Opinión

Cambiar la bandera

Uri Avnery
Uri Avnery
· 10 minutos

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Nueva Zelanda ha decidido cambiar su bandera. Esto sólo se ha mencionado brevemente en los medios israelíes. Pero es un ejemplo significativo para nosotros.

La bandera antigua se basa en la británica, la Union Jack, que representa la unión de Inglaterra, Escocia e Irlanda. Las tres cruces diferentes están integradas en un complejo diseño.

¿Pero qué significa esta bandera para los neozelandeses de hoy en día? Muy poco. Por supuesto, tienen afinidad con el Reino Unido y con la civilización anglosajona, pero son una nación nueva, una nación distinta, con una historia, una orientación geopolítica y un carácter nacional distintos.

Una bandera nacional debería unir a todos los ciudadanos de un país, evocar su lealtad a éste y fortalecer su patriotismo. Definitivamente, no debería dejar fuera a partes significantes de la población.

Es por esto que el gobierno de esta nación isleña del sur ha decidido deshacerse de la bandera que tiene un significado sólo para una parte de la población, y adoptar una nueva, que tendrá un significado para todos. Se ha puesto en marcha un concurso para elegir un diseño nuevo.

Una bandera nacional nunca debería dejar fuera a partes significantes de la población

Este ejemplo sigue con retraso al de Canadá, otro antiguo ‘‘dominio’’ británico, que se deshizo de una bandera parecida y adoptó una nueva, en un esfuerzo inteligente por crear un símbolo que atrajera tanto a los canadienses angloparlantes como a los francófonos, así como a los inuit y a otros pueblos indígenas.

El problema de nuestra bandera es prácticamente el mismo. Adoptada por uno de los primeros congresos sionistas, se basa en el chal de oración judío y en la antiguo estrella de David. Se diseñó para un movimiento mundial cuyo objetivo era crear una patria en la que el pueblo judío estuviera a salvo. Cuando se fundó el Estado de Israel se convirtió en su bandera nacional.

Actualmente sirve como bandera del Estado, como bandera del movimiento sionista internacional y, para algunos, como bandera de todos los judíos.

Sin embargo, no es la bandera de todos los ciudadanos israelíes. Para los ciudadanos árabes no significa nada excepto discriminación y exclusión. Les recuerda, en todas partes y en todo momento, que son, en el mejor de los casos, ciudadanos de segunda clase, que están presentes pero que no pertenecen del todo.

Desde el primer día de la fundación del Estado, he defendido la adopción de una bandera nueva e inclusiva. Como los neozelandeses de hoy en día sentía que, con todo el respeto al trasfondo de nuestros orígenes, cultura e historia, nosotros los israelíes vivimos en una realidad diferente. Un gran número de nuestros conciudadanos no son judíos, y los símbolos de nuestro Estado deberían reflejar esto.

Nuestra bandera encarna la reivindicación del Estado de representar a todos los judíos del mundo

Sinceramente, también pienso que no es una bandera muy buena. Las banderas se deberían ver desde lejos. Originalmente, las banderas se usaban para señalar el lugar donde se encontraba el rey en una batalla, para que todos los soldados supieran dónde estaba su comandante. La bandera debería destacar.

Los colores de nuestra bandera – blanco y celeste – son estéticos, pero no efectivos. Con el cielo azul y las nubes blancas detrás, la bandera casi desaparece. Alza a la vez una docena de banderas blanquiazules y una única bandera roja, y ésta será la que atraerá a tus ojos.

Pero el argumento principal contra la bandera es más político que estético.

Mucho antes de que Netanyahu elaborara la estratagema de exigir a los palestinos que reconozcan a Israel como el ‘‘Estado-nación del pueblo judío’’, nuestra bandera ya reflejaba esta pretensión.

Es mucho más que la bandera de un Estado corriente. Encarna la reivindicación del Estado de representar a todos los judíos del mundo.

¿Se ha preguntado a los judíos si quieren que los represente el Estado de Israel?

Curiosamente, esta pregunta nunca se plantea. No la plantean los palestinos, ni los estadounidenses, ni siquiera los mismos israelíes.

Antes de que nuestro gobierno le exija a la cúpula palestina que reconozca a Israel como el Estado-nación, etc. ¿no se debería consultar a los judíos de Los Ángeles, Moscú y Johannesburgo?

Sin que haya un referéndum de la diáspora judía a escala mundial, y una respuesta afirmativa de una gran mayoría, la petición israelí es infundada. De hecho, es una forma de imperialismo, un esfuerzo por imponer por la fuerza un tipo de soberanía a un pueblo sometido.

Antes de que ese referéndum tenga lugar, habría que responder varias preguntas: ¿Quién es judío? ¿Un hijo o una hija de madre judía? ¿Y qué hay de los de padre judío? ¿Personas convertidas a la religión judía? ¿Por quién? ¿Sólo por un rabino ortodoxo? ¿Qué hay de los convertidos por rabinos ‘‘reformistas’’ o ‘‘conservadores’’? ¿Qué hay de los ateos, pueden convertirse en judíos representados por Israel?

Lieberman quiere transferir parte de Israel a Palestina, para que el Estado judío sea más judío

No hay consenso en torno a todas estas preguntas entre los mismos israelíes. ¿Qué significa entonces la exigencia de reconocimiento, excepto una estratagema para sabotear las negociaciones de paz?

La cuestión de un referéndum también se planteó esta semana en un contexto diferente.

El ministro de Relaciones Exteriores Avigdor Lieberman vuelve a estar inquieto. Cierto, todo su ministerio está en huelga. La oficina central y el resto de embajadas israelíes en el mundo están cerradas. Pero Lieberman no descansa.

Esta semana anunció que había dado instrucciones al asesor legal del Ministerio para que presentara un dictamen jurídico sobre su propuesta de intercambiar territorios. Según su plan, un gran territorio soberano de Israel habitado por ciudadanos árabes se transferiría, junto con su población, al futuro Estado palestino, a cambio de territorios palestinos habitados por colonos.

El objetivo evidente del intercambio sería reducir el número de ciudadanos árabes, haciendo que el Estado judío sea más judío.

En un principio, esto puede parecer una propuesta justa.

En primer lugar, significa que Lieberman está a favor de la creación de un Estado palestino junto a Israel. Para una persona de extrema derecha este hecho en sí es llamativo.

Para el grueso de la derecha, una ocupación eterna es una buena solución y el apartheid también

Todos los ultranacionalistas israelíes se están enfrentando a un dilema: ¿Qué es más importante, la geografía o la demografía? ¿El carácter judío de toda la tierra que Dios nos prometió, o el carácter judío de la población del Estado judío?
El grueso de los movimientos de derechas prefiere la tierra a las personas. Quieren mantener todo el país ‘‘del mar hasta el río’’, incluso si eso significa que los palestinos sean mayoría en la población. Para ellos, una ocupación eterna sería una buena solución; un Estado que practique el apartheid también es aceptable.

Otro sector de la campaña derechista cree que es más importante tener un Estado en el que el número de no judíos sería insignificante, lo que garantizaría que el Estado judío permanecería judío para siempre. La solución de Lieberman está ideada para conseguir esto.

Para alcanzar este fin, Lieberman está preparado para cambiar la geografía de Israel de tal forma que la ‘‘cintura estrecha’’ se volvería más estrecha todavía. Entre Netanya, en la costa, y la palestina Tulkarem, el Estado sólo tiene ahora 14 km de ancho. Lieberman lo estrecharía todavía más. Puesto que la estrechez del Estado se cita habitualmente como la razón para anexionar Cisjordania, esto es bastante llamativo por sí mismo.

El asesor legal se tomó en serio la tarea y elaboró un informe largo y bien argumentado. Trató principalmente con la cuestión de si semejante solución sería compatible con las leyes internacionales. Como era de esperar, teniendo en cuenta su situación, su respuesta fue que sí.

No se desalojaría ninguna población. No se expropiaría ninguna propiedad. Los palestinos que vivieran allí podrían mantener su ciudadanía israelí si quisieran, así como su derecho a la seguridad social israelí. Simplemente dejarían de ser habitantes del Estado de Israel y pasarían a ser habitantes del Estado de Palestina.

Una solución justa, incluso benevolente. Con la excepción de un pequeño detalle: no se consultaría a los habitantes palestinos.

Tras realizar un estudio concienzudo de precedentes, el asesor legal concluyó que las leyes internacionales no exigen un plebiscito. Y de hecho, Lieberman se opone rotundamente a cualquier consulta de este tipo.

Expulsar a un sector de la población es normalmente bastante perjudicial para la economía

¿Por qué? Porque las personas a las que esto afecta ya han dejado absolutamente claro que rechazarían semejante transferencia.

Eso es un gran cumplido para Israel. A pesar de toda la discriminación, a pesar de todas las quejas justificadas, los ciudadanos árabes desean seguir siendo una parte del Estado, en vez de pasar a ser parte del futuro Estado palestino.
Su condición de ciudadanos de segunda clase es obvia. Las noticias nos lo recuerdan casi diariamente. Lo que es menos obvio, pero no menos real, es que la población árabe está profundamente arraigada en la realidad israelí, tanto en la económica como en la política.

La otra cara de la moneda es que Israel deriva grandes beneficios de esta población. Trabajan dentro de la economía israelí. Pagan impuestos. El argumento de que no pagan ‘‘su parte’’ es un mito: no se puede vivir en Israel sin pagar impuestos, sean directos o indirectos (a no ser que uno sea muy rico).

Muchos países han aprendido a lo largo de la historia que expulsar a un sector de la población es normalmente bastante perjudicial para la economía. Cuando Francia expulsó a los hugonotes protestantes, pasó a ser un país más pobre. Prusia, que los acogió, pasó a ser rica y poderosa. Esto es incluso más cierto en el caso de la expulsión de los judíos y musulmanes de España y Portugal. Ambos países cayeron en decadencia, mientras que el Imperio otomano, que abrazó a los judíos, se benefició.

Los ciudadanos árabes son un gran valor para el Estado. Lejos de deshacernos de ellos, deberíamos hacer todo lo posible por hacerlos sentir como en casa.

Cambiar la bandera sería una parte simbólica de ese esfuerzo.