Reportaje

Los niños náufragos

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 17 minutos
Playa en Las Palmas de Gran Canaria (2014) |  ©  I. U. T. /M'Sur
Playa en Las Palmas de Gran Canaria (2014) | © I. U. T. /M’Sur

Puerto Rosario (Canarias) | 2000

Bachir Yamii tiene nueve años. Y un mar a sus espaldas. Los cien kilómetros de superficie marina que le separan de la ciudad donde nació: El Aaiún, la capital del Sáhara Occidental. Bachir vive en el Centro de Menores de Puerto Rosario. Es el más joven de los treinta y cinco niños que han arriesgado su vida para buscar Eldorado en las desiertas colinas de Fuerteventura.

Esta isla, la más cercana al continente africano, es la puerta de entrada del archipiélago canario para los marroquíes que arriesgan su vida para alcanzar Europa. Casi todos los días hay una patera encallada en las playas, a veces dos. Empieza entonces la rutina para los voluntarios de Cruz Roja y los agentes de la Guardia Civil: poner a salvo el motor de la embarcación, arrastrar el casco hasta el muelle de Puerto Rosario donde se acumulan los vestigios de estas hazañas marítimas y rastrear la costa en busca de personas que hablen mal el castellano, tengan la ropa mojada y no se puedan identificar. Suelen ser jóvenes de entre veinte y treinta años. Y frecuentemente son, también, críos de quince, de trece, de apenas diez años.

A los más pequeños no se les cobran las ocho horas de miedo, esperanza y mareos

Menores no acompañados. Éste es su nombre en la jerga de los administrativos locales, los dirigentes de las ONG y los políticos de la Unión Europea. Tienen familia, pero la han dejado en Marruecos para buscar, por su propia cuenta y riesgo, una vida nueva. Son menores de edad y no pueden ser expulsados. A diferencia de los adultos que tienen que montarse en el avión a Melilla con frecuencia el mismo día de su llegada a la isla.

Bachir Yamii no ha pagado el viaje. «El capitán dejó que subiera gratis a la patera» explica en árabe dialectal. A los más pequeños no se les cobran las ocho horas de miedo, esperanza y mareos. Nureddin Dahabi, Mohamed Nachat y Taufiq Ayubi sí han pagado. Al igual que Ibtiham y Na’ma, las únicas dos chicas entre la treintena de varones. Cuatro mil dirham cada uno, alrededor de 65.000 pesetas [400 euros]. Es la tarifa.

Medio año de salario

Cuatro mil dirham. Para Nureddin Dahabi, 17 años, nativo de Beni Melal en el corazón de Marruecos, cuatro mil dirham significan dos años de ahorro. Nureddin abandonó Beni Melal a los quince años, les dijo adiós a las cumbres nevadas del Medio Atlas que se ciernen sobre el pueblo y a los bosques de cedros. Se bajó a El Aaiún, un viaje de mil cien kilómetros. El Aaiún, puerto para tantos, lanzadera para algunos atrevidos, capital del inmenso territorio saharaui bajo administración marroquí, acoge a una creciente población de jóvenes de todas las partes del reino que aquí quieren hacer fortuna. Carece de medina, de callejuelas, de zocos pintorescos y de viejas mezquitas. Los techos de sus desnudas casas de hormigón están coronados por un sólo símbolo, mil veces repetido: las antenas parabólicas que encadenan a sus propietarios a la televisión por satélite.

Mohamed, 15 años, es fontanero y ganaba 15 euros a la semana en Gulimim

Nureddin Dahabi, quince años, empezó a trabajar como sastre. Cuatro mil dirham no se ahorran en un mes. Dos años después, pagó la suma a un capitán que lo esperaba en una playa desierta al sur de la ciudad y se subió a la embarcación junto con otros veinte jóvenes, todos mayores de edad. Quiso trabajar en España. Ahora mira las calles desiertas de Puerto Rosario, las paredes del Centro de Menores a sus espaldas, el rostro de la trabajadora social que le dice que vaya a comer, y se pregunta qué ha ganado.

Mohamed Nachat, de Gulimim, quince años, se hace la misma pregunta. Mohamed es fontanero, como afirma con cierto orgullo profesional. «Tres mil reales la semana» dice lacónico. Como todos los marroquíes de Fes para abajo, los chicos calculan el dinero en la vieja moneda del real. Tres mil reales son 150 dirham, alrededor de 2.500 pesetas [15 €] . «Si uno es austero en la comida, apenas se muda de ropa, va con zapatillas rotas y no gasta en cine, se puede ahorrar algo» explica. «Significa malvivir ahorrando». Mohamed tardó un año en juntar los 4.000 dirham: justo la mitad del sueldo iba a la hucha. Y se los jugó a cara y cruz cuando se montó, en la misma playa desierta, en la patera. Se jugó algo más: su vida.

“Estuve todo el tiempo rezando, metido en el fondo de la patera” admite Mohamed. Otros se lo han tomado con más calma, como un riesgo necesario, aunque todos han pasado miedo. El mar suele ser benevolente. Los cien kilómetros lisos del Atlántico albergan menos peligro que los catorce del Estrecho de Gibraltar, donde las fuertes corrientes arrastran a más de una barca hasta el fondo. Los capitanes de las pateras saben hasta dónde pueden arriesgarse y con un buen fueraborda, el barco cargado hasta los topes, se acercan de noche a los acantilados del Gran Tarajal, al sur de Fuerteventura.

Algunos ‘descargan’ su pasaje en el rompiente para regresar a por más clientes, otros muchos simplemente encallan el barco entre las rocas y acuden a la próxima comisaría para entregarse: saben que les repatriarán en cuestión de días, y aunque el avión los deja en Melilla, a 1.600 kilómetros de El Aaiún, el viaje les sale rentable. El barco no vale mucho: sin registro ni impuestos, unos 5.000 dirham, apenas 80.000 pesetas. Motor y depósito de carburante se compran de contrabando y se abandonan en la costa.

Según cuántos pasajeros hay en la patera – a veces hasta 20 – , la ‘taquilla’ oscila entre medio y un millón de pesetas

El capitán cobra 15.000 dirham, 240.000 pesetas [1.500 €], para un trayecto y el resto de la ‘taquilla’ es para el patrón que compra la embarcación y organiza la salida. Según el número de pasajeros que viajan en la patera – a veces hasta veinte personas, aunque nadie lo creería al contemplar las pequeñas barcas – esta cantidad puede oscilar entre medio millón y un millón de pesetas. Un suculento negocio. No sorprende que haya mafias establecidas que fletan, incluso, autobuses para traer a clientes – mejor dicho, víctimas – desde las montañas del Atlas central hasta El Aaiún donde son embarcados.

Quienes se embarcan creen que, al otro lado, está el Paraíso. O, al menos, El Dorado.

Una isla cárcel

Fuerteventura no es El Dorado. Taufiq Ayubi ha tardado tiempo en comprenderlo, pero ahora la frustración y la desconfianza han marcado su rostro. Taufiq es un adolescente guapo de 17 años, con pelo negro y liso que pasaría desapercibido en cualquier instituto español. No está a gusto en la isla. «Ya llevo dos años aquí – afirma – y quiero saber qué pasa conmigo. ¿Cuándo podré trabajar?» Nativo de El Aaiún, ha ahorrado el dinero del pasaje pintando chapas en un taller de coches.

Los otros chavales lo consideran un poco el líder del grupo. Entre sus dedos tiene un cigarrillo. No puede fumar en el Centro de Menores, pero en la calle, aun sentado sobre el escalón de la puerta, es dueño de sus actos. El Centro no es una cárcel. Los niños pueden entrar y salir cuando quieren, aunque tienen horarios: la comida, las clases de castellano, la hora de dormir. No hay peligro de que se escapen: ¿a dónde podrían ir en Puerto Rosario? La isla no necesita vallas.

Taufiq se ha embarcado en el transbordador a Tenerife pero fue detenido y devuelto a Fuerteventura

Taufiq, sin embargo, ha dado el paso con el que sueñan todos los adultos que se encuentran en situación ilegal en Fuerteventura: se ha embarcado en el transbordador que comunica la isla con Tenerife. Una vez allí es más fácil pasar desapercibido e, incluso, conseguir un vuelo a la península. Taufiq fue detenido en Tenerife y, tras algunos trámites, devuelto a Fuerteventura.

Su caso salió en la prensa local. «Todos los periodistas mienten» asegura Taufiq y blande un viejo recorte de periódico. «Aquí dice que me peleé con la policía, que soy un problema. Y es todo mentira. Periodistas, malo”. Taufiq no lee castellano y el periodista necesita traducirle, palabra por palabra, el artículo al árabe para convencerle de que la única pelea mencionada es la de las diversas administraciones responsables de la custodia del menor. Taufiq no sabe muy bien a quién creer. La desconfianza la lleva en la sangre, tras tantas frustraciones.

Regreso a la escuela

Los niños no han perdido los contactos con su tierra: tienen derecho a llamar con regularidad a sus familias, si éstas disponen de teléfono. Más complicada es la integración en el entorno de Puerto Rosario. Las clases de castellano son diarias, pero los niños hacen pocos avances. La mayoría ha pasado por la escuela primaria marroquí y sabe leer y escribir árabe, pero pocos están a gusto entre la pizarra y los cuadernos. Han dejado las aulas para trabajar duro en los talleres, la sastrería o, simplemente, la calle, y quieren volver a sentirse adultos. No es fácil motivarles sin ayuda especializada.

El Centro de Menores depende del Ayuntamiento, pero la gestión no está a la altura de las necesidades, según afirman los responsables. Harían falta psicólogos, personas que hablen árabe dialectal, mediadores. Las trabajadoras sociales se comunican con los niños como pueden y sus gestos de disciplina a veces son interpretados de forma equivocada por los chavales que se creen humillados o incomprendidos en sus costumbres. Aunque las reglas del centro intentan respetar su identidad.

“Los que hemos decidido cumplir con el ramadán, podemos saltarnos desayuno y almuerzo. Comemos por la noche, aunque nos hacen acudir al comedor de todas formas” admite Taufiq. Entre malentendidos y reivindicaciones, la convivencia no es fácil pero los brotes de violencia son raros y el joven responsable del centro, que infunde más cariño que temor, se maneja bastante bien.

«¡No queremos comer gratis! Queremos trabajar y ganarnos la vida. No somos mendigos»

Pero los chavales se quejan de todas formas. «La comida es mala» afirman. Tienen razón: la empresa de catering repite hasta la saciedad las patatas fritas, el zumo es escaso y el pan no siempre es fresco. Cuando alguien les recuerda que a caballo regalado no se le mira el diente, todos saltan al unísono: «¡Pero si nosotros no queremos comer gratis! Queremos trabajar y ganarnos la vida. No somos mendigos». Y vuelven a enumerar sus profesiones: mecánico Taufiq, fontanero Mohamed, sastre Nureddin, campesinos, pastores o peluqueros los otros.

«¿Cuándo nos van a dar un permiso de trabajo?» preguntan todos. Pero no hay respuesta. La ley prohíbe trabajar a los menores de 16 años. Y si la Administración no regulariza ni a los adultos, estos jóvenes sobradamente preparados por la vida, verán pasar sus días desde la ociosidad de un centro de menores en un pueblo canario que no ofrece aventuras. Puerto de Rosario tiene un nivel de vida alto, muy por encima de la media española, y apenas hay paro.

Los inmigrantes adultos consiguen a veces empleos en los hoteles de las urbanizaciones playeras o en las fábricas al sur de la isla, donde se pagan salarios de 140.000 pesetas mensuales, según afirman. Trabajando entre diez y doce horas diarias, claro está. Y hay quien opina que son sueldos bajos, teniendo en cuenta que los alquileres valen lo mismo que en Madrid. No es lo que les contaron en casa: que en España uno se hace de oro.

Niños embarcados

“Me embarcaron”. “Vine seducido por una ilusión”. Es la frase que repiten todos, niños, jóvenes, adultos, cuando se les pregunta por qué se han jugado años de ahorro en una viaje predestinado al naufragio. Extraña que a pesar de la proximidad de España, a pesar del ingente flujo de marroquíes que cada año regresan en vacaciones a casa, a pesar de que Marruecos no está aislado del mundo, los jóvenes que se dejan embarcar en las pateras, crean aún que hacerse rico en España es cuestión de meses.

“No puedo decir a mi familia que estoy viviendo de la beneficencia. Sería un fracasado. Y eso duele”.

En parte, ellos mismos tienen la culpa. Usama y Naim, dos veinteañeros que pasan sus días en el centro de acogida de adultos de Cruz Roja Fuerteventura, admiten que ellos tampoco les cuentan la verdad a sus familias cuando, una vez por semana, les llaman por teléfono. “Les digo que me va bien, que estoy empezando a trabajar” confiesa Usama, un chico con formación universitaria y un cuidado look europeo, nativo de Beni Melal. “No les puedo decir que estoy viviendo de la beneficencia de Cruz Roja, que estoy comiendo pan regalado, que me mantiene el estado español. Sería un fracasado. Y eso duele”.

Por la misma razón no quiere volver. Antes prefiere lanzarse otra vez a la aventura y otra. Y además, ¿quién sabe? hay gente que se ha hecho rico y que ha vuelto en un coche Mercedes. Si España se protege con tanto recelo de los inmigrantes, algo tendrá. Y luego está la televisión española cuya señal se puede captar en El Aaiún y, a través de las parabólicas, en todo Marruecos. En la televisión no hay pobreza, sólo familias acomodadas, estudiantes felices, concursos en las que se regalan sumas de dinero que en Marruecos representan un sueldo de muchos meses. En España también, pero esto no lo dice la presentadora.

Las chicas malas van a todas partes

El perfil del inmigrante típico es el de un hombre entre 20 y 30 años, pero cada vez hay más mujeres en las pateras. E incluso niñas adolescentes que han afrontado las olas con el mismo valor que los varones. Y con la misma vaga esperanza de que en España todo sería fácil.

“Quería ver cómo vive la gente aquí”. Así responde Ibtiham, 16 años, original de Rabat, a la pregunta por el motivo de su llegada. Ella se ha embarcado junto con su amiga Na’ma, de la misma edad y del mismo barrio. “El dinero se lo pedimos a nuestras madres” explica Na’ma. Y sus madres se lo dieron, pensando tal vez que sus hijas se librarían de la eterna rueda que hace depender a las mujeres marroquíes del padre, del hermano, del marido, del hijo.

Luchar por un espacio individual es una tarea posible pero ardua en la sociedad marroquí. Y la emigración clandestina, punta del iceberg de un deseo generalizado en la población, no es sólo económica. Tres de cada cuatro marroquíes quisieran emigrar, según una reciente encuesta. Esto no significa que tres cuartas partes de la población vivan en la miseria. Refleja un descontento que va más allá de la cesta de la compra.

“Antes de venir, yo poseía un reloj suizo como el tuyo. Lo vendí para pagar la patera”

Ninguno de los niños ha venido porque haya pasado hambre. Es obvio: quien puede pagar el viaje a las Islas Afortunadas no es indigente. Taufiq observa el reloj de muñeca del periodista, un modelo suizo. “Antes de venderlo para venir, yo poseía uno igual”, afirma. Para demostrar que no es fanfarronería deja patente que conoce los detalles del mecanismo. Conoce también su precio, alrededor de tres pagas semanales de las que cobraba Mohamed Nachat.

No todos los niños se han ganado el pasaje con su propio sudor. “Yo se lo pedí prestado a mi madre”, explica Yamal Fauzi, 13 años, original de Gulimim en el umbral del Sáhara. Su madre no poseía la suma. “La tuvo que pedir prestada a un vecino” admite Yamal. La esperanza de que un hijo colocado en el extranjero sacaría adelante la familia se ha frustrado. A Mohamed Abu Salama, 15 años, le embarcó su propio padre. “Primero vino el padre, de profesión albañil “ – cuentan los chicos – lo repatriaron en seguida y él llevó a su hijo a la patera”. Dos billetes pagados al naufragio.

La emigración clandestina no reporta beneficios a Marruecos. Es una sangría económica que se ceba en las clases bajas: más de uno se embarca tres veces, paga tres veces en vano antes de arribar a España, antes de ser repatriado. Es un altísimo precio para la ilusión de una vida mejor, un lastre para los familiares que se han quedado y un pingüe negocio para unos cuantos capos. Hay quien piensa que el flujo de inmigrantes no aumentaría sino que disminuiría si el visado español fuera más fácil de conseguir. Y que las sumas gastadas en pateras y en vigilancia costera y vuelos de repatriación se podrían dedicar a mejores fines.

Náufragos

Ibtiham y Na’ma parecen soñar. Pero ya no tienen sueños o no los saben nombrar. “Trabajar, en cualquier cosa”, admite Ibtiham, mientras fuma. Su cara dulce y su gesto tímido hacen que sea muy difícil imaginarse que ella se prostituye, al igual que su compañera, en los jardines tras el Centro de Menores. Pero es un hecho. El dinero fácil es una tentación demasiado grande.

Los chavales no huyen de la miseria. Sino de la pobreza cotidiana, de un futuro sin sueños

Mas para este viaje no hacían falta alforjas. Nureddin y Mohamed podrían haber invertido sus modestos ahorros en un negocio propio. Y quizás se habrían afianzado, habrían podido fundar, tras años de tenaz trabajo, un hogar propio, una familia. Una familia sometida a las leyes centenarias y patriarcales de la sociedad marroquí, que no favorecen la comunicación, la comprensión mutua, la posibilidad del desarrollo individual.

Todo ello en una sociedad en el que las relaciones entre hombres y mujeres se describen tradicionalmente con la palabra ‘guerra’, y en un sistema político corrupto hasta la médula, en el que la libertad de opinión es un logro tan reciente que todavía no parece ser real.

En suma: un futuro muy poco atractivo para los jóvenes marroquíes de ambos sexos. Los chavales no huyen de la miseria. Sino de la pobreza cotidiana, de un futuro sin sueños, de una vida monótona que no puede ser la única posible. “Nos han embarcado”, repiten: creían que la vida en Europa era más fácil.

Ahora, sentados sobre los escalones del Centro de Menores, miran hacia este, donde la costa africana se esconde bajo el horizonte, o hacia arriba donde aviones de todas las compañías trazan líneas hacia la Península. O dan vueltas por el muelle de Puerto Rosario, donde se acumulan las pateras en las que ellos vinieron, se acuerdan de compañeros que se ahogaron al saltar a tierra. Se han embarcado, los han embarcado, y han encallado en la primera playa. Han naufragado.

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© Ilya U. Topper (2000) | Primero publicado en M’Sur.