Reportaje

Egipto tortura su revolución

Nuria Tesón
Nuria Tesón
· 12 minutos

 

Unos detenidos esperan en un patio su traslado tras ser torturados por la policía militar en El Cairo, Egipto. / MIGUEL ÁNGEL SÁNCHEZ
Unos detenidos esperan en un patio su traslado tras ser torturados por la policía militar en El Cairo, Egipto © Miguel Ángel Sánchez

Gritos. Un crujido, un chispazo, un chasquido. Un aullido animal que rompe el silencio del alba al tiempo que un destello ilumina el rostro desencajado de quien lo profiere. Un grupo de militares ayudados por un policía empujan y sacuden a un hombre desnudo de cintura para arriba al que golpean con un látigo mientras le interrogan.

Algunos azotes van directos a la piel desnuda en el pecho y la espalda, otros a las pantorrillas o los glúteos… De cuando en cuando le acercan una porra eléctrica: al estómago, a los genitales, a la boca… El hombre se retuerce y chilla. A veces cae de rodillas.

Es entonces cuando el más joven de los soldados se acerca a él, le da unas palmaditas en la espalda para tranquilizarle, le pregunta si es un ladrón, con voz suave, mientras el otro gimotea. Después se aparta para que uno de sus colegas le meta al “ladrón” la porra en la boca y aplique una nueva descarga. Es jueves 10 de marzo en El Cairo y hace un mes que Hosni Mubarak renunció al poder después de 18 días de protestas en las calles.

Egipto celebrará en dos semanas sus primeras elecciones democráticas en sesenta años; las primeras desde la renuncia forzosa del rais el pasado 11 de febrero, tras 29 años de dictadura. Los egipcios eligen Parlamento, sin embargo, la democracia no se huele ni se palpa en el nuevo Egipto, salvo en la lucha de los partidos y los activistas por lograr salvar los principios de la revolución del 25 de enero. La tensión ha ido creciendo en los últimos meses y el paso del tiempo no ha hecho sino enturbiar el futuro. La muerte, el 9 de octubre, de 25 manifestantes coptos en una manifestación reprimida a golpes, disparos y atropellos por las fuerzas de seguridad parece haber marcado un punto de no retorno que alimenta la desesperanza y que no hace sino subrayar la impunidad de las acciones del Ejército.

La Junta Militar que gobierna de facto el país desde la caída del faraón, tras el escaparate de un Gobierno interino, parece estar forzando su permanencia en el Gobierno mediante maniobras que buscan allanar el camino que les permitan mantener los privilegios que ostentaban hasta la caída de Mubarak. En el plano político, tratando de imponer unos principios supraconstitucionales a la comisión que redacte la Carta Magna, que aseguren sus prebendas; en el social, a través de acciones represivas que recuerdan demasiado a las del depuesto régimen, del que fueron el pilar principal (desde la revolución que acabó con la monarquía en 1952, todos los presidentes procedían de las Fuerzas Armadas).

Las torturas a civiles bajo custodia militar que nunca antes habían sido constatadas, según el centro Nadeem para la atención psicológica y la rehabilitación de víctimas, han ido en aumento desde el fin de la revuelta, igual que los juicios militares a civiles que desde febrero suman 12.400.

El día 12 de ese mismo mes, un día después de que Mubarak claudicara, el Consejo de las Fuerzas Armadas anunció que Egipto acataría los tratados internacionales de los que es parte. Y Egipto es parte de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, desde 1987. Sin embargo, la mañana del 10 de marzo, la policía militar lleva a seis adolescentes a un rincón de Garden City, un barrio aledaño a la plaza de Tahrir donde se desarrollaron las manifestaciones. Les quitan las camisetas y, con las manos atadas a la espalda, les golpean. Después les empujan hasta un minúsculo patio de luces donde les echan agua por encima les azotan y electrocutan.

El sonido, como el de un cable de tranvía, estalla con un centelleo que provoca un espasmo y un quejido. Alguno de los muchachos se orina encima. Los soldados se emplean a fondo. Bromean, se pasan la porra. Ellos se acurrucan en cuclillas y no responden cuando les llaman perros, ladrones… En sus espaldas brota la sangre y la carne se abre amoratada por los bordes. Algunos vecinos intentan mediar sin éxito. A los extranjeros, se les encañona y se les invita a marcharse. Tras una hora larga de torturas se llevan a los chavales a otro lado.

Esto, que podría haber sido un caso aislado a pesar de la impunidad con que se ejecuta a plena luz del día se ha convertido durante nueve meses en la norma. Sólo un día antes el ejército, ayudado por matones de paisano armados de porras y palos, había desalojado las últimas tiendas que quedaban en la glorieta de Tahrir. Los detenidos, más de trescientos, fueron llevado al Museo de Antigüedades cercano y torturados con práctica similares a las presenciadas por esta corresponsal. “Desde aquel día algo se fue rompiendo”, señala la doctora Mona Hamed, psiquiatra de Nadeem. Nunca antes habíamos tenido casos de torturados por el ejército”.

Hubo un muchacho que acudió al centro nada más acabar la revuelta, después de haber sido sometido a vejaciones tras ser detenido. “Después de casi veinte años sé reconocer cuando alguien dice la verdad, y él la decía. Estaba destrozado, pero no quiso denunciar a sus torturadores porque confiaba en el Ejército. Para él eran los salvadores del pueblo egipcio. En octubre, con las marcas de la tortura aún visibles en su cuerpo, regresó. Ya no les ve con los mismos ojos”, señala la psiquiatra.

Supervivientes

La doctora, que ayuda a “supervivientes” de tortura en este centro con sede en El Cairo, especializado en ayudar a víctimas de estos abusos desde 1993, no es muy optimista. “Estos actos están encaminados a acabar con la dignidad de las personas, a someterles. Nunca se llama a los detenidos por su nombre. Se les llama perros, o cualquier otro insulto, muchas veces con carácter sexual. La humillación es la clave”, argumenta la doctora. “A veces se detiene a familiares o amigos juntos y se les obliga a ver u oír cómo se tortura a otros. Se les desnuda, luego se les obliga a adoptar posturas dolorosas, se les electrocuta y flagela; se simulan ahogos, se les viola…”. Esto fue lo que ocurrió con las mujeres a las que se detuvo en el desalojo de Tahrir. “Fueron sometidas a lo que llamaron pruebas de virginidad”, apunta la doctora Hamed.

“Nos hicieron fotos desnudas y nos dijeron que nos denunciarían por prostitutas”. A Salwa Hosseini, una peluquera de veinte años, aún se le saltan las lágrimas al recordar los golpes, las descargas y los insultos. El calvario acabó con las piernas abiertas sobre una camilla mientras un hombre con bata la examinaba. “Me puse a chillar, no quería que me tocaran, pero un oficial le dijo al médico que siguiera”. Aunque el ejército negó las denuncias, meses después un oficial de alto rango revelaba a CNN, bajo condición de anonimato, la veracidad de la acusación. Argumentaba que los controles de virginidad se hicieron para que las mujeres no pudieran decir después que habían sido violadas por las autoridades egipcias.

«La tortura siempre ha existido en este país; antes se utilizaba para acabar con cualquier voz disidente»

“La tortura siempre ha existido en este país”, explica Gamal Eid, director de la Red Árabe para la Información de Derechos Humanos (ANHRI, en sus siglas en inglés). «La diferencia es que antes era sistemática y se utilizaba para acabar con opositores políticos o cualquier otra voz disidente y ahora no lo es», argumenta el abogado. Eid considera que los activistas y, “en general, cualquiera que fuera contra el Gobierno durante la época de Mubarak era objetivo de un Estado policial que en treinta años construyó unas estructuras represivas perfectas, encaminadas a perpetuar el régimen”.

Egipto ha sido siempre el principal aliado estadounidense en la región y su principal receptor de ayuda, por detrás de Israel. Desde los atentados de septiembre de 2001, pudo escudarse en la guerra contra el terrorismo para aplicar métodos represivos y violar los derechos humanos, aunque estas prácticas ya se aplicaran anteriormente sin necesidad de ampararse en la guerra global. Pero además, el país del Nilo se convirtió en uno de los principales lugares de paso o destino de sospechosos del Gobierno estadounidense para su interrogatorio, por lo que a occidente le resultaba más fácil mirar hacia otro lado.

Otro de las técnicas de eliminación de opositores que empleó el Gobierno del faraón fue la de transferir aquellos casos que tenían que ver con la Seguridad del Estado (Aman el Dawla) a la autoridad militar. La Ley de Emergencia vigente en Egipto desde 1981, así como el Código de Justicia Militar autorizan al presidente a transferir civiles a juicios militares. Bajo el mandato de Mubarak aquellos casos que afectaban a opositores políticos o blogueros pasaban a disposición de la justicia militar. “En total, durante veintinueve años, hubo entre 1.500 y 2.000 juicios. Desde el pasado febrero el Ejército ha juzgado a 12.400 personas”, señala Gamal Eid. Casi ocho veces más.

El Código de Justicia Militar especifica que deben darse ciertas condiciones para que un civil sea juzgado por un tribunal castrense, como que un soldado esté involucrado en el delito o que éste se haya cometido en área bajo el control de las Fuerzas Armadas.

En marzo, tras el desalojo de Tahrir, los más de trescientos detenidos que pasaron por los bajos del Museo de Antigüedades fueron juzgados por tribunales marciales. Entonces, el consejo enmendó el Código Penal para incluir el delito de bandidaje (entendido como “uso de la fuerza o amenaza de uso de la fuerza contra una víctima” con la “intención de intimidar o causar daño a ella o su propiedad”.

Poco después en una entrevista televisiva, el general Ismail Etman, portavoz de la Junta Militar, defendió que en casos en los que el delito afecte a la seguridad de las Fuerzas Armadas o del país, como el saqueo, el vandalismo o la destrucción de propiedades transferirían los casos a juzgados militares.

Lo paradójico es que mientras Mubarak y los miembros de su corte están siendo juzgados por un tribunal civil, casi todos los ciudadanos detenidos desde la revolución han sido juzgados por tribunales castrenses.

“Mi hermano estaba cerca de Moqqatam el 25 de febrero. Había habido disturbios. Cogieron a un amigo suyo y cuando fue a ver a dónde se lo llevaban le dijeron: ya que te importa tanto, sube tú también. Fue la última vez que Mohamed Atta vio con vida a su hermano Essam, de 24 años. El 29 de octubre un compañero de la prisión en la que cumplía la condena de dos años a la que le condenó un tribunal militar, les llamó para que fueran a buscarle por los hospitales. Le encontraron en la morgue de Kasr el Ainy.

“La única vez que mi madre fue a prisión le llevó una tarjeta de teléfono para que pudiera llamarnos, pero otro le acusó de haber recibido drogas. La sacaron de allí pero pudo oír los gritos de mi hermano. Después nos llamó para decirnos que le habían torturado y que un soldado le había obligado a beber agua con jabón. Nos pidió que lo denunciáramos pero yo me enfadé y le dije que no necesitábamos más problemas”, lamenta Mohamed. Su muerte saltó a los medios, que la compararon con la de Khaled Said, cuyo deceso, torturado por la policía, encendió el movimiento que desembocó en la revuelta de enero. En ambos casos al entregar los cuerpos a las familias se les dijo que se habían ahogado tragándose una bolsa con droga.

Al director de ANHRI no le sorprende lo ocurrido en el caso de Atta: un caso fabricado que se juzga en un tribunal militar a lo que se suman las torturas. “Saben que los pobres no tiene a nadie que pueda defenderles”, apunta el director de ANHRI. Otra cuestión es la de las voces críticas, como es el caso de Maikel Nabil, un bloguero que fue condenado a tres años de cárcel por las mismas vías, por insultar al Ejército, y lleva más de dos meses en huelga de hambre. O el de Alaa Abdel Fatah, uno de los blogueros egipcios de mayor prestigio que está bajo arresto por negarse a declarar ante la autoridad castrense.

“Creo que realmente quieren soltar a Alaa, saben que ha sido un error. Es imposible sostener un caso ficticio contra alguien tan popular. La gente sabe que está detenido por sus críticas a la Junta”, explica el abogado. “Los militares querrían tener un Gobierno como el de Pakistán”, señala. El mariscal Tantaui, cabeza de la Junta Militar, fue agregado de Defensa en dicho país en los ochenta. “Como no es posible quieren llegar a un acuerdo en el que la sociedad civil gobierne, mientras ellos mantienen sus privilegios. No quieren que desempolvemos los archivos y descubramos los intereses económicos que tienen después de años de corrupción”, concluye. “Pero se encuentran en una posición difícil. La gente tardó treinta años en demandar justicia con Mubarak y ahora cada vez que ocurre algo protesta. Gracias a la presión popular el número de juicios militares ha bajado”.

Zahraa Kassem, la hermana de Khaled Said, está de acuerdo en que mantener el pulso es la clave: “Volveremos a Tahrir para recuperar nuestros derechos o morir allí”.