Artes

César Aira

Premio Formentor

M'Sur
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· 19 minutos

Escritor sin límites

cesar aira
César Aira (2012) | CC alfashop22

Si Paco Umbral respondía secamente “cien” cuando le preguntaban cuántos libros había escrito en su vida, el argentino César Aira (Coronel Pringles, 1949) puede ya presumir de haber superado esa cifra. Con una media de entre dos y cuatro nuevos títulos al año, la creatividad de este autor no parece agotarse nunca, como su capacidad para explorar nuevas formas de contar desde su tiempo, desde este siglo XXI: Cómo me hice monja, Váramo, El tilo, La noche de Flores, El criminal y el dibujante, La invención del tren fantasma, Prins

Su nombre ha sonado con insistencia en las quinielas del Nobel, y atesora reconocimientos como el Guggenheim o el Caillois. A este palmarés se suma este año el premio Formentor, que en su andadura ha demostrado sentir debilidad por los argentinos –de Borges a Piglia o Alberto Manguel, pasando por el adoptado Gombrowicz–, pero sobre todo por la buena literatura con sello personal. Y aunque se aleja un poco del radar geográfico de MSur, la irrenunciable mediterraneidad del Formentor nos anima a compartir el discurso del galardonado de este año, de ese polígrafo que desde el Río de la Plata sigue creando historias que atraviesan géneros y fronteras, pero sobre todo sobrepasan los límites del asombro.

[Alejandro Luque]

 

Una educación defectuosa

 

Discurso leído por César Aira en el acto de entrega del Premio Formentor 2021

9 Octubre 2021

 

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Un premio tiene algo de final de partida, porque mira en una sola dirección: a lo ya hecho. Pero si la partida se jugó respetando las reglas, estas quedan vigentes después del final, de modo que el juego seguirá, no en un ilusorio futuro de revanchas sino en un plano del presente estriado por los tiempos posibles, entre los cuales tanto el pasado como el futuro son fichas disponibles para nuevas jugadas. Quizás me haga entender mejor con un recuerdo infantil. Cuando yo trabajaba mi ajedrez, con no sé qué ambiciones de heroísmos cerebrales, uno de los recursos del aprendizaje era reproducir partidas de los grandes maestros de la historia del juego, Capablanca, Alekhine, Tartakower, a veces partidas legendarias, matches por el título mundial o, más dramáticamente, la partida que había marcado el comienzo de la decadencia o la locura del campeón. Llevándome por los comentarios creía entender, o me hacía la ilusión de haber entendido, la razón por la que hacían cada movida, pero al llegar al final sucedía algo que me desalentaba. Uno de los dos contrincantes se rendía. Se rendía, y esto era lo que me desalentaba, no por la inminencia del jaque mate que a mí tanto me emocionaba; se rendía porque preveía que el desarrollo inexorable de la partida, a partir de ese último movimiento hecho por el contrario, lo llevaría a la derrota, no en tres movidas ni en cinco, ni siquiera en diez: quizás en veinte o en treinta. Yo sentía que me estaban robando algo valioso. Lo que me gustaba era ver ese emocionante momento en que el rey quedaba preso en un rincón, no tenía dónde dar uno de esos pasitos suyos de convaleciente, y la muerte lo cercaba. A cambio de la emoción fuerte de esa instancia me daban una fría construcción intelectual, la proyección abstracta de los posibles, que aparte de la melancólica condición de irreal, no tenía otro horizonte que la derrota. Ni siquiera mostraba la dignidad trágica del momento final, sino que ese momento se ocultaba en la maraña bifurcatoria de lo hipotético. Las mentes poderosas de estos gigantes del juego me robaban la culminación de la partida, apoderándose del tiempo, al que obligaban a mostrar sus cartas. Cosas así hicieron que terminara abandonando mis sueños de ajedrez, como se abandonan los sueños de gloria a la mañana siguiente. Pero de esos finales a los que no se llegaba nunca debió de quedarme algo, ese aroma de tiempo adelantándose al tiempo, efectos precediendo a las causas, consecuencias salteándose a sí mismas. Así se abrevió la transición a Borges, cuyos juegos con el tiempo fueron también alardes del poder de la mente sobre ese elemento, que en sus libros no parecía fluir sino articularse como una palabra hecha de innumerables letras que podían reordenarse en distintas conformaciones anagramáticas formando otras palabras, que en definitiva eran todas las palabras posibles. De estos juegos con el tiempo estuvo hecha mi educación. A ella le adjudiqué parte de la culpa por los daños que sufrí en el transcurso de mi vida. Solo una parte. Yo compartía la culpa, ya que al considerar tan importante mi educación, por una propensión intelectualista que me acompañó desde el comienzo, no quise dejarla en manos de nadie que no fuera yo mismo.

Una educación es un proceso temporal. Una buena educación pone al tiempo de su parte, para lo cual lo ordena comedidamente en paralelo a su experiencia. No fue mi caso: por una decisión que escapó a mi control, tuve una educación defectuosa. Lo supe ya mientras se realizaba, me daba cuenta de que estaba experimentando una intermitencia de desapariciones, cuando lo propio de una educación adecuada era una acumulación de apariciones. No pude evitarlo. Una megalomaniaca convicción infantil de mi superioridad mental hizo que rechazara todas las insinuaciones del sentido común, con una positiva distracción que ya empezaba a parecerse a la literatura. Y, una vez adulto, frente a desafíos que debía enfrentar con los ojos cerrados, recurrí para explicármelo a la fórmula con la que titulé todo lo que escribí: una educación defectuosa.

¿Cómo pudo ser? ¿Fue de verdad, o un sueño? De un modo u otro, todos los hombres completan su educación y se lanzan a practicar lo aprendido como mejor pueden. Todos la completan a la medida de sus necesidades. En todo caso, van agregando interpolaciones de experiencia al dictado de los hechos y su correspondiente percepción. En mi caso, el proceso del aprendizaje se cerró pronto, no solo por el motivo más extendido, que es el temor de caer en la trampa de una educación crónica, sino por la prisa de empezar a ejercitar mis imperfecciones como otras tantas elegancias literarias. Sí, a veces pienso que fue un sueño, que todos los libros que leí en mi infancia fueron otros tantos sueños. Más allá, un cielo de nubes oscuras caía sobre el horizonte.

Se recurre al sueño cuando no hay otra explicación. Hace muchos años que tengo un solo sueño, quiero decir sueños que son variaciones del mismo sueño, cuyo argumento puede resumirse como la necesidad de llegar a tiempo, o la imposibilidad de llegar a tiempo, ya sea a una partida en avión o en tren, a una reunión, a una cena, a un sitio donde me esperan…. Las variaciones de escenarios, de personajes, de dificultades y escollos o demoras son innumerables, la necesidad de llegar a tiempo siempre está presente. También varía el tono, desde la más angustiada pesadilla a una casi indiferencia, aunque por supuesto nunca es un sueño agradable. He debido conformarme. Mi inconsciente no tiene la obligación de proveerme sueños agradables.

Aparentemente sí existe la obligación de que haya sueños, para proteger la saludable operación de dormir, o por un requisito neuronal, o lo que sea. Y este recurso a un mismo asunto se revela como un modo de economizar el gasto narrativo. Sobre todo que sea este asunto, «llegar a tiempo», y no otro, porque su amplitud ceñida (que no es un oxímoron) permite insertar todos los restos diurnos y los deseos ocultos en un relato fluido. Lo que he observado es que dentro del tiempo de la demora en llegar a tiempo hay otros tiempos, globos de tiempo en los que, justamente, me demoro, globos narrativos, que hacen a mi profesión.

Al impartirme yo mismo mi educación en los primeros años de mi vida, como en los últimos he estado soñando que nunca puedo llegar a tiempo, al no aceptar maestros ni consejos, quedé en manos del Hada Atención. Las cosas podrían haber salido bien a partir de ahí. Lo dijo Leibnitz: «Dios nos da la atención, y la atención lo puede todo». Para poder todo hay que administrar bien ese don precioso, al menos tan bien como lo hacen los demás, que reservan la atención para lo que creen importante, en un gesto práctico destinado a evitar una sobrecarga eléctrica en los circuitos cerebrales. Yo, por efecto de las lecturas de las que ya estaba intoxicado, reservé la atención para lo maravilloso. No concebía como digno de mi atención sino lo que estuviera facetado en mil caras, el diamante en cuyo corazón innumerable se reprodujeran las imágenes de mi realidad personal. Ese diamante era un objeto alegórico, pero resultó real. Ahí estuve un día, en Dresde, en la Bóveda Verde o Gabinete de Maravillas de los reyes sajones, a la salida del cual me detuve ante el maravilloso diamante verde del tamaño del corazón de un niño. Ese objeto existe en la realidad, y en la realidad exhausta de los circuitos turísticos. El color, inusitado en un diamante, se debe a que en sus eras bajo la tierra sufrió radiaciones de uranio. Tiempo después leí el diario que llevó el niño Arthur Schopenhauer, futuro filósofo, a los ocho o diez años, en cuyas páginas registra el momento cuando, de paso por Dresde con sus padres, visitó esa misma cámara y se detuvo ante el diamante. Anotó a continuación que, al salir a la calle después de contemplar durante horas los juguetes de oro de los reyes, sintió un gran asombro al ver que los coches y la gente y las casas no eran todas de oro.

Ese diario y ese viaje vienen a cuento: los padres de Schopenhauer, ricos y cultos, dedicaron dos años a recorrer Europa con su hijo para perfeccionar su educación. El niño, aplicado, llevó un diario de cada jornada de ese viaje, que, a lo largo de dos años, fue descansado y placentero, en buenos coches y mejores hospedajes. Conociendo el carácter de los padres, y la trayectoria posterior de la madre, podría sustentarse la sospecha de que la educación del niño fue una excusa para licenciarse de cualquier trabajo y emprender un largo viaje de placer. No podría extrañarnos, ya que casi todo lo que se hace, al menos lo que hago yo, se hace como pretexto para poder hacer otra cosa.

La coda humorística que le puso el niño Schopenhauer a su visita a la Wunderkammer de Dresde, al decirse sorprendido de que en la calle la gente y las cosas no fueran de oro, indica que no habían escapado a su visión infantil los mundos posibles procedentes de la miniatura. Esas cortes de monarcas de bolsillo en sus minuciosos dioramas, la del Gran Mogol con ministros y chambelanes liliputienses, las tropas formadas en filas intercaladas con lupas para ver los rostros fieros de soldados del tamaño de saltamontes, fortalezas inexpugnables que cabían en la palma de la mano, palacios para insectos con insomnio, eran todos habitantes de la imaginación y la memoria, invocados por el Hada Atención.

Y no era indiferente que fuera todo de oro. Los reyes sajones en la época eran los más ricos de Europa y podían permitírselo. Pero justamente por poder permitírselo, podrían haber elegido otro material. El oro, más allá de los simbolismos fáciles que promueve, de lo solar a lo excrementicio, o la prosaica reserva de valor, es moneda de cambio: puede hacer que lo pequeño se vuelva grande y el sueño, realidad. El oro permitió acercar no ya los opuestos, que siempre van juntos, sino los cuerpos y su representación. Ondulantes geometrías vanas hacen mundo para el contemplador, y uno cree comprender la historia en la que está embarcado, pero esa es apenas una cara de la atención, la atención vista desde afuera. Las miniaturas mentales emprenden un largo camino hacia el mundo, lo supe en el momento en que arreciaban los fastos enciclopédicos de mi educación, y debí saldar mis deudas atravesando páramos de sueño, cavernas con follaje de cristalería y oscuros volúmenes de noche prematura. La iconología de la atención pone la educación a distancia.

Hay un cuadro en París, el Déjeuner sur l’herbe, de Manet, en el que figura un grupo en primer plano, dos hombres y una mujer, y atrás, a cierta distancia, otra mujer que se inclina sobre el agua de un estanque. A cierta distancia, pero no sería fácil determinar con certeza el grado de esa distancia. Hay una ligera pero perceptible divergencia de lo que espera la visión. Sin que nadie haya tenido que decírselo, la vista sabe que el tamaño de los objetos disminuye según se alejan. Con la mujer que se inclina sobre el agua, la expectativa no se cumple, pero apenas. Un observador distraído no notaría nada fuera de lo común; y a ese observador distraído parece haberse dirigido el artista, para que se lleve sin saberlo la experiencia de un presente con dos realidades simultáneas. Claro que todo soñador sabe que no hay realidades simultáneas, lamentablemente solo hay una con la terrible transparencia de lo inexorable, y la capacidad del pensamiento de hacer presente dos espacios superpuestos sobre la red del tiempo es un miserable consuelo.

Vuelvo al proceso de mi educación: el aventajado escolar visto a cierta distancia crece, saliendo de la miniatura de oro bibliotecario en la que ha estado encerrado, se habitúa a las dimensiones que estrena, y se ofrece a su propia mirada, que artísticamente busca el tamaño adecuado. La lógica del espejismo es inescapable. El agua sobre la que se inclina la mujer del cuadro refleja al escolar temeroso, las ondas que expande su rostro son las huellas de la educación recibida, y en un momento más tocan la orilla de la edad adulta.

Este juego de simultaneidades y superposiciones distorsionadas sugiere el juego de la traducción, que en mi caso no fue un juego sino el trabajo al que me llevaron las lecturas y mi propensión invencible a no hacer otra cosa que leer. La ejercí esforzadamente durante treinta años, en los que cientos de novelas pasaron por mis conductos nerviosos. Que esos libros procedieran de la zona de golpes bajos de la literatura no me preocupaba. De sus páginas emanaba un gas alucinógeno que producía células de ficción. Los escrúpulos de la doble realidad eran aplicados a una materia, la literatura, donde sostener la atención era el único control de calidad posible. Dos idiomas se desplazaban por los rieles del interés: mantener el interés a toda costa era imperioso en esa clase de novelas, pero el amplio campo semántico de la palabra interés era el plano donde las distancias se hacían ambiguas. Absorbentes, esas novelas provenían del taller de las sombras, se rendían al monumental defecto previo que yo traía conmigo, mi aporte personal. Me llevaron muy lejos. Se las calificaba de «ficción comercial», aunque en realidad, si puede hablarse de realidad, ficción hay una sola, y si contiene un doble fondo es porque antes hubo una doble superficie.

Así como la simetría solo se advierte en las asimetrías, la lógica de la ficción sólo se advierte en su ruptura, y esta está siempre presente. Solo en la ficción se revelan los distintos planos de la realidad. Las novelas comerciales, por ser comerciales, adaptadas a la evolución comercial de la cultura, están construidas con el mayor cuidado, ya que se supone que al haberlas puesto en el plano comercial alguien pagará por ellas y tendrá derecho a reclamar. Esas precauciones tan cuidadas como las que tomó la divinidad al confeccionar el universo estallan a la vista, hacen visibles los huecos que han evitado. Traduciéndolas incansablemente, durante el periodo más extenso de mi vida adulta, yo volvía a la infancia, al momento en que podría haber descubierto algo que se me escapó e hizo que mi educación quedara en un estado crónicamente defectuoso, aunque no incompleta. Volvía al pasado, pero sin abandonar el presente inescapable.

El mito de la educación defectuosa lo construí a partir de algunos datos que extraje de mi comportamiento, de desviaciones inexplicables en mi conducta, que solo tomaban un contorno preciso si me remontaba a alguna falla o carencia en el pasado. Como en el caso de los ajedrecistas, pero al revés, si cometía un error era porque muchos años atrás había omitido aprender una letra o un número, o el modo de hacer una operación, y ese pequeño hueco viajaba en el tiempo hasta mi presente.

A esa construcción temporal, que califico de mito personal, le doy un verosímil biográfico diciendo que por una prematura manía de grandeza quise educarme por mis propios medios. Sabía que al hacerlo así lo haría mal. Quiero decir, ponía frente a mí la educación adecuada, a la que hacía objeto de un enérgico gesto de rechazo, ya que me llevaría a comportarme como los demás. Suena extraño que un niño no quiera adaptarse a su medio, ser como los otros chicos, ser aceptado. Por supuesto que era lo que yo quería. Pero en el adulto que iba a transformarse ese niño alentaba cierto gesto literario y artístico peculiar, y ese adulto que sería, y que soy, es el que rechaza retrospectivamente la educación adecuada.

Había que hacer un sacrificio, es cierto, renunciar a las eficacias prácticas de una existencia regulada por las bondades sociales. Por suerte, la normalidad nunca me engañó. El tedio mundano me rodeó como una marea ávida, pero resistí en la conservación de un pasado de pedagogías esotéricas que me había inventado, y que pude entrever al trasluz de los cientos de novelas malas que constituyeron el trabajo de mis días. Allí había un fondo de mar, con interesantes monstruos que ondulaban en una blandura condescendiente, sonrosados en el azul, portadores de las lamparillas del Orco.

Uno de los precursores ensayos de Francis Bacon, el titulado Of Boldness, o sea, Sobre la audacia, contiene un breve apólogo para ilustrar el hecho de que la audacia, que tan útil puede ser en unas ocasiones, en otras puede llevar a hacer predicciones imposibles de cumplir: la anécdota ejemplar dice que Mahoma se proponía dar un sermón y, como se había reunido a mucha gente, necesitaba hablar desde una altura para hacerse oír. A cierta distancia había una montaña («a hill», dice Bacon, una colina) que serviría convenientemente como estrado. Haciendo exhibición de la audacia que el ensayo de Bacon está considerando, Mahoma le ordena a la montaña que se acerque. Por supuesto que aquí Mahoma es solo una palabra. Seguramente Bacon lo empleó en lugar de Jesucristo para no herir susceptibilidades religiosas, aunque Jesucristo habría llenado mejor el papel, para los que recordasen ese sermón suyo que es, justamente, de la montaña. Pero, hombre renacentista como era Bacon, debió de tener en cuenta las reglas de la perspectiva, que ordenan las puestas a distancia y se advierten cuando una leve disonancia, como en el cuadro de Manet, despiertan el sobresalto. Y, por supuesto asimismo, la montaña no acudió al llamado. Con lo que Mahoma debió ir a ella, y quedó el proverbio.

Esto venía a cuento porque en su largo camino, en el que todos lo hemos pronunciado alguna vez, el proverbio adquirió reversibilidad: tanto puede decirse que si la montaña no viene al hombre el hombre va a la montaña como, al revés, que si el hombre no va a la montaña la montaña, mágicamente, viene al hombre. No es que haya tal magia: la montaña deja de ser montaña para ser cualquiera de esas cosas, como las desgracias, que vienen a nosotros cuando se convencen de que no iremos hasta ellas.

Pues bien, la reversibilidad viene a cuento por algo que se me ocurrió revisando una vez más los mitologemas de mi educación defectuosa, y es que si esta no prepara al alumno para enfrentar al mundo, será el mundo el que acuda al sitio donde está sentado, escribiendo, el alumno o exalumno, y acudirá transformado, adaptado a la clase de educación que ese exalumno se impartió. La ventaja, discutible y difícil de probar, es que en una cierta cantidad de movidas, anticipadas por el soplo de la inspiración, ese mundo comprado a fuerza de errores anticipados se volverá el mundo de verdad. El premio del que se negó a adaptarse al mundo, fue que el mundo vino a él despojado del lastre de la realidad, en forma de miniatura y representación, retablo de oro visto a la media distancia, moneda falsa que sirve más que la genuina.

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 © César Aira (2021) | Cedido por Premio Formentor