Reportaje

Ataúdes de fantasía

Karlos Zurutuza
Karlos Zurutuza
· 18 minutos
migrantes barca
Migrantes en una barca entre Libia y Sicilia (Sep 2020) | © Karlos Zurutuza


Mediterráneo | Septiembre 2020

Poco antes del amanecer del pasado 11 de septiembre, Stephen Donkoh, un fabricante de ataúdes ghanés, fue rescatado en mitad del mar. Viajaban 114 apiñados en aquella balsa de goma; habían salido de una playa libia y llevaban dos días y tres noches a la deriva cuando se les acabó la gasolina. La providencia, los dioses, los astros… alguien quiso que el Open Arms, un barco de rescate humanitario, diera con ellos en mitad de la oscuridad.

Desde los dos botes auxiliares de rescate se les hicieron llegar chalecos y mascarillas antes de subirlos a bordo, uno a uno. Había que acomodarlos junto a los 162 rescatados en dos operaciones anteriores, así que se les tomó la temperatura mientras se hacía una ficha con sus datos (Donkoh tiene 35 años y es de la localidad de Tema, en el distrito de Accra); se les restregaron manos y pies con clorina y se les dijo que, por favor, no dejaran de usar la mascarilla como corresponde. Las dos sanitarias a bordo no encontraron síntomas de COVID entre el pasaje, pero se habló de más de cien al final de la misión. Todavía faltan diez días para eso.

Parece poco tiempo, pero acabará siendo una eternidad. Las cifras de partida ya eran lo suficientemente elocuentes: 37 metros de eslora de este antiguo remolcador —cedido a la ONG por la naviera vasca Ibaizabal— para casi 300 personas (276 migrantes y 20 tripulantes). Ahí se come, se intenta matar el tiempo y también dormir.

«Deterioro progresivo”, resume la última semana de travesía Ricardo Sandoval, el capitán del Open Arms, que zarpó el 27 de agosto desde el puerto de Borriana (Castellón) hacia el Mediterráneo central. El protocolo anti-COVID-19 ha obligado a partir el buque en dos: la llamada zona limpia va desde su centro hasta la proa (camarotes, cocina y puente); la «sucia» es el segmento hasta la popa, donde a duras penas se puede acomodar a los rescatados. El ‘cortafuegos’ en mitad del buque es imprescindible para que la epidemia no se extienda entre todos los ocupantes del barco. Pero el abandono institucional relega a la COVID-19 a un segundo plano.

El ‘cortafuegos’ en mitad del buque es imprescindible para que la epidemia no se extienda

«Si bien se pidió puerto seguro tanto a Malta como a Italia para desembarcar hace ya más de una semana, las autoridades de ambos países siguen sin dar señales de vida violando la legislación internacional que les obliga a concedernos un puerto cuanto antes», dice Sandoval. Se trata de la misión de rescate número 76 de la ONG, pero la primera en tiempos de pandemia. La tripulación tuvo que hacerse PCR y aislarse 48 horas hasta obtener los resultados. Sólo entonces el barco pudo zarpar. En cuanto a los rescatados, se les guía a través de una compleja gincana nada más subir a bordo: deja el chaleco aquí y mete los pies durante diez segundos en esta bandeja de desinfectante; hidrogel en las manos, medición de temperatura… todo mientras se les hace una ficha con sus datos (edad, nacionalidad…).

Eleonora Dotti, una de las dos sanitarias de Emergency, una ONG italiana, a bordo dice no haber detectado síntomas de COVID-19 entre los rescatados por el momento. «Los que más me preocupan son los que tienen quemaduras químicas provocadas por la reacción de la gasolina con el agua salada. Esta gente tendría que ser evacuada cuanto antes», asegura la enfermera.

Ya no basta con vigilar que los rescatados no se quiten la mascarilla; también hay que evitar que un pequeño incidente vaya a mayores. «La gente llega ya agotada y esta espera solo contribuye a que aumente la tensión», cuenta el capitán. A menudo se discute por cuestiones que pueden resultar nimias en tierra, pero no en mitad del mar: alguien que se cuela en la cola del baño portátil (solo hay dos); un cigarrillo robado, una manta que desparece cuando uno está a punto de encajarse en ese tetris humano una noche más… Se pasa de los gritos a los puños en cuestión de segundos.

El book de Stephen incluye féretros con forma de avión, como el que le hizo a un piloto

A veces, no obstante, hay momentos de paz. Se ha formado un corro en torno a Stephen Donkoh, justo cuando este ha sacado de debajo de su chaqueta de chándal del Real Madrid una curiosa colección de fotos. Es un milagro que hayan sobrevivido a la travesía en el mar y, de momento, al caos en cubierta. «Siempre las llevo conmigo para presentarme ante posibles clientes y que estos puedan ver mi trabajo», dice el ghanés. Su book incluye féretros con forma de avión, como el que le hizo a un piloto; también está el tigre en el que se enterró a un antiguo cazador y el atún de un pescador. «¿Esto es una escopeta?», pregunta alguien. Sí, y eso el bolígrafo de un antiguo funcionario de correos; y eso otro una langosta, como las decenas de miles que pescó en vida su actual inquilino. Se cruzan las miradas de admiración entre una audiencia. Realmente, Stephen Donkoh es un artista.

La vida después de la vida

La de los ataúdes ‘de fantasía’ —también llamados ‘figurativos’— es una tradición profundamente arraigada en la región de Accra. Para el pueblo Ga —uno entre decenas de etnias del país—, la muerte no es el final sino una prolongación de la vida tal y como fue en la Tierra. Stephen insiste en el objetivo es que los difuntos sean recordados por lo que hicieron y fueron en vida, aunque reconoce que también pesa la creencia de que los antepasados ​​son mucho más poderosos que los vivos. Así, los ataúdes son también una especie de envoltorio que ha de dar pistas sobre los recién llegados a donde quiera que estos vayan.

En origen fueron los sacerdotes y otros notables de entre los Ga los que se valían de este recurso en sus féretros y palanquines, pero serán los cristianos (hoy un 70% de los ghaneses) quienes adapten y popularicen su uso en la década de 1950. En cualquier caso, no se trata de algo al alcance de cualquiera. Stephen dice que el ataúd de un niño puede costar alrededor de 2.500 dólares, y el doble el de un adulto. «Puedo hacer siete ataúdes estándar en una semana, pero solo dos personalizados», explica este ghanés que se inició en la carpintería a una edad muy temprana y de la mano encallecida de su padre. Le hubiera gustado seguir estudiando después de terminar la escuela primaria, pero hacía falta dinero en casa. De sus cinco hermanos solo le queda uno con vida, aunque Stephen no aclara si eso es culpa de la pobreza más abyecta. Su adolescencia la pasó ayudando a su padre a construir techos hasta que, en 2003, entró de aprendiz en el taller de Pauliam. Todo el mundo en Accra le conoce: es el gran maestro de los ataúdes personalizados. Los féretros pronto dejan de tener secretos para Stephen y los Donkoh ya no tienen problemas para llegar a fin de mes. Stephen se casa en 2005 para convertirse en padre de cinco hijos pocos años después. Pero su sueño de establecerse por su cuenta sigue sin cumplirse.

Cruza Togo, Benín y el implacable desierto de Níger hasta llegar a Libia… pero todo es una trampa

Aún queda esperanza. Un día de la primavera de 2019, un hombre se presenta en su estudio en Accra y le dice que podría ganar mucho dinero en Libia con su talento. Le prestará dinero para el viaje y se reunirán de nuevo en Khoms (a 40 kilómetros al este de Trípoli). Stephen apenas tarda unos días en despedirse de su familia y emprender el camino hacia el norte: cruza Togo y Benín, y luego el implacable desierto del Sahel por Níger hasta llegar a Libia. Su contacto lo espera en Khoms como habían acordado, sí. Pero todo es una trampa.

«No solo no había trabajo en el sector de los ataúdes personalizados, sino que acabé trabajando para aquel hombre en la construcción casi como un esclavo, y solo para devolverle el dinero que me había prestado», recuerda el carpintero ante un público entregado desde el minuto uno de su relato. Finalmente logra escapar de su captor, justo antes de que su camino se cruce con el de un libio que le ofrecerá un pasaje en un barco a Europa por trescientos dólares. Otra trampa: después de varios días esperando en una casa junto a la playa a que las condiciones climáticas mejoren, Stephen corre hacia la orilla en mitad de la noche como le habían dicho. Solo allí descubre que el barco prometido no es más que un bote de goma. ¿Cómo podría aquello llevar a más de cien personas hasta Europa?

«Me negué a subir pero me dijeron que me matarían ahí mismo si no lo hacía», dice el ghanés, parafraseando ahora un capítulo de su historia que la mayoría en cubierta comparte. A todos les habían prometido un barco «de verdad».

Las mujeres entre el pasaje se cuentan con los dedos de las manos, pero son las más vulnerables. Dos de ellas están embarazadas: Muheen tiene 19 años y viaja acompañada de su marido; Anaf, de 18, no podía contener las lágrimas cuando las sanitarias le enseñaron la ecografía. Anaf cuenta que fue violada a punta pistola en Libia, lo mismo que Chamal, una nigeriana de 29. Era peluquera y confía en poder seguir siéndolo en Europa y, en cuanto pueda, traerse a su hijo de 9 años con ella. A su lado, Sasudone cuenta que ella también tendrá que empezar de cero, aunque reconoce que a sus 50 años será aún más difícil.

«Política de no salvar vidas»

Dan las ocho de la mañana sobre la bahía de Palermo. Han pasado ocho días desde el rescate de Stephen y diez desde el primero, pero sigue sin haber respuesta desde Malta e Italia a la petición de puerto. Las pequeñas cuitas en cubierta hace tiempo que pasaron de los puños a convertirse en una amenaza real para la propia integridad del buque y su pasaje. Es exasperante: la costa de Palermo está a menos de una milla de distancia, incluso se puede ver a los lugareños paseando junto al mar o fumando descamisados en sus balcones. ¿Qué impide al Open Arms enfilar directamente hacia puerto? No importa cuántas veces se explicara lo mismo. La presión sobre el puente es tal que el capitán opta por enfilar hacia puerto a tres nudos.

«¿Me tiro yo también?», pregunta un bangladeshí a un tripulante desbordado; la respuesta es no

Despacio. Roma se despierta para volver a negar un puerto e intentar calmar las aguas ofreciendo un puesto de fondeo a cuatro millas. Es justo en ese punto donde se desata el caos: cae un hombre al agua, y luego otro, y otros cinco más; en menos de cinco minutos suman 39. «¿Me tiro yo también?», pregunta un bangladeshí a un tripulante desbordado. La respuesta es siempre que no, y menos aún sin chaleco. Afortunadamente, todos han cogido uno del armario que forzaron durante aquellas horas ante la costa de Agrigento. La Guardia Costiera remolonea como lo hizo entonces, pero pronto saldrán al rescate en una desbandada a la que se suman la Guardia di Finanza, un helicóptero y, por supuesto, los dos botes rápidos del Open Arms. Los últimos 75 en abandonar el barco son trasladados a tierra firme por una nave italiana. El resto mira desde cubierta, y en el puente siguen esperando una llamada de Roma.

Stephen ha decidido quedarse a bordo. Casi todos los ghaneses lo hicieron, no así los egipcios o los somalíes, que desaparecieron junto a los marroquíes en cuestión de minutos. ¿Tendrán problemas con la Policía? ¿Los enviarán de regreso a sus países de origen?, preguntan desde cubierta, con la mirada fija en los rescatados por los guardacostas italianos. «¿Cuándo desembarcaremos nosotros?», sigue siendo la pregunta más recurrente. La respuesta llegó a las 12:46 am de aquel 18 de septiembre: la capitanía de Palermo pide finalmente al Open Arms que prepare su pasaje para un traslado a un barco de cuarentena «en las próximas horas». La alegría estalla entre los 140 migrantes que quedan a bordo. También entre la tripulación, claro. Todo el mundo está agotado.

«Ha sido un verdadero desafío y, sobre todo, una misión difícil. Diría que ha sido la más dura de todas las que hemos hecho», reconoce Albert Mayordomo, el catalán de 38 años que dirigía el operativo de rescate. «Esta gente ya había sufrido mucha violencia y estaba exhausta incluso antes de subir a bordo. La constante negativa tanto de Malta como de Italia a ceder un puerto como exige la ley del mar solo aumentó la sensación de incertidumbre entre ellos. Nos pedían una solución que no podíamos dar, y tampoco les podíamos mentir».

A Abou solo lo trasladaron del Allegra a un hospital de Palermo cuando ya era demasiado tarde

Mayordomo apuntaba directamente a un «ofensiva administrativa» dirigida contra la flota de rescate humanitario. El Seawatch 4 de la ONG homónima fue incautado por las autoridades italianas en Palermo después de su última misión de rescate, pero el caso reciente más flagrante era el del Maersk Etienne. Tras rescatar a 27 migrantes en Malta aguas a principios de agosto, el carguero tuvo que esperar seis semanas hasta poder desembarcar en Sicilia. Las cifras corroboran el éxito del bloqueo a los barcos: según datos recopilados por la Organización Internacional para las Migraciones, en torno a 20.000 migrantes han logrado llegar a Italia entre enero y septiembre, una cifra que no llega a un tercio del total del año anterior. El número de muertos supera los 400, y esos son solo los confirmados. En un informe publicado el pasado 2 de septiembre, Médicos Sin Fronteras denunciaba «una política deliberada de no salvar vidas». La ONG apuntaba directamente a Malta e Italia, a las que acusaba de «ignorar las llamadas de socorro y retrasar los rescates».

El último viaje

El carpintero ghanés finalmente pasa a bordo del GNV Allegra, uno de los cinco transbordadores alquilados por el Gobierno italiano para que los migrantes pasen el período de dos semanas de cuarentena que exige el protocolo del coronavirus. Dos días más tarde, coincidiendo con las elecciones regionales italianas, el Giornale de Sicilia se hace eco de las declaraciones de Nello Musumeci, presidente de la región de Sicilia, apuntando a que hay 60 casos de COVID entre los migrantes del Open Arms. Nunca llega un comunicado oficial al respecto, ni tampoco cuando se filtran cifras de «en torno a cien» desde el personal médico a bordo del Allegra. De lo que sí hay confirmación es del positivo de dos de los tripulantes del Open Arms. Ambos fueron evacuados a un hotel que también alojaba a migrantes, donde escaseaba la comida y se vivieron multitud de altercados. El resto de la tripulación pasó la cuarentena en puerto pero sin bajar a tierra, fondeados junto al Seawatch 4.

Abou Diakite, un marfileño de quince años, también pasa al Allegra, pero ahí acabará su viaje. Después de todo lo que había pasado en Libia y en el mar, no parecía para tanto. Pero se equivocó. El adolescente estaba desnutrido y probablemente padecía una infección renal, advirtió el personal médico a bordo del buque catalán. A Abou solo lo trasladaron del Allegra a un hospital de Palermo cuando ya era demasiado tarde. Murió dos días después.

En cuanto a Stephen Donkoh, el artesano era plenamente consciente de que sus habilidades como fabricante de ataúdes de fantasía probablemente no servirían de nada una vez en Europa, pero vuelve a repetir algo que ya habíamos escuchado en cubierta: «Siempre hace falta un buen carpintero». No podemos despedirnos sin lanzarle una última pregunta: ¿Qué modelo de ataúd elegirás para tu último viaje, Stephen?

Apenas necesita medio segundo para responder: «Un cepillo de carpintero, por supuesto».

Buques cuarentena

El buque-cuarentena italiano Allegra, fondeado ante Palermo (Sep 2020 ) | Karlos Zurutuza

[Karlos Zurutuza · Marzo 2021]

La flota de cuarentena se fletó en abril del año pasado para hacer frente a una pandemia que, si bien ha complicado aún más las operaciones de rescate humanitario en el Mediterráneo central, no parece echar atrás a los que se juegan la vida en el intento. Pero los seis ferris alquilados por el Gobierno italiano al coste de 50.000 euros diarios por buque podrían no ser un lugar ideal: «Espacios confinados, una alta densidad (cada buque tiene una capacidad de entre quinientas y mil personas) y la imposibilidad de hacer cumplir las medidas preventivas necesarias los convierte en una incubadora de contagios potencial», denuncia Médicos Sin Fronteras.

La indignación aumenta cuando se llega a saber que a estos barcos también se los traslada, bajo pretexto de un positivo en coronavirus, a migrantes que llevaban años en tierra esperando a regularizar su situación, Numerosas organizaciones humanitarias han dado la voz de alarma: la covid puede ser la excusa para bloquear el proceso de muchos demandantes legítimos de asilo.

Las repetidas llamadas de teléfono y emails para solicitar permiso de subir, como periodista, a bordo de las controvertidas naves nunca obtuvieron respuesta, y tampoco parecen tenerla las del resto del gremio. La omertá parece la norma en estas ciudades flotantes donde solo se admite a marineros o personal de la Cruz Roja Italiana: a falta de crónicas periodísticas, solo quedan los testimonios esporádicos, siempre desde el anonimato, de un personal sanitario agotado y desbordado por la falta de medios. Ya no sorprende que tampoco haya imágenes en internet obtenidas desde el interior de estas naves. Solo queda recurrir al relato de los que pasaron por ellas.

Salif, un guineano de 32 años que prefiere no dar su nombre real —hoy espera papeles en un centro de recepción de Italia— fue rescatado junto a Abou Diakite durante aquella misión del Open Arms. En conversación telefónica, el migrante dice no tener queja de la comida que se le ofreció a bordo durante la cuarentena, ni tampoco del hecho de que el agua corriente solo estuviera disponible durante dos horas al día; «más que suficiente para ducharnos y lavarnos los dientes». Salif, eso sí, echó en falta una conexión a internet o telefónica. «No tuve manera de comunicarme con el exterior durante las dos semanas a bordo del Allegra», recuerda. Sea como fuere, una deficiente asistencia sanitaria parece haber sido el problema más acuciante. «Éramos centenares, pero nunca conté más de tres médicos a la vez. Siempre me pregunto si la muerte de Abou podría haberse evitado», lamenta el guineano.

La muerte de Diakite no fue la primera a bordo de un barco de cuarentena, pero sí la que provocó una rectificación en el protocolo de desembarco ya que, desde aquello, todos los menores son trasladados directamente a tierra. La situación en el interior de las naves sigue siendo complicada, como lo demuestran los incidentes vividos en el pasado mes de febrero a bordo del Allegra, cuando un grupo de migrantes intentó fugarse de la nave. Los saltos por la borda son aún más habituales, sobre todo entre los migrantes a los que espera una repatriación automática a su país de origen nada más pisar tierra. Les ocurre, por ejemplo, a los egipcios: muchos de ellos solo se enteran de ese acuerdo suscrito entre Roma y El Cairo después de haberse jugado la vida en Libia y en el mar.

Más de cinco mil migrantes y refugiados han llegado a Italia en lo que va de año; el doble que el año pasado por estas fechas y veinte veces más que en las mismas de 2019. El «cortafuegos» al flujo migratorio trazado sobre la costa libia por los guardacostas libios equipados y financiados por la UE parece haber cedido. Y la presión abolla hoy el casco de acero del Allegra y su especie.
.

·

·

¿Te ha interesado este reportaje?

Puedes ayudarnos a seguir trabajando

Donación únicaQuiero ser socia



manos