque sabía que algo hacía mal), le pedía que escapara del centro y se fuera a vivir con él, que “solucionaría” su situación legal y cumpliría su sueño de permitirle estudiar, y juntos tendrían “muchos hijos”, serían felices y comerían perdices. Quizás todo eso no fuera el sueño de Yusra, pero sí el precio que creyó que tenía que pagar por tener derecho a vivir.

Yusra cuenta que lleva unos seis meses viviendo con Yusef. Lo sabe todo el barrio, porque él no es una persona que pase desapercibida, sobre todo por los problemas que da. Los vecinos saben que él es “su marido” y ella es “su mujer”, porque así la presentaba. Nunca le permitió tener una tarjeta sanitaria, una cuenta bancaria, algo de dinero, salir sola o conocer a gente. La dejaba encerrada bajo llave en casa, le rompió el teléfono que tenía cuando estaba en el centro de menores, y solo le permitía hablar con sus padres cuando él estaba delante, siempre con su propio teléfono. Logró el sueño de cualquier maltratador: aislar a su victima hasta el punto de que ella solo dependiera de él, financiera y emocionalmente.

La (ojalá) última paliza que recibió Yusra se la dio el primo de su marido, otro que creyó que ella es propiedad de todos ellos. Esta joven, por no llamarla adolescente porque le robaron esa etapa de su vida, accedió finalmente a denunciar, gracias al apoyo emocional de unas desconocidas, aunque a las puertas del tribunal se quiso echar para atrás. Le resonaban en la cabeza las palabras de su padre. “Eres la vergüenza de la familia”. Pensó en proteger a su maltratador, a cambio de que la dejara en paz, y mintió a la policía:

“Tienes que decir la verdad. ¿Fue él el que te pegó esta vez, y esta otra… y esta otra cuando fuimos a tu casa?”, le preguntaban los agentes.

“No, no, nadie me pegó, me caí, me hice daño”, insistía ella.

“¿Estas segura de que quieres denunciar? Si lo haces, irá a la cárcel”, le dijo su abogado

Al final, y aunque muerta del miedo, se armó de fuerza para contar la verdad, enfrentarse a él, pero también al sistema patriarcal que teóricamente debería protegerla:

“No quiero que vaya a prisión, solo que me deje en paz, que pueda irme, estudiar, que deje de pegarme”, cuenta que le dijo al letrado de turno que le asignaron para que la defendiera.

“¿Estas segura de que quieres denunciar? Si lo haces, debe atenerte a las consecuencias. Claro que irá a la cárcel”, le dijo su abogado.

Ella no quería venganzas, no quería que él fuera a prisión, no quería enrabietar a sus padres. Pero esas palabras del letrado le provocaron un hormigueo de los pies a la cabeza, tal que le hizo creer que tenía a toda su familia delante, observándola con una mirada de odio, de rabia, de decepción. Lo veía a él, mientras la apalea, la insultaba, la oprimía. A su hermano, encerrado en un centro para menas, a veces convencido de la versión de los padres, y a veces apoyándola a ella contra “ese cabrón”.

Se asustó, pero volvió a armarse de valor.

Apoyada por varias mujeres que conocen de cerca lo que supone pelearse con una familia patriarcal, en la que el marido, el padre, el hermano… tiene la última palabra, Yusra optó por seguir adelante, porque también le resonaba en la cabeza otra frase: “Debes protegerte, debes mantenerle lejos para poder empezar tu vida, poder estudiar, que es lo que siempre quisiste, para tomar las riendas de tu vida”. Y eso pesó más que su miedo, y más cuando vio que su maltratador lo volvería a hacer.

Una niña de 18 años como amenaza vital de su violador: él pasó a ser la víctima

Para su sorpresa, ese hombre, en realidad un joven de 23 años, llegó al tribunal sin remordimiento alguno. Es un viejo conocido de esa Corte y venía preparado, con un abogado, una versión de película sobre lo ocurrido y sabiéndose en una posición de superioridad legal, sexual, financiera y… de experiencia vital.

Delante de la juez, se inventó que Yusra es, en realidad, su agresora, que una herida reciente que él tiene en el pie se la hizo ella, que no la conoce de nada y que una chica sentada cerca del banquillo de los acusados es su verdadera pareja: ella puede corroborar la versión de que él no conoce a Yusra. ¿Le hizo la herida porque es una chica violenta, y al mismo tiempo él no la conoce de nada? ¿Tener amante te exime de ser un maltratador con tu pareja? Algo no cuadra.

No me cuadra a mi, ni a sus amigas, ni a los que vieron la agresión. Pero la fiscal se lo cree a él. Puso en duda toda la versión de Yusra y pidió una orden de alejamiento para que ella no se acercara a Yusef porque sería un peligro para su seguridad. La de él. Una niña de 18 años como amenaza vital de su violador. Él pasó a ser la víctima de una escena que los testigos de toda una calle vieron desde la ventana. Él es la víctima de una violencia por la que los vecinos llamaron varias veces a la Policía alegando que un hombre estaba pegando a la chica del piso de arriba. Él es la víctima de una chica con la que él pidió un “vis a vis” cuando estaba encarcelado, la misma niña por la que firmó documentos —en manos de las autoridades españolas— alegando ser su “tutor legal” en España.

No hubo grito de ‘te creo hermana’, ni una campaña de feministas islámicas defendiendo a Yusra

El caso de Yusra lo denunció una ciudadana más, una vecina joven que presenció cómo maltrataban a esa niña de 18 años, que podría haber sido ella, o cualquier de sus amigas. Esa ciudadana no se preguntó si Yusra tenía un pasaporte rojo o verde, ni siquiera se preguntó quién era o de dónde venía. A Yusra se sumaron algunas mujeres que conocen de cerca tragedias similar, pero no hubo un grito unísono de te creo hermana, ni una campaña de feministas islámicas defendiendo a su hermana en el islam, tampoco un “ni una más”, porque ella, una mena, mora, maltratada, a la que ni la Fiscalía cree a sus 18 años, no es nuestra hermana. Es una inmigrante sin papeles nacida en el lugar equivocado, del padre equivocado, y tiene que apechugar con su mala suerte.

Quienes si reaccionaron con un “yo te creo hermana” fueron los servicios sociales, que por suerte no siguieron los dictados de la justicia, sino los de la razón, de lo que vieron, de la realidad. Pusieron a Yusra a buen recaudo, en un piso compartido con otra joven, también de violencia física, pero paterna. Ambas se lloran ahora sus penas, escondidas de sus agresores, aterrorizadas, sin rumbo alguno, destrozadas. Ellas, las víctimas, solas. Ellos, los agresores —su marido, su padre, su hermano— haciendo vida normal y con la justicia divina y patriarcal siempre a su lado.

Mientras, en ese pequeño pueblo de Marruecos, el padre de Yusra vuelve a pegar una nueva paliza a la madre, echándole en cara que su hija es “la vergüenza de la familia”. Se han convertido en el hazmerreir del vecindario porque una niña de 18 años ha tenido la valentía (perdón, la desfachatez) de desafiar a su padre y a su marido, y pedir justicia, aunque esa justicia haya convertido a una víctima de la violencia machista en una amenaza imaginaria. Lo que no supieron ver es que Yusra sí es una amenaza, una amenaza para los dictados del patriarcado. Una amenaza para quienes no tienen vergüenza.

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