Crítica

No me chilles que no te veo

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 3 minutos

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Salvo
Dirección: Fabio Grassadonia, Antonio Piazza.

Si bien el fenómeno mafioso es un lugar común en las miradas literarias y cinematográficas sobre Sicilia, hay que reconocer que se trata de un lugar común a menudo irresistible. O al menos lo ha sido para dos jóvenes directores palermitanos, Fabio Grassadonia y Antonio Piazza, que decidieron ensayar una nueva vuelta de tuerca a las cosas de la Cosa Nostra para debutar en la pantalla grande, después de foguearse largamente en la televisión.

Salvo, título de esta ópera prima, es el nombre de un atractivo y frío sicario (interpretado por el actor palestino Mohammad Bakri) que llega a casa de otro hampón con el propósito de eliminarlo, y se siente fatalmente atraído por la hermana de éste, que es ciega. Cumplida su misión, no se le ocurre otra cosa que secuestrarla en una fábrica abandonada sin que lo sepa su jefe, un capo que vive escondido en un sótano.

El juego de libertades cercenadas se completa con el propio Salvo, que tiene también que vivir oculto –la policía le pisa los talones– en el piso de un matrimonio un tanto patético, reo a su vez en calidad de anfitriones de un criminal. En este juego de presidios reales y mentales reside lo más interesante del filme, que tras un comienzo trepidante y una continuación fuertemente ralentizada, como si los directores quisieran jugar a ser Takeshi Kitano o Tarantino, empieza rápidamente a defraudar las expectativas.

El principal problema de Salvo no reside en los actores, que en líneas generales están bastante bien –quizá demasiado sobreactuada la ceguera de la chica en las primeras escenas–, ni la ambientación, con una luz muy cuidada. Hasta los detalles más manidos, como la ronquera a lo Vito Corleone del mafioso, o el síndrome de Lima que padece Salvo, pueden merecer cierta indulgencia. La gran debilidad de la cinta es el modo en que va dejando flecos sueltos, claves mal explicadas, tiempos mal medidos, silencios ambiguos, escenas que serían rechazadas de plano en cualquier taller universitario de guión.

Sin querer estropear la película a nadie, advertimos de que el espectador difícilmente saldrá de la sala sin preguntarse cómo puede desaprovecharse de ese modo una historia que prometía mucho más.

También podríamos tratar de perdonar estos pecados explicando que la ceguera es una metáfora del túnel en que se halla sumida Sicilia desde hace décadas, y de la que solo el amor rendentor puede sacarla… Pero no, más allá de sus buenas intenciones, y a pesar de su premio en Cannes, Salvo no tiene salvación, no más allá del simple divertimento. Claro que para divertirnos ya tenemos la trilogía de El Padrino o la serie de Montalbano. Grassadonia y Piazza tendrán que esperar a una segunda entrega para demostrar que tienen algo que decir.