Crítica

El poder y el monstruo

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 7 minutos

Jordi Amat

El hijo del chófer

Género: Ensayo
Editorial: Tusquets Ed.
Páginas:  256
ISBN: 978-84-9066-871-9
Precio: 18,50 €
Año: 2020
Idioma original: castellano

 

I

Un colega me contó esta historia. Estaba trabajando en la redacción de un periódico cuando recibió la llamada del director: “Ven a verme inmediatamente a mi despacho”. Me habló de cómo su frente se cubrió de sudor casi al instante, del modo en que las piernas parecieron adquirir la consistencia de la gelatina. También de cómo, a pesar del temblor, logró avanzar por el pasillo. Y que al pasar junto a la mesa de otro compañero, atrapó un rotulador de punta fina, lo asió con fuerza y pensó: “Ahora, cuando el director me ataque, podré defenderme. Mientras él me estrangula o me golpea, le clavaré la punta este rotulador en el cuello, sí, justo a la altura de la yugular, y…”. Mi colega se detuvo. Pensó que podía echarse a llorar en cualquier momento, pero sin embargo empezó a reír. ¿Un rotulador en la yugular? Ese mismo día renunció a su puesto y se marchó a casa.

II

Esta otra historia me la contó una colega. Trabajaba para la administración. Tenía una jefa a la que definía como una demente, una de esas políticas soberbias, malencaradas y tiránicas con sus subordinados, pero había aprendido a manejarse mal que bien con ella. A quien temía de verdad era a su mano derecha, no menos prepotente, pero con el inconveniente adicional de una aguda satiriasis. Ya le habían advertido otras compañeras entre bromas y veras, pero la realidad superaba cualquier expectativa: de día y de noche le llenaba el buzón de mensajes que iban de la insinuación a la obscenidad más descarada. A pesar de que ella le había aclarado que era feliz con su pareja y no tenía la menor intención de serle infiel, él le proponía citas continuamente. Urdía reuniones de trabajo que parecían excusas para verla e insistir en sus pretensiones. Una vez la arrinconó en un pasillo. “Tú tienes que ser mía”, le dijo mientras ella buscaba un modo de zafarse sin tener que gritar. Un buen día mi colega, que nunca se atrevió a denunciar estos hechos, renunció a su trabajo y perdió de vista a su superior.

III

Alfons Quintá, que se había dedicado toda su vida a la comunicación, pudo elegir en qué sección de las noticias informarían de su muerte. Decidió que sería en la de sucesos. El 19 de diciembre de 2016 acabó de un disparo de escopeta con la vida de su compañera, la doctora Victòria Bertran, y luego se disparó en el rostro. Pasaba así a engrosar la larga lista de asesinos que matan cada semana a una mujer –por lo común su pareja o expareja– en nuestro país. Y esta vez no se trataba de un sudamericano o un magrebí, ni de un vecino cualquiera de barriada marginal, sino de una figura pública, con estudios y buenos ingresos, lo que nos confirma que la brutalidad feminicida está muy bien repartida en nuestra sociedad.

IV

No, Quintá no era un tipo cualquiera. Durante muchos años había sido el delegado en Barcelona del entonces todopoderoso diario El País. Desde esta cabecera trató de destapar los turbios manejos de Jordi Pujol en Banca Catalana, aunque solo pudo hacerlo por un tiempo limitado. Pujol presionó a Juan Luis Cebrián lo suficiente para neutralizar el dedo acusador de Quintá. Sin embargo, como buen estratega, Pujol recurrió al periodista cuando lo creyó conveniente para encargarle la que sería una de sus apuestas fundamentales: la creación y dirección de TV3, tarea que desempeñó durante dos años. Luego, capitaneó el proyecto del periódico El Observador, impulsado por un político y empresario afín a Pujol, Lluís Prenafeta.

V

Como hizo antes con Ramon Trias, Josep Maria Vilaseca o Josep Benet, el escritor Jordi Amat ha querido contar en El hijo del chófer la historia de Quintá. El título alude a un factor determinante en su vida, el hecho de que su padre fuera el chofer de Josep Pla y le diera acceso a algunas figuras y situaciones clave del tardofranquismo y la transición en Cataluña. Amat maneja mucha información y la dispone en un estilo más bien neutro, con ese uso del presente del indicativo casi notarial que confiere ritmo y veracidad a la narración. También se permite hacer especulaciones de carácter psicoanalítico para explicarse, y explicarnos, la forma de ser de Quintá, desde las infidelidades del padre al abandono de Mariluz, una novia de los años mozos que le marcó, sin olvidar el detalle de su bulimia. Todo ello acaba configurando el perfil de un profesional ambicioso y una persona esencialmente dañina para cuantos le rodean. Dañina hasta el último acto de la obra.

VI

El relato de Amat muestra muy bien hasta qué punto era importante crear un medio que propulsara el nacionalismo catalán en la incipiente democracia, mostrando “la mejor cara del mito sobre el cual una sociedad se reconoce a sí misma”. Mito es una palabra que aparece a menudo en el libro: ese Quintá que, al frente de TV3, “apuntala el mito de Pujol que antes quiso destruir”, ese juego de poderosos “de ayer y de hoy, los abanderados del mito fundacional de la Transición modélica”, ese Pujol que, liberado provisionalmente de la amenaza de la Justicia, encarna “el mito de la víctima cuyo sufrimiento se confunde con el pueblo”. Basta mover algunas letras de sitio para poder hablar de timo, de un gigantesco timo cuyos efectos sacuden todavía hoy la vida catalana y española.

VII

La dimensión política del caso Quintá es lo bastante relevante como para merecer la lectura de este libro. Es un retrato del poder a lo grande, de su capacidad para hacer, deshacer, manipular y sobre todo asegurarse la impunidad y mantenerse siempre a flote, que al cabo es lo que define al verdaderamente poderoso del simple arribista. Pero este aspecto no debería eclipsar otro no menos llamativo: el hecho de que el periodista, a lo largo de aquellos años, se comportara de forma pública y notoria como un maltratador y un acosador de libro, creador de un régimen de terror hasta el punto de hacer orinarse encima a una secretaria, y sin embargo nada de ello interfiriera negativamente en su carrera. Porque al final, poder es administrar dinero e influencia, pero también la facultad de hacer la vida imposible a todos sin que nadie te lo afee.

VIII

Aquel director al que mi colega soñó por unos segundos con apuñalar con un rotulador ocupó hasta su retiro todo tipo de cargos en el seno de la empresa, y por supuesto siguió sembrando el pánico a cuantos pudo infundírselo. Hace poco supe que había recibido un altísimo reconocimiento gubernamental. El acosador de mi amiga ha ido encadenando cargos con esa gracia de ranita del Frog –popular videojuego de mi infancia– de ir saltando de tronco en tronco sin hundirse jamás y sin que te atrapen los cocodrilos. Todo el mundo a su alrededor debía, por fuerza, de estar al tanto de las actitudes de uno y de otro, como lo estaban alrededor de Quintá. Y más al tanto cuanto más altas fueran las instancias, pero nadie movió un dedo. Porque sin ese amparo, sin un sistema que autorice esos comportamientos, estos delincuentes no habrían llegado jamás adonde llegaron.

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