Opinión

El gran perro negro

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 9 minutos

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Ahora resulta que Osama bin Laden estaba atrincherado en una casa fortificada en una pequeña ciudad rodeada de cuarteles en el norte de Pakistán… y no en una mansión en California, como creía hasta ahora la calle árabe. Los disparos y explosivos escuchados en Abottabad, la ciudad pakistaní, en la madrugada del 2 de mayo pondrán ahora fin a los rumores según los que el más famoso ex agente de la CIA tenía un apacible retiro bajo protección de sus antiguos patronos.

No. No servirá para eso la operación de la CIA —o supuesta operación, como hay que decir de momento, porque un periodista nunca debe dar por seguro un hecho que no haya presenciado o que haya podido confirmar por dos fuentes independientes—. Un comunicado del presidente de Estados Unidos no se puede exceptuar de esta regla.

Es cierto que en los últimos años, la prensa mundial al unísono ha tratado todas las noticias creadas en la Casa Blanca como si fueran una verdad indudable, pese a no otorgar el mismo trato a otros gobiernos, y pese a que el propio Pentágono anunció en 2002 la creación de una Oficina de Influencia Estratégica. BBCCNN y Washington Post dieron por hecho entonces que se trataba de difundir información falsa como medio estratégico en la “guerra contra el terror”, un detalle que los responsables, por supuesto, negaron públicamente.

Es una noticia en la que la única fuente disponible ha tomado medidas para que no sea verificable

Pero la operación del 2 de mayo contra una casa en Abottabad no sólo es una de las típicas noticias no verificables. Es, además, una noticia en la que la única fuente disponible ha tomado medidas para que no sea verificable. Imaginamos que en las próximas horas o días ofrecerán una visita guiada a la mansión de Osama bin Laden, pero ésta no reemplazará la única foto que realmente importa: la de Osama, muerto. Una foto hecha por profesionales de Reuters, AP, Efe y Al Jazeera. Sin esa foto, la noticia sobre la muerte a tiros del líder de Al Qaeda no tiene valor.

Esa foto no existirá: el cadáver de Bin Laden fue tirado al mar, asegura Washington. Una afirmación que cumple dos objetivos: por una parte permite, a quien quiere, negar de plano la muerte de Bin Laden (incluso da vía libre a los impostores), por otra parte ayuda a las facciones islamistas radicales instrumentalizar el episodio para denunciar la “humillación del islam” por parte de Estados Unidos. Se inscribe, pues, en la línea semioficial de provocaciones reflejada en la profanación del Corán en Guantánamo o la publicidad dada a su quema por parte de un párroco evangelista.

Mezcla de Jesucristo, Che Guevara y John Wayne, Bin Laden fue un producto de los medios de comunicación

Porque según las reglas más elementales de la guerra, a un enemigo muerto se le da sepultura. Los musulmanes, al igual que los cristianos, entierran a sus muertos. A diferencia de los cristianos, cualquier trozo de tierra les vale. Pero no el agua. Excepto en el caso de los marineros que fallecen en alta mar. No es el caso. Es cierto que se recomienda enterrar al difunto el día de su fallecimiento, pero eso no habría impedido ni fotografiarlo, ni realizar el ritual del entierro. Ningún gobierno musulmán se podría haber negado públicamente a ceder dos metros cuadrados de tierra a alguien que nació como musulmán, cualquiera que sea su crimen.

Tampoco se sostiene el rumor según el que una sepultura hubiera corrido peligro de convertirse en un lugar de peregrinaje. El culto a las tumbas de ‘hombres santos’, —morabitos o ermitas— es habitual desde España y Marruecos hasta India y Tíbet y esa religión popular, que en el Magreb es tan preponderante que se conoce como ‘marabutismo’, siempre ha convivido con el islam. Con el islam, pero no con el wahabismo: esta secta saudí, que ha usurpado el nombre del islam en las últimas décadas, y cuyo ideario aseguraba defender Osama bin Laden, protagoniza un combate encarnizado contra la veneración de los morabitos. Tan encarnizado que a sus militantes se les atribuyen los sangrientos atentados del 4 de abril pasado contra la tumba de Sakhi Sarwar y contra la de Data Darbar en 2010, ambos en Pakistán.

Sería absurdo que los seguidores wahabíes de Osama instauraran un culto que han intentado erradicar mediante atentados suicidas. Y más absurdo aún que los seguidores del marabutismo rindieran homenaje a quien, supuestamente, los hizo exterminar.

Un rumor así sólo tiene credibilidad para quien aún cree que Osama bin Laden es o era un líder espiritual musulmán. No lo era nunca. Este hombre, esta figura a medio camino entre Jesucristo, Che Guevara y John Wayne, fue desde sus principios un producto de las agencias de espionaje y los medios de comunicación ‘occidentales’. Desde que  estableció Al Qaeda, ‘la base’ en árabe, es decir la base de datos que registraba a los ‘muyahidín’, los guerrilleros islámicos (aún no se les llamaba yihadistas) que combatían las fuerzas soviéticas en Afganistán y hacia los que canalizaba los fondos de la CIA, como explicó en The Guardian el ex ministro de Exteriores británico, Robin Cook.

Y durante toda su vida, su público fueron los medios europeos y norteamericanos, que se abalanzaron sobre sus discursos, una especie de alocución de ONG sobre la miseria del planeta aderezada con proclamas supuestamente islámicas que cualquier alumno coránico podría desmentir. Ni Osama —si es que realizó los vídeos que se le atribuyen— ni sus secuaces nunca supieron hilar un discurso islámico y habrían suspendido cualquier examen de ingreso en una Facultad teológica, como demuestra con detalle el catedrático Jean-Pierre Filiu en su ensayo La guerra de Al Qaeda contra el islam. Empezando con su ecuación de cristianos e “infieles”, totalmente inadmisible en la fe musulmana, que considera creyentes a los seguidores del ‘profeta’ Jesús y garantiza expresamente la protección de sus iglesias.

Osama y sus secuaces habrían suspendido cualquier examen de ingreso en una Facultad teológica

Si a Bin Laden se le atribuyó en ‘Occidente’ un papel de antagonista de George W. Bush —hubo alguna portada compartida por ambos— , nunca fue, en cambio, un personaje reconocido por las masas musulmanas (exceptuando a ese sector marginado y tristemente ridículo que cree encontrar en la lucha contra ‘Occidente’ su misión vital y copia ávidamente los elementos satanizados del ideario occidental).

Bin Laden no fue nadie y ni siquiera los teólogos más rigurosos del wahabismo, como Yusuf Qaradawi, dieron nunca el visto bueno a los atentados contra civiles. Y probablemente nunca sabremos qué fue realmente de este presunto ex agente de la CIA —el presunto se refiere al ex— desde que en 2001 lo entrevistó Taysir Alouni para Al Jazeera y lo pagó con la cárcel.

Al Qaeda tampoco era nadie: no tenía vínculo ni semejanza con los grandes movimientos islamistas armados: la palestina Hamás, la libanesa Hizbulá, los talibanes afganos… Todos ellos son grupos que predican a un pueblo y utilizan las armas para unas metas claras; dejarían de combatir una vez conseguidos éstos: la liberación del territorio palestino ocupado, el cese de la guerra entre Israel y Líbano, el poder en Afganistán; en todo caso objetivos que fácilmente se pueden trazar sobre un mapa y definir por escrito en un tratado de paz.

Nadie ha sabido decir nunca, en cambio, por qué lucha Al Qaeda. No tiene reivindicaciones más allá de una palabrería confusa sobre “las tierras del islam”. Ni pretende que nadie se crea sus diatribas: la organización nunca contó más que un puñado de sicarios o jóvenes pasados por un lavado de cerebro.

Al Qaeda no tiene reivindicaciones más allá de una palabrería confusa sobre “las tierras del islam”

Y esta organización secreta, ignorada o despreciada por las masas árabes y musulmanas, y elevado a los cielos mediáticos en la prensa americana y europea, no desaparecerá, tememos, por la supuesta muerte de quien fue su fundador: lleva tiempo ausente de las pantallas. El último vídeo se le atribuye en 2007, y son sus sucesores o ‘lugartenientes’ quienes firman responsables por los atentados de Al Qaeda. Así, su desaparición no influirá en el funcionamiento de la organización. Ni desaparecerá el pretexto de Washington para invertir en operaciones militares en Pakistán o el Sahel.

A no ser, claro, que este asesinato de Osama Bin Laden sea algo más que una táctica electoral a corto plazo del gobierno estadounidense, tras haber quemado cartuchos como Wikileaks y —con muy poco éxito— la famosa partida de nacimiento de Barack Obama. A no ser que este llamativo ataque aéreo sea en realidad una declaración pública de dar por clausurada la “guerra contra el terror” y de dar carpetazo a la estrategia de atizar los conflictos árabes mediante el enaltecimiento y la exasperación del radicalismo islámico.

De niño leí un cuento en el que un granjero estadounidense, para evitar que su vecino le robara los pollos, se inventó un gran perro negro al que acabaría de comprar. Era tan buen narrador de historias que la gente veía el perro cuando el granjero se ponía guantes negros y movía las manos. El problema surgió cuando empezaban a verlo en todas partes del pueblo y le culpaban de los desaguisados. El granjero tuvo una forma muy americana de zanjar el asunto: buscó su fusil, conjuró al perro negro inexistente y le pegó un tiro.

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