Entrevista

Isaac Rosa

«Hemos pasado del miedo al terrorismo al miedo a la economía»

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 9 minutos
Isaac Rosa (2011) | © Javier Díaz
Isaac Rosa (2011) | © Javier Díaz

Después de revisar la historia reciente de nuestro país en El vano ayer —la novela que le consagró y le valió el premio Rómulo Gallegos— y de explorar los mecanismos de control del poder en El país del miedo, Isaac Rosa (Sevilla, 1974) vuelve a la actualidad con su novela más arriesgada hasta la fecha, La mano invisible (Seix Barral), donde aborda la explotación laboral a través de un metafórico espectáculo en el que el público contempla a una serie de currantes desempeñando las más arduas faenas.

¿No es paradójico que, ahora que el trabajo es el sueño de millones de españoles, usted lo presente con tintes de pesadilla?
Pues sí, estamos en un momento en que las preguntas que surgen de la novela parecen más necesarias que nunca, pero las condiciones para hacérselas son las peores. Se han perdido un montón de cosas que hacían que valiera la pena la pena el trabajo —poder adquisitivo, derechos sociales—, y estamos todos asustados, hasta el punto de que poco menos que debemos dar las gracias por trabajar. Lo ha dicho el ministro de Trabajo: lo importante ahora es trabajar, da igual las condiciones…

Su blog se titula, en homenaje a Pavese, Trabajar cansa. ¿Dónde quedó aquello de la realización personal?
Si todo eso ya era dudoso antes, si toda esa ética del trabajo ya me sonaba a adoctrinamiento, a programa disciplinario, hoy se me antoja insostenible. Todo lo que trabajar tenía de positivo, no lo ve la mayoría de la gente común. Si el trabajo te daba una identidad, ahora es una identidad precaria. Y lo que era un factor de integración social, ahora lo es de exclusión.

Por algo el lema “El trabajo os hará libres” se leía a la entrada de un campo de concentración…
Claro, ahí está.

¿En qué momento cree que se produjo la quiebra de esa vieja idea del trabajo digno?
Creo que el mundo del trabajo ha sido siempre conflictivo, se ha apoyado tradicionalmente en una mayor o menor dosis de violencia. Cuando preparaba la novela, me interesó mucho ver cómo se construyó el concepto de trabajo en los primeros momentos de la industrialización, cuando había que combatir no la holgazanería, sino la resistencia de los trabajadores a hacer algo que no veían nada claro. Este tipo de relación laboral, el del modo de producción capitalista, nos acompaña sólo desde hace dos siglos, no es connatural al hombre. Y ha habido momentos históricos en los que hemos estado mejor. Pero tras la II Guerra Mundial renunciamos a la revolución a cambio de beneficios y de un Estado de bienestar. A partir de ahí, hemos ido de derrota en derrota, y sobre todo hemos dejado de ser una amenaza para el patrón.

Máxima exigencia, mínimas condiciones: así trabajan los personajes de su novela. Me pregunto si en las actuales circunstancias la situación sólo puede ir a peor.
Sin ánimo de desanimar al personal, soy bastante pesimista. Veo lo que está ocurriendo, la ofensiva tan intensa y tan extensa, y la desproporción con la resistencia que estamos oponiendo. En sólo unos meses hemos liquidado  cosas que han costado décadas conseguir, y no las vamos a recuperar cuando suba el PIB. Debemos saber que las verdaderas reformas no se publican en el BOE, y que la primera reforma laboral, la más dura, es el paro, que crea ese estado de ánimo derrotista, nos hace trabajar más a cambio de menos, y nos hace competir más que nunca con nuestros compañeros, para que no caigamos nosotros en el próximo ERE.

Uno de los personajes contrata a una prostituta. ¿El explotado explota a su vez a la primera ocasión?
Sí, y no sólo ocurre en ese momento. Por ejemplo, el carnicero también trata de aprovecharse de la limpiadora.No perdamos de vista que en este estado de explotación no sólo cabe echar las culpas hacia arriba. También nosotros apretamos a los compañeros, y cuando somos clientes exigimos unas formas de consumo que favorecen la explotación de otros.

Usted ha sido muy crítico con los sindicatos. ¿Están condenados a un papel secundario en la novela de la crisis actual?
A los sindicatos los aprieto, pero sin pasarme. Hay que ser muy crítico con la postura de desmovilización que han tenido, pero también hay que reconocer que no han contado con un ambiente favorable, no sólo por las campañas de desprestigio, sino por la progresiva desideologización de los trabajadores. No sé si fue antes el huevo o la gallina, pero lo cierto es que no tenemos con qué sustituirlos: hay que contar con ellos.

¿En qué medida pueden los indignados y el 15-M mover la situación?
Con el 15-M he experimentado ilusión, pero no me he convertido en un iluso. Para mí esas movilizaciones han sido una de las mejores noticias de los últimos años, el surgimiento de un nuevo sujeto político, y que no está en absoluto agotado aunque muchos quieran liquidarlo. Pero creo que no es suficiente. Frente a la gravedad de lo que vivimos, debería agrupar a mucha más gente. Puede que no estemos suficientemente indignados.

¿Cree, como se ha dicho, que tenemos mucho que aprender de los países de la llamada primavera árabe?
Tengo un conocimiento limitado de esa realidad, de espectador que ve de lejos, pero creo que no podemos agruparlo todo en el mismo saco. La primavera árabe y la europea, si cabe hablar de primavera europea, son procesos muy diferentes.Y dentro de cada una de ellas hay diferencias notables, también, según el país. Tendemos a generalizar cuando se trata de fenómenos muy locales.

La intervención en Libia, ¿le ha recordado el concepto de “coartada humanitaria” con que usted tituló un libro [Kosovo, la coartada humanitaria, 1991], o ya ni siquiera hacen falta las excusas?
La verdad es que las cosas se hacen cada vez con menos dismulo, y eso que con Libia también han disimulado un poco. Hablamos de una guerra que no han ganado los gobiernos, sino la OTAN, y que continúa a pesar de que estamos viendo menos bombardeos que nunca. Sabemos que Gadafi no se habría retirado si no hubiera sido duramente castigado, pero no se nos han mostrado ni las columnas de fuego ni los edificios derruidos. Acabaremos viéndolo, pero por el momento, nada.

¿Sigue vinculado a los Balcanes, o los contempla con distancia?
Sigo las noticias a través de Aleksandar Vuksanovic, uno de los coautores del libro, y parece que, aunque aquellos conflictos han ido aparentemente desactivándose, la situación, por ejemplo en Kosovo, es un desastre. El jefe de Gobierno acusado de tráfico de órganos, no sabemos ni lo que hay… Tantos años después de la guerra, el balance es agrio.

¿Cómo acogió la independencia de Kosovo?
Me habría parecido bien si la hubiera alcanzado porque su gente quisiera, pero en este caso acarrea un fallo de origen, un lastre. No se puede hacer algo así sin pensar en las cosas que han ocurrido antes.

Cuando salió su libro, hubo quien se apoyó en él para exculpar a los serbios, considerados los malos de la película. ¿Concuerda con esta opinión?
Sí, creo que, más allá de la versión mediática, sabe que en un conflicto como el de los Balcanes es muy difícil trazar una línea entre buenos y malos. El malo que construyeron entonces fueron los serbios, pero lo que ocurrió en Bosnia, en Croacia e incluso en Kosovo no se queda atrás.

Pero Serbia sí tuvo a sus carniceros…
Claro, claro, lo contrario de la demonización de los serbios no es creer que fueron unos angelitos. Están pagando por ello, penalmente y con un notable atraso político. Pero hay muchos otros criminales que no han pagado. Los procesos judiciales con los que se ha tratado de pasar página han culpabilizado más a los serbios.

Han pasado diez años de los atentados del 11-S. ¿Fue esa la apoteosis del miedo como instrumento de control?
Muchos ven esa fecha como un aniversario bisagra, de cambio de época, de fin de ciclo. Estados Unidos está aparentemente en retirada de los países que invadió, y entramos en un periodo de guerra económica. Un miedo ha sustitudo a otro. Nos hemos ido desprendiendo del miedo al terrorismo, con el se han cometido muchos crímenes y recorte de libertades, y hemos pasado al miedo económico. Pero ocurre lo mismo: antes queríamos que nos protegieran, y permitimos todo. Ahora tememos que se caiga el banco, que perdamos el curro, la casa, nuestros ahorros, que se hunda todo. El miedo sirve para lo mismo, para reformas, ajustes y retrocesos.

Usted ha denunciado recientemente el hecho de que haya una literatura española “conflictofóbica” que no se moja. ¿Se atrevería a dar nombres de esa otra literatura que no es cortesana?
Sí, hay una literatura que se ocupa de conflictos políticos y sociales, como los nuevos autores que descubre Caballo de Troya, la editorial de Constantino Bértolo. Me gusta lo que hace Elvira Navarro, Belén Gopegui y otros como Chirbes o Manuel Longares, que nunca escriben de espaldas a la realidad. Y Francesc Serés, Alfons Cervera, Marta Sanz, Pablo Gutiérrez…