Opinión

Al Qaeda son los buenos

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 10 minutos

 Esto ya pasa de castaño oscuro. Disputarse a tiro limpio los bastiones de sacos terreros con los colegas del Ejército Libre de Siria, pasar a cuchillo a civiles kurdos, meter coches bomba en los cuarteles de los igualmente colegas del Frente Islámico, y ser sospechoso de secuestrar a una docena larga de periodistas europeos, eso da muy mala imagen. Tan mala que ya nadie quiere salir en la foto con ustedes. Tanto que la Coalición Nacional Siria ya ha dicho que ustedes estáis compinchados con Bachar Asad, que sois todo menos luchadores por la libertad.

Esto ya no puede ser. Lo sentimos pero tenemos que retiraros la franquicia. Entended: tenemos una imagen de marca que hay que cuidar, y con tipos como ustedes no se puede. Así que ahí va: Declaro formalmente que el Ejército Islámico de Iraq y Levante, conocido por sus siglas ISIS o ISIL, o Da’esh en árabe, no es parte de nosotros ni tiene relación alguna. Firmado: Ayman Zawahiri. Comando general de Al Qaeda.

Así nos imaginamos el diálogo que llevó a primeros de febrero a la ruptura entre uno de los grupos yihadistas más fuertes en Siria, el ISIL (prefiero estas siglas: no me parece que merezcan el nombre de la diosa del amor egipcia), y la marca que desde hace una década ha simbolizado el «terror». El Washington Post no tuvo rubor en resumir la conclusión obvia: Al Qaeda no quiere mala prensa.

Nos deberíamos frotar los ojos. Durante una década larga, desde que asumió voluntariamente el sambenito que le colgó la Administración Bush en 2001, Al Qaeda ha hecho todo lo posible para aparecer como el enemigo mortal de «Occidente» y de palabras como libertad y democracia, incluso difundiendo lemas tan chabacanos como «Amamos la muerte más de lo que vosotros amáis la vida», obviamente concebidos para impresionar al público norteamericano y europeo como una oscura fuerza del mal.

El Washington Post no tuvo rubor en resumir la conclusión obvia: Al Qaeda no quiere mala prensa.

Acorde a esta actitud de calculada sinrazón, se ejecutaban atentados igualmente irracionales – «ataques tan incomprensibles que ni siquiera los entiendan quienes los llevan a cabo», en palabras del doctor Mabuse de Fritz Lang en 1933 – supuestamente diseñados para conseguir algún fin grandilocuente, tan irreal también que sólo podía parecer plausible a quienes viven lejos de las sociedades musulmanas: la reconquista de Al Andalus, un califato mundial, un paraíso en la tierra, todo aderezado con la muy antiislámica confusión entre cristianos e «infieles». El fin era claro: ser el hombre del saco, el espantajo de lo que se ha dado en llamar «mundo libre».

Sucede que el fantasma fue tomando cuerpo poco a poco. Si durante la primera mitad de la década 2000, aún había una diferencia neta, incluso antagónica, entre movimientos islamistas militantes con fines políticos, como Hizbulá o Hamás, y una nebulosa que sólo parecía materializarse en vídeos enviados a la prensa y explosiones donde menos sentido tenían, en el último lustro, el sello de Al Qaeda se fue imprimiendo a grupos yihadistas locales con orígenes poco claros y financiación aún más oscura, pero que empezaban a adquirir un rol concreto en el sangriento tejemaneje político de dictaduras árabes y norteafricanas.

El primer país fue Argelia, donde los herederos del GIA – aquel grupo terrorista que a todas luces fue una extensión de los servicios secretos argelinos para erosionar al islamismo local – se dieron en llamar en 2006 «Al Qaeda en el Magreb Islámico», una operación de marketing probablemente beneficiosa para ambas partes: para el régimen argelino, que así se integraba en el bando del mundo libre atacado por las fuerzas del mal, y para los propios combatientes, que respaldados por la marca más popular del mundo se convertían en mucho más rentables para quienes tuviesen interés en mantener esta parte del mundo bajo un manto de sangre y fuego.

El abandono de la marca Al Qaeda como único símbolo del mal planetario llegó con el atentado de Oslo

El viraje internacional y el abandono de la marca de Al Qaeda como único símbolo del mal planetario vino en julio de 2011, con el atentado de Oslo. De repente, la violencia indiscrimada, alocada, irracional, dejó de ser un monopolio de «los árabes» o «los musulmanes» (conceptos equivalentes en esta visión de un mundo binómico).

Exactamente un mes más tarde, el dictador libio Muammer Gadafi perdió la guerra. La brigada de rebeldes que tomó la capital, Trípoli, estaba encabezado por Abdelhakim Belhadj, un yihadista dirigente del Grupo Libio Islámico de Combate (LIFG), que Ayman Zawahiri declaró parte de Al Qaeda en 2007. Pero Belhadj llevaba mucho rato en la familia: tras luchar en Afganistán y Pakistán, fue detenido en 2003 en Malasia y formaba parte del programa de las «rendiciones extraordinarias», mediante las que Estados Unidos enviaba de forma secreta a los presos de país en país, para hacerlos torturar. En 2004 fue entregado a Libia, pero se le liberó en 2010, en un momento en que Gadafi se había tornado en el gran aliado de Europa.

El perfil qaedista de Belhadj no le impidió ser nombrado jefe del Consejo Militar de Trípolí, es decir algo así como comandante de la nueva Libia bajo la égida de la OTAN, que le había ayudado a derrocar a Gadafi. En este momento quedó claro que Al Qaeda ya no era el enemigo de «Occidente» sino su aliado. En otras palabras, que la alianza de la marca Al Qaeda con «Occidente» había abandonado el campo de la guerra psicológica y había retornado al terreno militar en el que arrancó en los ochenta, cuando Osama Bin Laden acuñó el nombre para canalizar el dinero norteamericano a los yihadistas – entonces se les llamaba muyahidínes – enfrentados a la Unión Soviética.

El viejo modelo se ha recuperado con rapidez: Libia fue el primer país en enviar asesores, primero, y combatientes, poco después, a Siria, para reforzar el bando rebelde. Para luchar contra el régimen de Bachar Asad que – como si de una eterna vuelta en espiral se tratase – recibe el firme respaldo de Moscú. La geopolítica es tenaz, y treinta años no son nada.

El perfil qaedista de Abdelhakim Belhadj no le impidió ser nombrado jefe de Trípoli bajo la égida de la OTAN

Y exactamente igual que entonces, la rebelión siria, inicialmente una lucha contra un régimen ilegítimo y dictatorial, se fue islamizando rápidamente, mediante el dinero saudí y qatarí, para crear sobre el terreno su versión local de los talibanes afganos. Dado que ambos modelos se inspiran en el wahabismo saudí y en sus petrodólares, las diferencias son escasas. Y al igual que en las montañas del Hindukush, el flujo de dinero y armas hace crecer brigadas rivales, cabecillas hoy aliados y mañana enemigos, y una carrera alocada por ser el más fundamentalista de los yihadistas, el más severo de los wahabíes: cuánto más espesa la barba, mayor la generosidad de los jeques del Golfo.

En esta carrera, Al Qaeda tiene una posición privilegiada. Su marca local, el Frente Al Nusra, es el que más armas y dinero recibe y ha conseguido marginar el otrora extenso Ejército Libre de Siria hasta el punto de que las siglas de éste (ELS o FSA) han desparecido casi por completo de las noticias. No pudieron durar: eran laicos. Y laico es también Bashar Asad, laico fue la vieja Siria, contra la que se combate. Lo primero que hicieron los rebeldes era reemplazar la franja roja de la bandera por una verde. Las cartas estaban marcados desde muy pronto. Y Al Qaeda tiene la escalera de ases, reyes y emires. La Siria republicana y ciudadana, la Siria de siempre, simplemente democratizada, con la que soñaron quienes pusieron su vida al tablero en marzo de 2011, esta Siria ha desaparecido. Ha sido aplastada cual hierba bajo los pies de lo que Iara Lee llama los elefantes de la geopolítica. Los de siempre. Aunque esta vez no se trate tanto de ganar como de asegurarse de que el terreno en liza se convierta en tierra quemada. Como ya se convirtió Afganistán, y como cada día más se convierte Iraq.

Una vez más se mueven soldaditos de plomo en el terreno mientras se negocia en un lejano hotel suizo. Y los negros, estos del credo escrito en la frente y dios como bandera, están donde siempre estuvieron: en el bando de Estados Unidos, conjurados contra un enemigo ateo. Son la punta de lanza, la única afilada, de la Coalición Nacional Siria, reconocida por Europa y Norteamérica como el legítimos gobierno sirio.

Una vez más se mueven soldaditos de plomo en el terreno mientras se negocia en un hotel suizo

Por eso no conviene que ISIL enturbie el cuadro. Al final habrá quien se crea que efectivamente sean «una mina plantada por Asad», como dijo la Coalición ya a principios de enero. Al final resultará verosímil que sus jefes sean altos cargos de los servicios secretos sirios, como aseguró el veterano opositor Michel Kilo en Ginebra. Y con todo el mundo convencido de que son quienes mantienen en sus mazmorras a los reporteros extranjeros, a los compañeros de la información, ISIL ya no puede ser de los nuestros. Al Nusra, sí: el Consejo Nacional Sirio, precursor de la Coalición, la había reconocido siempre como «parte integrante de la revolución siria».

Sea agente doble u oportunista, ISIL actúa como si su único fin fuera la destrucción de lo que queda de la sociedad siria en el lado rebelde. Y aunque es difícil dilucidar a quién le conviene más, si a Arabia Saudí o a Asad, es obvio que no conviene nada a la opinión pública del mundo libre, este «Occidente» que se ha marcado a Asad como enemigo y necesita que sus adversarios tengan una mínima cortesía de salón. Por eso, Zawahiri les ha tenido que cancelar la franquicia. Tal vez, pronto los muyahidín del Frente Al Nusra liberen a los reporteros secuestrados. Porque Al Qaeda, no lo olvidemos, Al Qaeda son los buenos.

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© Ilya U. Topper | Especial para M’Sur

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