Opinión

La nueva protesta

Uri Avnery
Uri Avnery
· 10 minutos

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La Plaza Rabin de Tel Aviv ha vivido muchas manifestaciones, pero ninguna como la del pasado sábado.

No tiene nada que ver con el acontecimiento que dio nombre a la plaza: la gran concentración por la paz que finalizó con el asesinato de Yitzhak Rabin. Fue diferente en muchos aspectos.

Fue un acontecimiento alegre. Docenas de ONG, muchas de ellas pequeñas y otras un poco más grandes, cada una con un programa diferente, se reunieron con el fin de comenzar de nuevo la protesta social del año pasado. Pero no se trataba en absoluto de una continuación de la Primavera Israelí de ese año.

El movimiento, que se denominaba “apolítico”, se oponía a negociar los problemas nacionales

El levantamiento del año pasado tuvo lugar sin planearse previamente. Una joven, Daphni Leef, no podía pagar su alquiler, así que puso una pequeña tienda de campaña en el Bulevar Rothschild, a cinco minutos andando de la Plaza Rabin. Evidentemente, esta mujer dio en la tecla ya que, en pocos días, cientos de tiendas de campaña se instalaron en el bulevar y por todo el país. Esto acabó siendo una gran manifestación llamada “La marcha del medio millón”, que dio pie a que se estableciera una comisión gubernamental, que se encargó de realizar una lista de sugerencias para aliviar la injusticia social. Solo se cumplió una pequeña parte de esta lista.

Todo el movimiento, que se denominaba a sí mismo “apolítico”, rechazaba a los políticos cualquiera que fuera su bando y se oponía firmemente a negociar los problemas nacionales, como la paz (¿eso qué es?), la ocupación, los asentamientos y todo eso.

Todas las decisiones fueron tomadas por un liderazgo anónimo que se agrupaba alrededor de Daphni. Se conocieron algunos de los nombres, pero otros no. Las masas que formaron parte del movimiento se alegraron de aceptar sus órdenes.

Ya no. La nueva iniciativa de este año no tiene en absoluto un líder claro. No había ni tribuna ni portavoz central. Parecía el Hyde Park Corner de Londres, donde cualquiera puede subirse a una silla y predicar su evangelio. Cada grupo tenía sus propios estands, donde se repartían folletos. Cada uno tenía su propio nombre, su propio programa, sus propios portavoces y sus propios guías (no podemos denominarlos líderes).

La nueva iniciativa de este año no tiene un líder claro

La plaza es grande y el público ascendía a algunas miles de personas; por eso funcionó. Muchas versiones diferentes (y algunas contradictorias) de justicia social se defendieron en el evento, desde la de un grupo llamado “Revolución de amor” (todos deben amar a todos) hasta la de un grupo de anarquistas (todos los gobiernos son malos y también las elecciones).

Todos coincidían en tan solo un punto: eran “apolíticos”, no se atrevían a hablar de temas tabú (ver arriba).

Gideon Levy calificó a la escena de “caótica” y los manifestantes lo criticaron inmediatamente alegando que no se les estaba entendiendo (con la insinuación de que Levy era demasiado mayor para comprenderlo). El caos es maravilloso. El caos es democracia real. Hace que la gente se exprese. No hay líderes que roben o exploten la protesta para sacar beneficios a favor de sus carreras o sus egos. Este es el modo en que se expresa la Nueva generación.

Todo esto me recordó a un periodo feliz: los años 60 del siglo pasado; cuando casi ninguno de los que protestan esta semana había nacido siquiera, cuando algunos ni siquiera estaban en la “etapa de planificación” (como les gusta decir a los israelíes).

En ese momento, París estaba dominado por una pasión por la protesta social y política. No existía una ideología común ni una visión única de un nuevo orden social. En el teatro Odeon se llevó a cabo un debate sin fin e ininterrumpido, día tras día; mientras que afuera los manifestantes tiraban adoquines a la policía, que les daban una paliza con sus abrigos de dobladillo de plomo. Todos se regocijaban: estaba claro que había comenzado una nueva época en la historia de la humanidad.

Claude Lanzmann, secretario de Jean-Paul Sartre y amante de Simone de Beauvoir, que más tarde dirigió la película monumental Shoah, me describió el ambiente de la siguiente manera: “Los estudiantes incendiaron los coches de la calle. Por las noches, yo aparcaba mi coche en lugares lejanos a la protesta. Pero una noche me dije: ¿qué coño? ¿Para qué necesito yo un coche? ¡Que lo quemen!”

Me recordó un periodo feliz: los 60, cuando en París había una pasión por la protesta social

Pero mientras la Izquierda hablaba, la Derecha aunaba fuerzas al mando de Charles de Gaulle y un millón de derechistas se manifestaban por los Campos Elíseos. La protesta se apagaba, dejando solo una vaga nostalgia por un mundo mejor.

La protesta no se limitó solo a París. Su espíritu contagió a muchas otras ciudades y países. En el bajo Manhattan, la juventud gozaba del dominio absoluto. En las calles del Village, se vendían pósters provocativos y los jóvenes, tanto chicos como chicas, llevaban chapas graciosas en el pecho.

En general, este movimiento impreciso tuvo resultados imprecisos. No existía un programa concreto, así que los resultados tampoco fueron concretos. De Gaulle cayó algo después por otros motivos. En Estados Unidos, el pueblo eligió a Richard Nixon. En la conciencia pública, algunas cosas habían cambiado, pero a pesar de todas las charlas revolucionarias, al final no llegó a haber una verdadera revolución.

En la concentración del sábado, la joven Daphni Leed y sus compañeros vagaban de un lado a otro de la multitud como si fueran reliquias del pasado, sin que apenas pareciera que estaban allí. Después de solo un año, parecía como si una nueva Nueva Generación tomara el poder de la Nueva Generación de ayer.

No es que no fueran capaces de unirse y llevar a cabo un programa común. Al revés: no veían la necesidad o la ventaja de tener un programa común, una organización común o un liderazgo común. Según su opinión, todas estas cosas son malas, atributos del régimen antiguo, corrupto y deshonesto. ¡Fuera!

Israel necesita reformas sociales básicas: las diferencias entre pobres y ricos es intolerable

Realmente no sé cuál es mi opinión acerca de este tema.

Por una parte, me gusta mucho. Se liberan nuevas energías. La juventud que parecía egoísta, apática e indiferente, de repente demuestra que se preocupa.

Hace ya años que expresaba mi esperanza de que los jóvenes crearan algo nuevo, con un vocabulario nuevo, nuevas definiciones, nuevos eslóganes, nuevos líderes, que estén completamente separados de las estructuras partidistas y de las coaliciones de los gobiernos de hoy en día. Un nuevo comienzo. El comienzo de la Segunda República israelí.

Así que debería estar contento, viendo cómo mi sueño se hace realidad.

Y, de hecho, estoy contento por este nuevo avance. Israel necesita reformas sociales básicas. La diferencia entre los muy ricos y los muy pobres es intolerable. Un nuevo movimiento social abierto, incluso con tanta diversidad, es algo bueno.

La justicia social es algo que han demandado siempre los de izquierdas. Una manifestación en la que se grite “el pueblo demanda justicia social” es de izquierdas, aunque quiera evitar el estigma.

Pero el firme rechazo de entrar en el terreno político y promocionar un programa político es preocupante. Esto puede significar que podría acabarse, tal y como pasó el año pasado.

Cuando los manifestantes insisten en que son “apolíticos”, ¿qué quieren decir? Si significa que no se identifican con ningún partido político existente, les aplaudo. Si es una estratagema táctica para atraer a todos los afectados, ídem. Pero si se trata de una seria determinación a dejar el terreno político a los otros, debo condenarlo.

La justicia social es un objetivo político por excelencia. Significa, entre otras cosas, coger el dinero que se utiliza en otros asuntos para destinarlo a fines sociales. En Israel significa sin duda coger dinero del amplio presupuesto militar, de la campaña de los asentamientos, de los subsidios pagados a los ortodoxos a modo de soborno y de los magnates parásitos.

El firme rechazo de promocionar un programa político es preocupante

¿Dónde puede llevarse a cabo esto? Solamente en la Knesset. Para llegar allí, es necesario tener un partido político. Tienes que ser político. Punto.

Una protesta “apolítica” que evite las preguntas violentas acerca de nuestra existencia nacional es algo que se aleja extremadamente de la realidad.

El año pasado, comparé la protesta social con un motín a bordo del Titanic. Os explico: imaginen este maravilloso barco en su viaje de inauguración, con toda la actividad que tenía lugar a bordo. La banda deja a un lado la música anticuada y pasada de moda de Mozart y Schubert y la sustituye por rock duro. Los anarquistas echan al capitán y eligen un nuevo capitán todos los días. Otros se niegan a hacer simulacros de emergencia (algo ridículo en un barco que no puede hundirse) y prefieren organizar eventos deportivos. También se acaba con las escandalosas diferencias entre la primera y la tercera clase. Así sucesivamente. Todas son causas que merecen la pena.

Pero en algún lugar de la ruta, acecha un iceberg.

Israel se dirige hacia un iceberg, mayor que cualquiera que pudiera haberse encontrado el Titanic. No está oculto. Todas sus partes se ven claramente desde lejos. Sin embargo, nosotros navegamos directamente hacia él, a todo vapor. Si no cambiamos el curso, el Estado de Israel se destruirá a sí mismo: primero se convertirá en un monstruo de estado del apartheid desde el Mediterráneo hasta el Jordán y, después, quizás, en un estado binacional de mayoría árabe desde el Jordán hasta el Mediterráneo.

¿Esto significa que debemos dejar de luchar por la justicia social? Por supuesto que no. La lucha por la solidaridad social, por una mejor educación, por mejores servicios sanitarios, por los pobres y los minusválidos, debe continuar; cada día, cada hora.

Pero para tener éxito esta lucha tiene que ser parte (política e ideológicamente) de una lucha mayor por el futuro de Israel, para acabar con la ocupación, por la paz.