Artes

Rebeca García Nieto

Herta Müller

M'Sur
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· 11 minutos

La mirada azul

Rebeca García Nieto (Praga, 2011) | Redes sociales de la escritora

No es Herta Müller una mujer precisamente accesible. La recuerdo en aquella visita a Córdoba, invitada por el festival Cosmopoética, colocándose ante los periodistas como quien se pone ante un pelotón de fusilamiento. Aquella mirada azul, huidiza, de una mujer que no ama la sobreexposición ni las multitudes. Pero también el modo en que se fue relajando poco a poco, incluso esbozando alguna sonrisa, conforme la conversación avanzaba. Tal vez porque se dio cuenta de que la teníamos leída, que sabíamos todo lo que ella había querido que supiéramos a través de sus libros. Y que no estábamos allí para hacerle el menor daño.

A modo de ‘sepa más’ —mucho más, cabría decir—, Rebeca García Nieto ha escrito una interesantísima biografía de esa señora en apariencia impenetrable. Lo ha hecho leyendo y releyendo su obra, pero también indagando en otras fuentes y, sobre todo, buscando el tono justo para contar vida y milagros de la premio Nobel. La colección Vidas Térmicas de ZUT, la misma en la que han visto la luz hasta ahora los textos de Eduardo Jordá sobre Anna Ajmátova, y de Rocío Rojas-Marcos sobre Mohamed Chukri, nos acerca ahora un esmerado perfil de la maestra rumano-alemana, una privilegiada testigo de su tiempo, de nuestro tiempo.

[Alejandro Luque]

 

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Herta Müller

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Desde que era niña tiene claro que las oraciones no son ningún consuelo. En los demás ejercen un efecto ansiolítico; a ella la ponen de los nervios. La abuela solía cantarle «antes de echarme a dormir, oh, Señor, alzo mi corazón hacia ti»1), pero, en vez de quedarse dormida, ella se ponía a darle vueltas y vueltas a la frase: para llegar hasta Dios, el corazón tendría que subírsele a la cabeza. Después tendría que atravesar el pelo… y luego el techo. Si se va el corazón, no se irá solo, ella misma se elevará con él… ¿Cómo podía calmar eso a nadie? Parecía una historia de esas que se cuentan a los niños para que no se porten mal.

También le preocupaba que la abuela se detuviera en mitad de la oración. En cuanto pensaba que se había dormido, de golpe y porrazo, dejaba de rezar. ¿Qué pensaría el buen dios de que lo dejaran a medias? Eso no podía ser bueno. Había oído en la iglesia que Dios nos ha creado, que nos ha dado la vida, y hay muchas cosas que no sabe, pero si algo tiene claro es que, más pronto que tarde, el Señor querrá recuperar el material del que nos ha hecho. Seguramente va a utilizarlo después para crear a otros. En el campo ha sido testigo de este proceso de reciclaje una y otra vez. Nunca se detiene.

La poesía, en cambio, tiene en ella un efecto balsámico. Cuando tiene que enfrentarse a algo que teme, recita versos para sus adentros. Mueve los labios, como si rezara. Por eso esta mañana, de camino al trabajo, repite en su interior: Menta menta/ yamgoyó/ spectro. Menta menta/ yamgoyó/ spectro. Menta menta… yamgoyó spectro… yamgoyó spectro. Que le recuerda a «aquí estoy otra vez frotando menta», una expresión rumana que significa «matar el tiempo» o hacer como que se hace algo cuando no es así2), justamente lo que, de un tiempo a esa parte, hace ella en la fábrica —a veces diría que el poema está escrito solo para ella—. Ha conseguido acompasar sus pasos al ritmo de estos versos de Oskar Pastior, un poeta rumano que vive exiliado en Alemania desde 1968. Le pasa igual con los poemas de Theodor Kramer. Solo así, respirando a través del poema de otro, puede seguir adelante.

Como todos los días, entra a la oficina a las seis y media. Lo de menos son las ocho horas que tiene por delante. O los himnos que entona el altavoz para motivar a los trabajadores: Hoy el Partido nos une/ y en la tierra rumana/ el comunismo se construye con el entusiasmo de los trabajadores… A todo se acostumbra una. Lleva trabajando en Tehnometal, una fábrica de maquinaria, desde 1977. Su trabajo consiste en traducir al rumano las instrucciones de montaje y mantenimiento de las máquinas importadas de la RDA, Austria o Suiza. Por suerte, también en la oficina cuenta con la ayuda de Pastior. En el cajón tiene escondido un ejemplar de El abanico gótico de Crimea, de donde está extraído el poema de la menta. Unos amigos lo han traído de Occidente bajo cuerda. Si alguien le contase que en el futuro escribirá un libro con Pastior, pensaría que se ha vuelto loco de remate. Por ahora no es más que una traductora de libros de instrucciones que encuentra alivio en algunos poemas ajenos.

Y no es la única. A los obreros de la fábrica, esos que empiezan a beber aguardiente desde primera hora de la mañana para soportar el frío, no les interesa demasiado la literatura. Sin embargo, tienen sus poemas favoritos… y no son para nada malos. El miedo ha hecho que en todos los países del Este de Europa la gente recurra a la poesía como nunca antes. Si en el pasado conectaba únicamente con un grupo de lectores muy minoritario —las élites intelectuales, en palabras de Ana Blandiana—, ahora personas de toda clase y condición sienten que los poemas les hablan de tú a tú. Los versos parecen conocer su dolor y a la vez les proporcionan cierto alivio, no sabrían decir exactamente por qué. Tal vez los obreros lectores intuyan en ellos ese resquicio de libertad, esa rebeldía, que tanto necesitan. Para muchos rumanos, esos poemas son el único espacio libre que pueden permitirse.

En cierto modo, la poesía se ha convertido en una religión. El gran Pierre Michon contaba que cuando su madre estaba agonizando no rezó el Padrenuestro o el Avemaría, sino que, de forma instintiva, se puso a recitar La balada de los ahorcados, de François Villon. Para los que no creen en Dios, los poemas son el equivalente de los rezos.

Además de ser indispensable para el pueblo, la poesía se ha convertido en el género más practicado por los escritores rumanos. Ana Blandiana, Mircea Cărtărescu o Herta Müller empezaron escribiendo poemas. Durante sus años de universidad, Cărtărescu era un habitual del Cenaclul de Luni (el Círculo de los Lunes), un grupo de escritores de Bucarest reunidos en torno al crítico Nicolae Manolescu.

La poesía transcurre entre líneas, en el terreno de lo implícito, el único territorio que la censura no ha logrado colonizar del todo. La historia de la literatura rumana puede verse como una batalla entre los escritores y los censores por la conquista de esa tierra intermedia que marcha en paralelo a la realidad. Los escritores tratan de ampliar los dominios del Reino de la Literatura verso a verso; los censores, de reducirlo golpe a golpe. A juzgar por los grandes nombres que han dado las letras rumanas de esos años —Blandiana, Cărtărescu o la propia Herta—, podemos afirmar sin ruborizarnos que la batalla por el espacio entre líneas la ganó la Literatura.

Hasta hace poco el trabajo en la fábrica ha sido soportable. Aunque había que aguantar al camarada director, a los compañeros soplones y las rencillas entre compañeros, ha conseguido sobrellevar la situación. Ahora todo se ha complicado. Desde hace unos días recibe la visita de un hombre, un gigante de ojos azules al que llama «la Visita Rubia». Ayer el gigante elogió su conocimiento de las plantas que adornan su oficina, aunque dejó claro que ellos sabían más de ella que ella de los tulipanes. Hoy el tono ha cambiado. La llama vaga y zorra, y luego: Escribe aquí. Nombre, fecha de nacimiento. «Herta Müller, nacida el 17 de agosto de 1953». Venga, continúe: «Independientemente de la proximidad o del parentesco, no diré a nadie que…». Aquí Herta se detiene en seco. No, no voy a escribir colaborez. ¿Cómo iba a hacerlo? «N-am caracterul»3). Esta última frase —no tengo el carácter para ello—, que podríamos traducir por «nunca me lo podría haber perdonado» o «en mi cabeza jamás habría prescrito», da de lleno en alguna diana del gigante, que rompe los papeles y los tira al suelo hecho una furia. Después, tras pensárselo mejor, se agacha lentamente para recoger los trozos. Tal vez necesite presentar una prueba a sus superiores de que al menos lo ha intentado.

¿Cómo se te ocurre?, le dicen, ¿en qué estabas pensando? Y en lo que está pensando es en su padre. Su padre colaboró con el régimen nazi y ella nunca ha podido perdonárselo. Si una y otra vez se lo ha echado en cara, ¿cómo podría ella ahora seguir viviendo tranquila si actuara como él? Además, a sus ojos, tanto él como su madre eran meros vasallos. Sus padres no habían colaborado con la Securitate —la temible policía secreta del Régimen—, no habían informado sobre nadie, pero se habían plegado a todas sus exigencias sin plantarle cara. De sus padres aprendió el peligro de ser cómplice. «Primero por ignorancia y después por pura comodidad e indiferencia —como si de un efecto secundario natural de la vida se tratase— uno se vuelve tan culpable como los verdugos activos»4).

«No tienes ni idea de con quién te la estás jugando». Y era cierto. No sabía que aquel hombre era un agente de la Securitate especializado en escritores. Más tarde se enterará de que la Visita Rubia, el oficial Stana, pertenece a la Sección de Literatura de la central de los Servicios Secretos. Al parecer, están interesados en un grupo de escritores, en su mayoría poetas, que consideran una amenaza para el Estado: el Aktionsgruppe Banat.

Ella no es miembro del grupo y, más allá de unos cuantos poemas y textos breves, ni siquiera ha comenzado a escribir, pero la mayor parte de sus amigos pertenecen a ese círculo de escritores, o, mejor dicho, pertenecieron: el grupo se disolvió oficialmente en 1975, después de que alguno de sus miembros pasara una temporada entre rejas. Los escritores, no obstante, han mantenido su amistad y, lo que es peor, continúan escribiendo, por lo que siguen siendo un objetivo a vigilar. Además de ser amiga de los miembros del Aktionsgruppe, Herta se codea con actores de teatro, estrellas del rock… A la Visita Rubia le vendría muy bien tener un topo dentro de la escena cultural de Timisoara̦.

Pero esta terca traductora, ¿quién demonios se ha creído que es?, se niega a escribir colaborez. «Esto no va a quedar así», dice el oficial. Tras recoger los papeles tirados por el suelo, advierte: «Te hundiremos en el río».

A los pocos días será ella la que tenga que agacharse para recoger los papeles del suelo. Una mañana, al llegar a la oficina, se encuentra sus diccionarios junto a la puerta. Cuando entra, hay otro hombre sentado en su despacho. De ahí en adelante, tendrá que trabajar en la escalera. En uno de los escalones entre el bajo y el primer piso extiende un pañuelo blanco y se sienta sobre él. Es incómodo, claro, pero lo peor es esa sensación de estar sentada sobre un vacío.

Como era de esperar, la pérdida del despacho es solo el principio.

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1) Müller H. El rey se inclina y mata, p. 13.
2) Müller H. Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío, p. 146.
3) Müller H. Discurso de recepción del Premio Nobel. Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío, p. 10.
4) Müller H. En la trampa, p. 16.

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© Rebeca García-Nieto ·  2021  |  Cedido a MSur por Zut Ediciones