Artes

Tatiana Tibuleac

El jardín de vidrio

M'Sur
M'Sur
· 13 minutos

En un mundo sin alma

Tatiana Tibuleac | © Impedimenta / Foto promocional

Hasta su irrupción en las librerías de la mano del sello Impedimenta, era difícil encontrar en España un lector que pudiera pronunciar el nombre de un escritor moldavo. ¡Ya era difícil encontrar a alguien que supiera localizar Moldavia en el mapa! Pero fue aquel libro, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, el que dio a conocer en nuestro país a Tatiana Țîbuleac y, con ella, todo un mundo desconocido para el gran público.

Tatiana Țîbuleac (Chisinau, 1978), hija de periodistas, reportera y columnista, sí fue una cara relativamente conocida en Moldavia, país encajonado entre Rumanía y Ucrania, de lengua rumana pero con minoría de habla rusa. Hasta que en 2007 se trasladó a París, cambiando el papel de envolver pescado por un formato más duradero.

El jardín de vidrio es el segundo de sus títulos que ve la luz en castellano, de nuevo gracias a los buenos oficios de Marian Ochoa de Eribe, también responsable de las traducciones de Mircea Cartarescu. La memoria, los vínculos familiares y la identidad, qué significa ser mujer en un mundo sin alma, son algunos de las teclas que pulsa esta novela. Una obra que sube la apuesta: más moldava, más dura, más Țîbuleac.

[Alejandro Luque]

 

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El jardín de vidrio

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1

 

Nazco de noche, tengo siete años. Me llevaría en brazos, dice, pero tiene las manos ocupadas. Arriba brilla una lámpara azul, sujeta a un árbol con un cable. Se balancea. Echo la cabeza hacia atrás y la veo mejor: es redonda, como una hogaza entera. Atravesamos las Puertas como si fueran un vientre de piedra. Así es en la ciudad, pienso. Cuesta abajo, siempre cuesta abajo, el camino. El hielo se nos pega a las plantas de los pies, la calle se acorta. Me ofrece su bolsillo para que no me resbale. ¡Y que mire a mi alrededor, que vea también yo la belleza! Esa luz tamizada. Ese cielo con estrellas errantes. Bloques, bloques, bloques. Ninguno más alto que cuatro. Ninguno más ancho que cuatro. Su bolsillo está forrado de piel, mi uña comienza a arder. En las ventanas, gente sencilla que vive bien. Miles de cuadrados con una llama en el centro. Unos junto a otros, unos sobre otros. Los de abajo sostienen a los demás sobre los hombros. Son fuertes los de abajo. Un perro —azul— empieza a seguirnos con sus huellas menudas. En la ciudad todo es cuatro y azul, pienso. Y que no me quede atrás, que no me quede rezagada jamás. Nos detenemos junto a un cercado. Зakproй глаза и забудь всё. «Cierra los ojos y olvida todo.» No entiendo nada, olvido todo en un segundo.

 

2

 

Tamara Pavlovna lo llamaba «nuestro hombre» y no pasó jamás a su lado sin dirigirse a él como a un ser vivo.

Largo como una canción, nuestro cercado Cercado. Nuestra fuerza, nuestro golubcik, nuestro pichón. A él nos aferrábamos cuando volvíamos a casa con los hombros magullados y las manos llenas de escupitajos. Junto a él nos agachábamos, agotadas, para dejar de temblar. Allí lloramos muchas veces. Pero también reímos: fuerte, con ganas, como las cornejas en invierno. «¡Cuánta alma en un trozo de hierro!», decía ella cada vez, y yo la creía a pies juntillas. Porque no había nada en el mundo que Tamara Pavlovna no supiera mejor que nadie. Al cabo de los años, cuando lo encontré devorado por el óxido y con los barrotes sueltos como costillas, lo lloré como a un muerto. Matar un hierro no es fácil, pero si te empeñas, puedes.

Desde la colinita, como desde un Everest nuestro, el patio se veía como en la palma de la mano. Veíamos el castaño con las ramas en forma de velero y a Polcovnic entre las flores. Veíamos el cohete rojo con una punta brillante y el avión de cuatro plazas, ocupadas por unas cabezas blancas, mofletudas. Veíamos sábanas azules ondeando en las cuerdas, rígidas por el almidón como placas de pizarra. A Şurochka en el balcón, frotándose la pierna con el cepillo de las alfombras. A Pavlik, «el-que-no-jugaba-pero-estaba». Veíamos además, diseminadas por las ventanas, a unas mujeres gordas con vestidos y collares, siempre collares, terminando de guisar y de freír. A Bella Isaakovna y a Roza, con unas caderas como peras, cuchicheando en medio de la calle. Secretos, siempre secretos. A Zahar Antonovich, con su única mano apoyada en la medalla. Algo inconcebible perder una medalla, ¡pero qué vergüenza! Todos, todos, todos estaban allí. Marina, fea, Lioncik, borracho. Ekaterina, como una luna. Todas nuestras vidas bajo una tapa de vidrio. Y en aquellos segundos, breves y luminosos, como un juego de espejos, nos sentíamos felices hasta la médula. Por todos a la vez y por cada uno por separado. Por ellos, por nosotras, por haber tenido un día más adónde regresar. «Tener un hueco entre la gente no es poca cosa», decía Tamara Pavlovna, que lo sabía todo. También sobre los lugares sabía, y sobre la gente… más de lo que podía sobrellevar.

Desde el cercado hasta la casa había otra cuesta. Veinte pasos de una mujer mayor y treinta y dos de una niña. Los recorríamos despacio, sin prisa, sobre todo sin prisa. Para no causar un estropicio precisamente entonces. Luego nos dejábamos ver. «¡Ya vienen las botelleras!», cuchicheaban las judías, pero lo oía, por supuesto, todo el mundo: ¡cómo si los judíos supieran susurrar! Y eso era todo. Después de sus palabras, ay, aquellas palabras como una sentencia, no se podía hacer nada más. Nuestro precioso día, por el que habríamos pagado felices para que se alargara, que durara, que nos envolviera, empezaba a fundirse. Contemplábamos cómo se estremecía cálido, con todo lo que nos había entregado y nos había traído, y lo despedíamos como desde una estación de tren hechizada de la que solo podías partir. «¡Ya vienen las botelleras!» era el final. Nosotras éramos el final.

 

 

3

 

Ninguna otra mañana fue como aquella, la primera, cuando me desperté en su cama. Había dormido justo en el medio, como un relleno. Cinco niñas habrían cabido a mi lado si nos hubiéramos acostado de través. Así viven los bombones, pensé. Envueltos en capas crujientes hasta que los engulle alguna boca. En el orfanato tenía tan solo una manta. La mía olía a ratones, pero podría haber sido peor. A mi alrededor la luz brotaba de las cosas como no había visto nunca antes. Incluso de las sillas, incluso de las paredes. En la ventana, un mundo nuevo. Una rama con gotas como perlas. Un animal encantado. En el cielo, mezclados, las copas de los árboles y los pájaros. Una voz se dirigió a mí. Ты проснyлась? ¿Te has despertado ya? Me abrió como una llave, y se hizo un hueco entre mis costillas, a la izquierda. Cuando me levanté de la cama tenía una madre. ¡Qué milagro dejar de ser huérfana, qué miedo volver a serlo en un segundo! «Ласточка», me dijo, y así empezó a llamarme. Su golondrina.

Comí en tres tandas y entonces llegó el mediodía. Su té tenía aroma, el pan, mantequilla, la mantequilla, miel. De tanto comer empezó a dolerme el lado izquierdo. El gas ardía como un nenúfar azul. En la radio se oía todo el rato любовь, любовь, любовь; se oía: amor, amor, amor. Tamara Pavlovna escuchaba con una leve sonrisa, la habitación se llenaba de calor. Me enseñó la casa y cayó la tarde. Ese día lo llevo conmigo a todos los países, a todos los estados de ánimo. No he encontrado nada parecido ni en el dinero ni en el amor. Nadie me ha querido más. Ni siquiera vosotros.

 

 

4

 

Era lunes y era diciembre. Desde entonces todos mis meses empiezan en lunes y los años, en diciembre. Había nevado toda la noche, las juntas del patio se habían redondeado. El verde y el negro se habían vuelto blancos. Solo las ramas del reabinka, las ramas del serbal, brillaban rojas, y los ojos de Morkovka centelleaban naranjas en el tubo de las cañerías. Estaba guapa como no lo he vuelto a estar nunca. Y, si lo hubiera comprendido entonces, si hubiera sabido lo que pasa en la vida, habría guardado toda esa belleza para más adelante. Pero no lo sabía. Era una niña, aunque estuviera a punto de dejar de serlo.

Sin reparar en gastos, Tamara Pavlovna me había comprado ropa nueva. Tanto, de golpe, gastaban solo los novios o los muertos. «He comprado lo mejor», me dijo, que no lo olvidara, me dijo. Cuando haga el bien, que no sea con cosas viejas. Giré sobre un talón y ella rio contenta. Por primera vez en la vida, quería que me miraran. ¡Habría aguantado en medio del frío, me habría convertido en un carámbano solo porque me vieran las chicas del orfanato! Tenía un abrigo con cuello, habrían empezado las mayores, tan maliciosas y soñadoras. Tenía botas forradas, habrían seguido las pequeñas, tan tristes y enfermas. Con el tiempo, lo sé, la historia se habría diluido, como cualquier historia. No habría nevado más, tal vez. Morkovka se habría convertido en perro, y yo, en chico. Incluso con eso me habría conformado. Incluso con eso. En el orfanato tenía un único sueño: un vestido de novia ajeno.

Junto a la pared, junto al castaño, junto al jardín muerto de frío, echamos a andar. En medio de la calle, un hombre alegre, con una pala nueva, arrojaba sal. ¡Miles de medias lunas de sal brillante! «¿A trabajar?», le preguntó a Tamara Pavlovna. «A trabajar», respondió ella y ambos asintieron. Señal de que todo iba bien —el trabajo y todo lo demás—, y también yo asentí con ellos. Ante nosotras, la ciudad empezó a moverse como un gigante tras una borrachera. Había llegado a un lugar extraño, lleno de cosas, pero sin gente. Al revés de lo que había vivido hasta entonces. En los patios se veían coches, pero ningún guardián. En las ventanas se veían flores, pero ni un alma. El aire, mezclado con gasolina. Los perros, gordos y obedientes. Por las calles, brillando, cientos de lámparas. ¿Dónde estaba el interruptor? ¿Quién había dejado la luz encendida?

Bajo un abedul, unas cuantas botellas vacías, como olvidadas. Tamara Pavlovna se agachó y las metió en la bolsa. Alrededor, nadie, otra mentira. Sabía, sé, que todas las cosas tienen dueño. Y que todos los dueños tienen puños. ¡Una trampa! Quería ponerme a prueba. Quería desconcertarme. La ciudad no era un sitio, sino un castigo. Había venido a llevarme las palizas de todo el mundo.

Detrás de una esquina, un hombre como una montaña salió a nuestro encuentro y me detuve asustada. Памятник. Un monumento. Сергей Лазо, герой! ¡Serghei Lazo, héroe! Entiendo que los héroes tienen que sufrir si quieren que les levanten un monumento. Lazo murió calcinado en una locomotora, pero podría haber sido peor. Era guapo, Serghei el héroe. Tenía la mano derecha extendida, como si quisiera pedir silencio, y un rostro triste, como si supiera desde pequeño que iba a morir calcinado. «Podría caber en una de sus manos», me dije. Tamara Pavlovna lanzó una risita y me empujó para que siguiera caminando. Entonces observé que su abrigo de bronce estaba desabrochado por delante. Eso es lo que más me sorprendió, porque no soplaba ni pizca de viento. No tenía miedo, pero me preguntaba qué eran en realidad los habitantes de la ciudad.

 

5

 

Una bañera llena llena. La sopesé de un vistazo. No había gastado jamás tanta agua limpia. La primera agua, la llamábamos en el orfanato y la utilizábamos para lavar la cara y lo de abajo. De la ropa, solo las bragas se lavaban con la primera agua. El resto se lavaba con la segunda, los suelos, con la tercera. Los zapatos, con lo que quedaba. El agua llena de roña la vertíamos en los arbustos de escaramujos de la directora. Tenía un hijo la directora, Ruslancik, que solo tomaba té de escaramujos. Crecía bien el escaramujo regado por los huérfanos, Ruslancik, sin embargo, no tanto. Se le abultaban los ojos, se le hinchaba la barriga. Nosotros le llamábamos «Pompa» y le sacábamos la lengua.

Tamara Pavlovna tenía un baño de cerámica azul, de flores azules con el centro azul. Era demasiado bonito, me sentía como en un dibujo. Que no rayara la bañera, que no ensuciara el agua, que me remojara con cuidado. Cuando entró con la esponja, me puse en pie de un salto. Me dio vueltas y más vueltas, como si fuera un vestido nuevo, en busca de defectos. Vi sus ojos redondos y amarillos, sin pestañas. Las orejas delgadas, la cabeza entrecana. No era gran cosa, pero era la única que me había querido. Y con jabón, y con jabón. Y también ahí, también ahí.

«Целка?», me preguntó con la boca pequeña, «¿Estás entera? ¿Eres virgen?» Y sentí sus dedos ásperos entrando en mí. No supe qué responderle. Esperaba alguna otra palabra que me tranquilizara, pero no dijo nada más. Целка, цeлka, цeлka?, el dolor se agudizaba. Las palabras caían de su boca como grillos topo y reptaban sobre mí. Sus dedos salieron y se dirigieron a mis talones. Y con jabón, y con jabón. Y también ahí, y también ahí. Бyдешь послyшной, сделаю из тебя челавека. Si me obedeces, haré de ti una persona.

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© Tatiana Tibuleac  (2018) |  Traducción del rumano: Marian Ochoa de Eribe · Cedido a MSur por  Impedimenta · (2021)