Opinión

El asesinato

Uri Avnery
Uri Avnery
· 11 minutos

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Desde el primer momento, no tuve la más mínima duda de que Yasir Arafat había sido asesinado. Era una simple cuestión de lógica.

Al regresar de su funeral, coincidí con Jamal Zahalka, diputado en el partido nacionalista árabe Balad, que es un un farmacéutico clínico de gran nivel profesional. Intercambiamos opiniones y llegamos a la misma conclusión.

El descubrimiento de los expertos suizos de la semana pasada sólo me ha confirmado que mi convicción era correcta.

En primer lugar, hay un hecho simple: nadie se muere así como así, sin motivo.

Yo visité a Arafat pocas semanas antes de que ocurriera. Parecía estar razonablemente bien de salud. Cuando nos fuimos, le comenté a Rachel, mi mujer, que aparentaba más agudo y más alerta que durante nuestra visita anterior.

Cuando de repente cayó enfermo, muy enfermo, no había causa obvia. Los médicos en el hospital militar francés, al que le trasladaron por insistencia de su mujer, Suha, y donde murió, llevaron a cabo un examen detallado de su cuerpo. No encontraron explicación alguna para su estado. Nada.

Los médicos franceses no encontraron explicación alguna para la muerte de Arafat

Eso ya era muy extraño de por sí. Arafat era el líder de su pueblo, y de facto jefe de Estado, y podemos estar seguros de que los médicos franceses no dejaron resquicio sin investigar para diagnosticar su caso.

Eso sólo deja dos opciones: radiación o veneno. ¿Por qué no se detectó ningún veneno en la autopsia? La respuesta es sencilla: para detectar un veneno hay que saber qué es lo que se busca. La lisa de tóxicos es casi ilimitada y la búsqueda rutinaria se restringe a un número reducio.

No buscaron polonio radioactivo cuando examinaron el cuerpo de Arafat.

Quién tenía la oportunidad de administrarle el veneno?

Bueno, veamos: prácticamente cualquiera.

Durante las muchas visitas que le hice, siempre me sorprendían sus escasas medidas de seguridad.

En nuestro primer encuentro, en la Beirut sitiada, me sorprendió que se fiara de mí. Se sabía en aquel entonces que docenas de agentes del Mossad y espías falangistas estaban peinando la ciudad para dar con él. Arafat no podía estar seguro de que yo mismo no fuera un agente del Mossad, o que no me siguieran, o que no llevaba encima, sin saberlo, un aparato localizador.

Más tarde, en Túnez, el registro de seguridad de sus visitantes era más bien simbólico. Las medidas de seguridad que rodeaban al primer ministro israelí eran inifinitamente más severas.

Algunos venenos ni siquiera necesitan ingerirse. Basta un ligero contacto físico.

En la Muqata’a (‘Complejo’) de Ramalá no se añadieron nuevas medidas de seguridad. Comí varias veces con Arafat, y me volvía a soprender su actitud abierta. Invitaba a cualquier norteamericano o extranjero que fuera un activista propalestino – o que pareciera serlo – y le hacía sentarse junto a él, donde no le habría costado nada deslizar n veneno en su comida. Arafat bromeaba con sus invitados y les daba de comer piezas seleccionadas del plato.

Algunos venenos ni siquiera necesitan ingerirse. Basta un ligero contacto físico

Sin embargo, este hombre era una de las personas más amenazadas del mundo. Tenía muchos enemigos mortales y media docena de servicios secretos se la tenían jurada. ¿Cómo podía estar tan descuidado?

Cuando se lo reprochaba, me respondía que creía en la protección divina.

Una vez, cuando volaba en un avión privado de Chad a Libia, el piloto anunció que el combustible se había acabado. Iba a hacer un aterrizaje de emergencia en medio del desierto. Los guardaespaldas de Arafat lo cubrieron con cojines y formaron un anillo a su alrededor. Ellos murieron, pero Arafat sobrevivió prácticamente sin un rasguño.

Desde entonces se volvió aún más fatalista. Era un musulmán devoto, aunque no exhibía su fe. Creía que Alá le había encargado la tarea de liberar al pueblo palestino.

Así ¿quién ejecutó el asesinato?

A mi juicio no puede haber duda alguna.

Aunque muchos tenían motivos, sólo una persona tenía tanto los medios como un odio profundo y duradero hacia Arafat: Ariel Sharon.

Sharon se puso furioso cuando Arafat se le escapó en Beirut. Ahí tenía a su presa, tan cerca, pero a la vez tan lejos. El diplomático árabe-americano Philip Habib consiguió negociar un acuerdo que permitía a los combatientes de la OLP, entre ellos Arafat, a retirarse de la ciudad con el honor intacto, y llevándose las armas. Yo estaba tumbado en el techo de un almacén en el puerto de Beirut cuando las tropas de la OLP se trasladaron a los barcos, bandera al viento.

No vi a Arafat. Sus hombres lo ocultaban rodeándolo.

Desde entonces, Sharon no ha ocultado su determinación de matarlo. Y cuando Sharon estaba decidido a hacer algo, no abandonaba nunca, pero nunca jamás. Incluso en asuntos mucho menores, si fallaba el intento, volvía a hacer el esfuerzo una y otra vez, hasta que conseguía lo que se había propuesto.

Yo conozco bien a Sharon. Sé lo decidido que podía estar a hacer algo. Dos veces, cuando tenía la sensación de que Sharon se acercaba ya a su meta, fui con Rachel y algunos colegas a la Muqata’a para hacer de escudo humano. Más tarde tuvimos la satisfacción de leer una entrevista con Sharon, en la que se quejaba de que no había tenido oportunidad de llevar a cabo el asesinato planificado porque «algunos israelíes estaban allí».

Esto era mucho más que una vendetta personal. Sharon – y no era el único- lo consideraba una meta nacional.

Para los israelíes, Arafat era la encarnación del pueblo palestino, un objetivo de odio abismal. Se le odiaba más que a cualquier otro ser humano después de Adolf Hitler y Adolf Eichmann. Este hombre personificaba el conflicto de generaciones con el pueblo palestino.

A Arafat se le odiaba más que a cualquier otro ser humano después de Adolf Hitler y Adolf Eichmann

Era Arafat quien había hecho resucitar el movimiento nacional palestino moderno, cuya meta suprema es impedir el sueño sionista de apoderarse de todo el país entre el mar y el río Jordán. Era él quien había encabezado la lucha armada (también llamada terrorismo). Y cuando se inclinó hacia un arreglo pacífico, cuando reconoció el Estado de Israel y firmó los Acuerdos de Oslo, se le odiaba aún más. La paz iba a desembocar en la devolución de grandes partes del territorio a los árabes, ¿podía haber algo peor que esto?

El odio hacia Arafat hace mucho que ha dejado de ser racional. Para muchos era un rechazo total, físico, una mezcla mortal de odio, aversión, enemistad, desconfianza. En los cuarenta y pico años que han pasado desde que apareció en el escenario, en Israel se han escrito millones y millones de palabras sobre él, pero creo de verdad que nunca he visto ni una sola palabra positiva referida a él.

En todos esto años, todo un ejército de plumillas pagadas para hacer propaganda llevaba a cabo una incansable campaña de demonización de Arafat. Le lanzaron toda acusación imaginable. El rumor de que tenía sida, tan protagonista ahora en los esfuerzos propagandísticos ocultos de Israel, se inventó para utilizar los prejuicios homófobos contra él. Huelga añadir que nunca se presentaron pruebas de su supuesta homosexualidad. Y los médicos franceses no encontraros ni rastro de sida.

¿Es el gobierno de Israel capaz de decidir perpetrar un crimen así? Sí, lo es

¿Es el gobierno de Israel capaz de decidir perpetrar un crimen así? Sí, lo es, a la luz de los hechos demostrados.

En septiembre de 1997, Israel envió a un escuadrón de sicarios a Ammán para asesinar a Jaled Meshal, el líder de Hamás. El instrumento escogido era levofentanyl, un tóxico mortal que no deja rastro y produce efectos como un ataque al corazón. Se lo administraron con un ligero roce físico.

Pero metieron la pata. Los transeúntes detectaron a los asesinos y se refugiaron en la embajada israelí, donde se les asedió. El rey Husein, normalmente un colaborador de Israel, se puso furioso. Amenazó con ahorcar a los perpetradores si no le enviaban de inmediato un antídoto que salvase la vida a Meshal. El entonces primer ministro, Binyamin Netanyahu, cedió y mandó al jefe de Mossad a Ammán con el medicamento necesario. Meshal sobrevivió.

Más tarde, en 2010, Israel envió otro grupo de sicarios para asesinar a otro dirigente de Hamás, Mahmud Mabhuh, en un hotel de Dubai. También ellos la liaron: aunque consiguieron matar a su víctima tras paralizarla y luego asfixiarla, quedaron registrados en las cámaras del hotel y se pudo conocer su identidad.

Dios sabrá cuántos asesinatos se han llevado a cabo de esta manera sin que los sicarios la liasen.

Desde luego Israel está en buena compañía. Ya antes, un espía ruso, Alexander Litvinenko, tenía la poca cautela de enfadar a Vladimir Putin. Se le asesinó con el mismo polonio radioactivo que mató a Arafat, pero antes de que muriera, un médico alerta detectó el tóxico. Y todavía antes, un disidente búlgaro fue envenenado con una bolita minúscula disparada desde un paraguas. Hay que dar por hecho que todo servicio secreto que se precie dispone de este tipo de herramientas asesinas.

#¿Por qué Sharon no mató a Arafat antes? Al fin y al cabo, el dirigente palestino estaba mucho tiempo bajo asedio en su complejo de Ramalá. Yo mismo vi a soldados israelíes a pocos metros de su oficina.

A mi juicio, el asesinato de Arafat era un crimen contra Israel.

La respuesta es política. Estados Unidos temía que si se veía como Israel mataba al jefe de la OLP, un héroe en los ojos de decenas de millones de árabes en todo el mundo, la región explotaría en furia contra Estados Unidos. George Bush hijo lo prohibió. La respuesta era hacerlo de tal manera que no se podía acusar a Israel.

Esto, por cierto, es bastante habitual para Sharon. Pocas semanas antes de su invasión de Líbano en 1982, le contó su plan al ministro de Exteriores de Estados Unidos, Alexander Haig. Haig lo prohibió… excepto si hubiera una provocación creíble. Y fíjese usted, hubo un abominable intento de asesinar al embajador de Israel en Londres, la provocación se consideró intolerable con todas las de la ley, y la guerra empezó.

Por el mismo motivo, el gobierno de Netanyahu niega ahora rotundamente el papel de Israel en el asesinato de Arafat. En lugar de fardar de la operación llevada a cabo con éxito, nuestra poderosa máquina de propaganda afirma que los expertos suizos son unos incompetentes o están mintiendo (probablemente sean también antisemitas) y que sus conclusiones están equivocadas. Un respetado profesor israelí ha salido a la palestra para explicar que todo es una estupidez. Vuelven a sacar del cuarto de las escobas incluso el venerable cuento del sida.

Sharon en persona, sumido en su coma infinito, no puede reaccionar. Pero sus antiguos asistentes, todos ellos mentirosos experimentados, repiten sus calumnias.

A mi juicio, el asesinato de Arafat era un crimen contra Israel.

Arafat era el hombre que estaba dispuesto a hacer la paz y que tenía la capacidad de convencer al pueblo palestino de que lo aceptara. También expuso los términos: un Estado palestino con fronteras basadas en la la Línea Verde, con su capital en Jerusalén Este.

Esto es exactamente lo que sus asesinos querían impedir.