Opinión

¿Un chalé en la selva?

Uri Avnery
Uri Avnery
· 9 minutos

Estamos en medio de un acontecimiento geológico. Un terremoto de unas dimensiones que marcan época está cambiando el paisaje de nuestra región. Las montañas se convierten en valles, emergen islas del mar, los volcanes cubren la tierra con lava. A la gente, el cambio le da miedo. Cuando sucede, tienden a negarlo, ignorarlo, y pretenden que no ocurre nada realmente importante. Los israelíes no son una excepción.

Mientras en el vecino Egipto suceden acontecimientos que cambian el mundo, Israel está absorto en un escándalo en el alto comando del Ejército. El ministro de Defensa odia al actual jefe del Estado Mayor y no lo oculta. Al nuevo jefe previsto se le ha expuesto como un mentiroso y se ha anulado su nombramiento. Éstos son los titulares. Pero lo que ocurre ahora en Egipto cambiará nuestras vidas.

Como de costumbre, nadie lo previó. Al tan mimado Mossad le cogió por sorpresa, al igual que a la CIA y a todos los demás servicios del estilo, tan celebrados.

Un terremoto que marca época está cambiando el paisaje de nuestra región

Pero no debería haber sido una sorpresa en absoluto, excepto por la increíble fuerza de la erupción. En los últimos años hemos dicho muchas veces en esta columna que en todo el mundo árabe, multitud de jóvenes crecen con un profundo desprecio hacia sus líderes, y que esto llevará más tarde o más temprano a una rebelión. Esto no era una profecía sino un sobrio análisis de las probabilidades.

Las revueltas en Egipto las causaron factores económicos: el creciente coste de vida, la pobreza, el desempleo, la desesperación de los jóvenes con estudios. Pero que no nos equivoquemos: las causas reales son mucho más profundas. Se pueden resumir en una palabra: Palestina.

En la cultura árabe, nada importa más que el honor. Un pueblo puede sufrir miserias, pero no aguantará la humillación. Pero lo que todo jóven árabe, desde Marruecos hasta Omán veía a diario era cómo sus líderes se humillaban, traicionando a sus hermanos palestinos para ganar favores y dinero de América, colaborando con la ocupación israelí, encogiéndose ante los nuevos colonizadores. Esto era una profunda humillación para los jóvenes, educados en los logros de la cultura árabe de épocas pasadas y las glorias de los primeros califas.

En ninguna parte, esta pérdida del honor era más obvia que en Egipto, que colaboraba abiertamente con el liderazgo israelí a la hora de imponer el vergonzoso bloqueo de la Franja de Gaza, condenando a 1,5 millones de árabes a la malnutrición y cosas peores. Nunca era únicamente un bloqueo israelí, sino uno israelí-egipcio, lubricado con 1.500 millones de dólares estadounidenses al año.

A los 15 años me uní a una organización terrorista. ¿Por qué iba a ser diferente un árabe?

He reflexionado muchas veces ―y en voz alta― sobre cómo me sentiría si fuera un chaval de 15 años en Alejandría, Ammán o Alepo, viendo a mis líderes comportarse como esclavos abjectos de los estadounidenses y los israelíes, al tiempo que oprimen y expolian a sus propios súbditos. A esa edad, yo mismo me uní a una organización terrorista. ¿Por qué iba a ser diferente un chico árabe?

A un dictador se le puede tolerar si refleja la dignidad nacional. Pero un dictador que expresa la vergüenza nacional es un árbol sin raíces: cualquier racha de viento lo puede tumbar. Para mí, la única cuestión es en qué parte del mundo árabe iba a empezar. Egipto, al igual que Túnez, venía al final de mi lista. Pero aquí está: la gran revolución árabe tiene lugar en Egipto.

Esto es un milagro en sí mismo. Si Túnez era un pequeño milagro, éste es uno inmenso. Me encantan los egipcios. Cierto, uno no puede querer realmente a 88 millones de individuos, pero sí se puede querer a un pueblo más que a otro. En este sentido, uno tiene derecho a generalizar. Los egipcios que uno se encuentra en la calle, en las casas de la élite intelectual y en los callejones de los más pobres entre los pobres, son una peña con una paciencia increíble. Disponen de un irreprimible sentido de humor. También sienten un inmenso orgullo por su país y sus 8.000 años de historia. Para un israelí, acostumbrado a sus compatriotas agresivos, la casi total falta de agresividad de los egipcios es sorprendente. Recuerdo vivamente una escena en particular: Estaba en un taxi en El Cairo cuando chocó con otro. Ambos conductores salieron de un salto y empezaban a insultarse en términos escalofriantes. Y de repente, ambos dejaron de gritar y estallaron en risas.

Un occidental que llega a Egipto o lo quiere o lo odia. En el momento en que pones tu pie en suelo egipcio, el tiempo pierde su condición de tirano. Todo se vuelve menos urgente, todo es un desbarajuste, pero de manera milagrosa, todo acaba por resolverse. La paciencia parece ser infinita. Esto puede confundir a un dictador. Porque la paciencia puede acabarse de repente.

Para un israelí la falta de agresividad de los egipcios es sorprendente

Es como un dique defectuoso en un río. El agua sube tras el dique, de forma lenta, imperceptible, silenciosa… pero si alcanza un nivel crítico, el dique se romperá y todo será arrastrado.

Mi primer encuentro con Egipto me intoxicó. Después de la visita, sin precedentes, de Anwar Sadat a Jerusalén, yo me precipité hacia El Cairo. No tenía visado. Nunca olvidaré el momento en que presenté mi pasaporte israelí al robusto funcionario del aeropuerto. Lo hojeó entero, cada vez más asombrado… y luego levantó la cabeza con una amplia sonrisa y dijo “marhaba”: bienvenido.

En ese momento, sólo éramos tres israelíes en la inmensa ciudad y nos mimaron como a reyes; casi esperábamos que de un momento a otro nos llevarían a hombros. La paz flotaba en el aire y a las masas egipcias les encantó.

La colaboración de Mubarak con la traición a los palestinos llevó a muchos egipcios a odiarle

Sólo unos pocos meses más tarde, todo había cambiado profundamente. Sadat esperaba ―sinceramente, creo― que también aportaría la liberación a los palestinos. Bajo la intensa presión de Menachem Begin y Jimmy Carter dio su acuerdo a una formulación ambigua. Para Begin, el acuerdo de paz con Egipto era una paz separada que le permitía intensificar la guerra contra los palestinos.

Los egipcios ―empezando con la élite cultural y bajando hasta las masas― nunca lo perdonaron. Se sintieron engañados. Tal vez no tengan mucho amor a los palestinos, pero traicionar a un pariente pobre es una vergüenza en la cultura árabe. Ver a Hosni Mubarak colaborar con esta traición llevó a muchos egipcios a odiarle. Este despreció está en el fondo de todo lo que ha ocurrido esta semana. De forma consciente o inconsciente, los millones que gritan “Vete, Mubarak” reflejan este desprecio.

En toda revolución llega el ‘momento Yeltsin’. Se envían a la capital columnas de tanques  para restablecer la dictadura. En el momento crítico, las masas se enfrentan a los soldados. Si los soldados se niegan a disparar, el juego ha terminado.

Yeltsin se subió al tanque, ElBaradei se dirigió a las masas en la plaza Tahrir. Es el momento en que un dictador prudente huye al extranjero, como hizo el shah y ahora el mandamás de Túnez. Luego está el ‘momento Berlín’, cuando un régimen se descalabra y nadie que está en el poder sabe qué hacer, y sólo las masas anónimas parecen saber exactamente lo que quieren: querían que cayera el muro.

Es cuestión de tiempo que los dictadores en todo el mundo árabe caigan

Y luego está el ‘momento Ceausescu’. El dictador está en el balcón y se dirige a la muchedumbre, cuando de repente desde abajo sube un coro de “Abajo el tirano”. Durante un momento, el dictador se queda sin habla, mueve sus labios en silencio, luego desaparece. Esto le ocurrió, de cierta manera, a Mubarak, que dio un discurso ridículo, intentando en vano luchar contra la corriente.

Si Mubarak no tiene contacto con la realidad, Binyamin Netanyahu mucho menos. Él y sus colegas parecen ser incapaces de comprender la envergadura de lo que estos sucesos significan para Israel. Cuando Egipto se mueve, el mundo árabe le sigue. Sea lo que sea lo que se adivine en el futuro inmediato de Egipto ―una democracia o una dictadura del ejército―, será sólo cuestión de tiempo ―de un tiempo breve― que los dictadores en todo el mundo árabe caigan y las masas formen una nueva realidad, sin los generales.

Todo lo que el liderazgo israelí ha hecho en los últimos 44 años de ocupación o en los 63 años de su existencia se está volviendo obsoleto. Afrontamos una nueva realidad. Podemos intentar ignorarla ―insistiendo en que somos el “chalé en la selva”, en las famosas palabras de Ehud Barak― o bien encontrar nuestro propio sitio en la nueva realidad. La paz con los palestinos deja de ser un lujo. Es una necesidad absoluta. Paz ahora, una paz rápida. Paz con los palestinos, y luego paz con las masas democráticas en todo el mundo árabe, paz con las fuerzas islámicas razonables (como Hamás y los Hermanos Musulmanes, que son muy diferentes de Al Qaeda), paz con los líderes que están a punto de emerger en Egipto y en todas partes.