Dolor, apatía, humillaciones, bombas

Carmen Rengel
Carmen Rengel
· 9 minutos
Control militar israelí ante Nablus (2009) |  © Nacho Prieto
Control militar israelí ante Nablus (2009) | © Nacho Prieto

Jerusalén| Enero 2009

La vida en Israel es pura esquizofrenia y el ataque a Gaza no hace sino acentuar las dicotomías en las que se mueve su gente desde que el país se creara sobre el suelo palestino hace 60 años. Es demencia pura un Estado, occidental pese a lo que dicta el mapa, de infraestructuras impecables, educación de vanguardia y una apabullante producción cultural que, de rondón, programa un bombardeo sobre la franja ocupada, humilla a los palestinos de Cisjordania y entierra a sus soldados muertos por la patria. La calma, la paz y la apatía mezclados con el dolor –el propio y el ajeno–, la sangre y el armamento pesado.

La guerra la aprecian los vecinos de las poblaciones sureñas, como Ashkelon, Ashdod o Kiryat Gat, que reciben los cohetes de Hamás, esos que ya han dejado 13 muertos en suelo israelí. Allí es donde recalan las columnas de blindados que circulan junto a los Audis por las excelentes autovías del país, rumbo al sur, a dar relevo en la ofensiva terrestre. Allí se sufre el estruendo, la destrucción y hasta la muerte, pero a excepción de ese pequeño grupo de israelíes (no más de 50.000 personas en todo el extremo oeste del desierto del Neguev), el resto del Estado vive en una inopia indispensable para seguir adelante.

No comparte la “violencia” de su Ejército, pero justifica el ataque a Gaza por “necesario”

A 100 kilómetros de Gaza, la juventud va de café, parque y disco en Tel Aviv. “Se llama supervivencia”, dice Amir Shommer a las puertas del Cup’O’Joe, un Starbucks refinado de la capital israelí. No le parece raro estar de juerga tras el fin del shabat –el descanso judío que va de la puesta del sol del viernes a la del sábado– mientras se oye cómo unos 300 colonos festejan la invasión terrestre de la franja en el mismo sitio en el que asesinaron al primer ministro Isaac Rabin en 1995. Se remueve, incómodo, porque dice que no comparte la “violencia” de la actuación de su Ejército, pero a renglón seguido justifica el ataque por “necesario”. “Nuestra gente no puede seguir soportando esa presión. Ningún occidental se contendría”, añade.

Amir forma parte de ese 52% de israelíes que considera “positivo” el bombardeo de Gaza, según una encuesta publicada por el diario Haaretz,. Otro 20% apoya los ataques terrestres y un porcentaje similar aboga por la negociación inmediata del alto el fuego. Son los medios de comunicación los que convierten en realidad esos lejanos acontecimientos que los israelíes no ven, unos porque no quieren, otros, dicen, para sobrellevar el día a día.

Un 52% de la población apoya el bombardeo de Gaza, aunque los qassam palestinos afectan a pocos pueblos

Los informativos emiten especiales con contertulios que prestan atención sólo a sus soldados fallecidos y a los cohetes Qassam que caen en el sur. Los periodistas del Canal 10 se atreven, y no todas las noches, a emitir las imágenes de los muertos en Gaza. “Alertamos a nuestros espectadores de que esas imágenes pueden ser antiguas o trucadas, ya que proceden exclusivamente de medios palestinos”, alerta el rótulo que no deja de guiñar en pantalla.

 Normalidad

Las portadas de los diarios se llenan de negro, de uniformes, de fuego, pero más allá de eso Israel vive como siempre: los ortodoxos van a la sinagoga, los surferos nadan en Herzliya, los chavales bailan por Madonna en el corazón de Haifa. No sería justo, sin embargo, dejar de constatar que cada día son al menos 400 los ciudadanos que toman con prudencia las esquinas de una rotonda, sin permiso y por sorpresa, para gritar contra el ataque a su vecino palestino. “Contra la injusticia”, “En recuerdo de los hermanos palestinos”, “Olmert, para ya la guerra”, rezan las pancartas que portan familias enteras en la calle King George de Jerusalén. Son pocos, pero son. Es la cara que no se cuenta, la de los que apuestan por la convivencia.

Han ido saliendo lentos, pero antes de los suyos hubo más gritos. Lo que ocurría es que sólo provenían de los árabes con pasaporte israelí, los grandes marginados del país que, a expensas de represalias, se tiran a la calle a protestar por las sucesivas masacres. Al norte, en Nazaret y San Juan de Acre –poblaciones con más de un 80% de habitantes de origen árabe–, se apiñan los carteles con niños envueltos en sudarios, dolorosas con su pañuelo, su amira, coronando de luto su cabello.

A ellos sí los sigue de cerca la policía israelí, pues en otras ocasiones han prestado apoyo a los suicidas. Es el único refuerzo de seguridad visible, pues sorprende la calma que mantienen en las calles, normalidad a la israelí, con soldados por doquier y ciudadanos con su kalashnikov como el que lleva un bolso al hombro. Nada más. Lo de siempre. Como dice Sarah Stulz, la novia de Amir, “es la costumbre de estar en guerra”.

El Cisjordania no ven llover cohetes israelíes, no tienen tanques en la puerta de casa, no escuchan el estruendo de los cazas cada noche. Pero no por eso es fácil la vida en Ramalá o Nablús. La franja hermana a Gaza, la otra porción de tierra palestina que aguarda la independencia prometida para este año por los acuerdos de paz de Annapolis, vive el asedio de la operación Plomo fundido con el alma en vilo. Nada más alejado de la indiferencia. “Que no nos maten a nosotros no quiere decir que no nos duela ni que lo paguemos, aunque de otra forma”, sostiene Nasser, un arrugado taxista de Hebrón.

Y es verdad que lo pagan: ya son cuatro los palestinos muertos en la zona desde que comenzó la incursión israelí en Gaza; se trata de personas que participaban en las numerosas manifestaciones que llenan las calles de Ramala, de Belén, de Jericó, con una misma exigencia: el alto el fuego.

En Hebrón, los fruteros cierran durante una hora para concentrarse en silencio ante una oficina de Naciones Unidas, “porque no hacen nada por parar esto”, se lamenta la joven Julud mientras se limpia las manos en el mandil. Lo dice con ojos verdísimos en los que pesa un hondo reproche al occidental que pregunta. “¿Y ustedes? ¿Y los ricos? ¿Por qué no paran esto? ¿No ven que mueren niños?”, interroga a gritos, rompiendo la quietud de la escena.

«Si no te dejan salir de esta ratonera, el odio es inevitable y se acumula»

Más ruidosos son en la calle de la Estrella de Belén, donde los vecinos y comerciantes han cortado la vía con fotos de las víctimas de Gaza. Said, cristiano, pasa las cuentas de su rosario. Ha regresado a su ciudad en la última remesa que el Ejército israelí ha permitido entrar en la ciudad, tras decretar el cierre de fronteras. Nadie entra, salvo los turistas. Nadie sale, salvo los turistas. Said, de 54 años, tiene permiso de trabajo en Israel y cada día va con su coche a Jerusalén, a menos de un kilómetro, para trabajar como peón albañil.

Hoy ha sufrido un calvario que llevaba días sin soportar. Unos chavales uniformados le obligaron a salir del coche, a descargar la compra, a hacer flexiones. Les tuvo que dejar dulces de regalo, una mordida habitual. Lo narra a punto de llorar, no por su “dignidad” dolida, sino por el hecho de que su hijo, Omar, de 11 años, haya visto la “humillación” a la que lo han sometido. “Si maltratan a tus mayores, si cierran tu tienda por decreto, si no te dejan salir de esta ratonera… Al final el odio es inevitable y se acumula, y la respuesta de los hombres puede ser violenta”, apunta en un susurro, a su lado, Sabri, un joven vendedor de kefías y chilabas.

Peligroso es el argumento del comerciante, pero más aún es escucharlo en boca de un mico llamado Salam. A sus 15 años, tiene claro que “lo que están haciendo a los hermanos de Gaza merece más muertos”. ¿Estaría él dispuesto a dar ese paso, a morir matando? Sonríe, tímido, y duda. “Ummm… Si atacan a los míos, puede”. Maybe, dijo en su inglés suave.

Bloqueados

Estas respuestas, ese sentir de revancha, es lo que el portavoz del Ministerio de Defensa israelí, Mark Regev, enarbola para asfixiar a los cisjordanos. “Ellos nos quieren en sus manos y por eso impedimos que salgan”. La Autoridad Nacional Palestina, que gobierna a este lado del muro de hormigón, ha tomado la decisión de impedir también la entrada en su franja de todo ciudadano israelí.

«Al final el odio es inevitable y se acumula, y la respuesta de los hombres puede ser violenta”

Eso enciende a los soldados, que intensifican los controles y hasta manosean a los ancianos que intentan pasar por el check point. A algunos turistas, incluso, les incautan los regalos comprados en suelo palestino, con la excusa de que pueden tener “algún elemento explosivo”. “¡Pero si es un pañuelo, si sólo llevo un belén!”, se queja la pareja rusa. No hay nada que hacer.

En esta zona no hay hambre ni miseria, porque las sucesivas ayudas de la ONU y la Unión Europea a la Autoridad Nacional Palestina (ANP) ha servido para tener carreteras transitables, un par de buenos hospitales, luz y agua. En Ramalá, la capital del territorio, donde los novios palestinos pasan su luna de miel, el dinero internacional no calla a los indignados. Se mira mal al extranjero, al que no ayuda, al que pregunta pero no da soluciones.

Lo mismo ocurre en Jerusalén Este, el reducto palestino de la capital triplemente santa. Allí piden dinero “para la causa de Gaza”, allí se reza “por la perdición de Israel”, allí se pintan los muros con mujeres que lloran. Su temor ahora es el futuro del Estado palestino, congelado por la muerte y la división de un territorio de la ANP y el otro, de Hamás. El asedio israelí, tras dos años de división, ha unido de nuevo a los palestinos.

Publicado en El Correo de Andalucía, 18 y 19 Enero 2009