Crítica

Tétrico tetris

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 5 minutos

Ahmed Saadawi
Frankenstein en Bagdad

Género: Novela
Editorial: Libros del Asteroide
Páginas: 424
ISBN: 978-84-1700-793-5
Precio: 22.95 €
Año: 2013 (2019 en España)
Idioma original: árabe
Título original: فرانكشتاين في بغداد
Traducción: Anna Gil Bardají

Un juego de tetris, lo saben ustedes, es esa pantalla en la que van cayendo piezas desde arriba, de diversas formas y tamaños, de forma aleatoria, para ir encajando abajo. Ahora imagínense que lo de arriba es el cielo sobre Bagdad, lo de abajo son las calles y lo que caen son miembros humanos, brazos, piernas, narices, lanzados al aire por una de esas bombas de que no paran de explotar en avenidas, hoteles, barrios, iglesias.

Ya. Perdonen. Si tienen el estómago delicado, no sigan leyendo. La novela, digo. Intentaré ser comedido en la reseña. Aunque hay que reconocer que también Ahmed Saadawi hace lo posible para serlo. No se recrea en la sangre, la carne, la podredumbre, no es un Bukowski de los cadáveres. Solo describe lo necesario para que ustedes se hagan una idea. Porque de la idea se trata.

Ustedes saben quién es Frankenstein: aquel joven y brillante doctor suizo que intentó creer un humano y le salió un monstruo. Pero la Bagdad del siglo XXI no es la limpia Ingolstadt del siglo XVIII alemán. Son ruinas, baches, balcones a punto de caerse, iglesias donde aguantan el cura, el sacristán y dos o tres viejas como Elisua, que tienen la familia ya a recaudo en Australia o en Erbil. En el café de Aziz Misri hay botellas de raki cubiertas del polvo de las explosiones que de vez en cuando sacuden la ciudad. En el viejo hotel Panárabe ya casi no se aloja nadie. El viejo Hadi, más que restaurador de muebles es chamarilero. El único al que le va bien es el especulador de la inmobiliaria de enfrente, que le ha echado el ojo no a las antiguas cómodas y arcones de Elisua sino a su casa entera.

A Hadi le gusta inventar historias que nadie en el café de Aziz Misri se cree, aunque todos las escuchen con atención. Nunca sabremos si también se inventó lo de haber recogido por la calle, tras las explosiones, unos cuantos miembros humanos desperdigados para luego coserlos en el traspatio, añadiendo nuevas piezas cada semana (sí, hay muchas bombas en Bagdad). No sabe por qué lo hace. No tiene intención. Ni puede imaginar que al terminar su obra, a aquel tipo de repente
cobrará vida.

En una guerra como la de Bagdad ¿existen inocentes? y sobre todo ¿existen culpables?

Tampoco se lo puede imaginar el coronel Surur que investiga los rumores de un tipo monstruoso, invulnerable a las balas, que va por ahí matando a gente, a milicianos de uno u otro bando, y eso que los inspectores de Surur son videntes y magos. Tampoco se lo imaginaría el periodista Mahmud Sauadi. Si no fuera porque Hadi le hace llegar una grabadora digital con el relato del Cómo-se-llame en primera persona.

Toda novela al principio parece un juego de tetris para el lector, al aparecer personajes que solo más tarde se sabrá si se complementan a la perfección o se van amontonando hasta obstruir la vista. Ahmed Saadawi juega durante rato con la caída de las piezas: La vieja Elisua, su hijo Daniel desaparecido en la guerra de Irán hace veinte años, Aziz Misri, Hadi. El barrio. Luego van cayendo el coronel Surur y Mahmud Sauadi, el joven y ambicioso periodista que durante gran parte de la novela parece asumir el protagonismo.

Una novela coral de realismo sucio que es la viva imagen —la muerta imagen— del Bagdad de la guerra

El proceso de transformación de un reportero idealista en una jefe de periódico habituado a los trajes caras y las putas caras se puede leer casi como un paralelismo a la evolución del Cómo-se-llame: también este se irá transformando. Un monstruo compuesto por los trozos de almas desperdigadas en asesinatos de inocentes buscará vengar la muerte de inocentes matando a los culpables. Pero en una guerra como la de Bagdad ¿existen inocentes? y sobre todo ¿existen culpables?

Ahmed Saadawi (Bagdad, 1973) ha escrito a la vez una profunda reflexión filosófica, una pieza surrealista digna del título que lleva y una novela coral de realismo sucio que es la viva imagen —la muerta imagen— del Bagdad de la guerra. Y este Bagdad es la imagen de la sociedad árabe, panárabe, de varias décadas, tan viva y tan muerta desde que nació de su propio cadáver, el de la civilización árabe de otros siglos.

Quizás al final a Saadawi se le vayan amontonando las fichas del tetris, quizás la novela se acabe por acumulación de elementos, quizás podría haber girado alguna pieza para que la obra fuese perfecta, tuviera menos aspecto de un cuerpo compuesto por miembros diversos y recosidos. Pero no cabe duda de que con esta obra, muy merecida ganadora del Premio Árabe Internacional (IPAF) en 2014, Ahmad Saadawi ha logrado superar en varios niveles de juego no solo ese realismo plano —al que la intención de denuncia política no saca de su planicie— que aqueja gran parte de la literatura (y el cine) árabe, sino también la sobrepuja truculenta del realismo fantasmagórico que caracteriza —muy comprensiblemente— las obras de varias autores iraquíes modernos. Saadawi ha conseguido lo que hizo el héroe de su título: ha creado personajes. Frankenstein en Bagdad juega en la liga de la literatura mundial.

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