Materia para asustarse
Ilya U. Topper
Ismail Kadare
El accidente
Un libro de Kadare se abre siempre con expectación: dejó patente su maestría en sus anteriores obras (¡esa inolvidable Cuestión de locura!) Sigo, pues, el trayecto de aquel taxi que se estrella camino del aeropuerto y la subsiguiente investigación policial con ganas de dejarme embaucar, de perderme en el laberinto de pistas apenas insinuadas que me ofrece el autor.
Pero no es tan fácil. La narración marco que plantea Kadare, modelada según la novela negra clásica y pretexto para contar una historia de amor, recuerda algunas obras de Stanislaw Lem, donde los misterios están siempre en el límite de poder ser explicables por causas naturales… pero sólo casi.
Mas frente a la increíble precisión de Lem para encontrar este límite, la exposición de Kadare suena algo forzada, los misterios del caso lo son más por la afirmación de que “aquello era inexplicable” que porque los hechos realmente lo sean. Uno recorre las primeras decenas de páginas con la sensación de que aquí se trata de mistificar las cosas más allá de lo necesario. El estilo lento, algo insistente, y sin nombres propios, tampoco ameniza la lectura.
Bucea en las emociones que no nos atrevemos a confesar a nosotros mismos
Pero esto son cuestiones menores, porque la narración marco no es lo que importa en esta novela. Importa la historia que arranca en la segunda parte: el amor entre Rovena St. y Besfort Y., una estudiante albanesa y un asesor con alto rango en el Consejo de Europa. Y esta historia convence.
Kadare despliega su capacidad para trazar dos retratos de gran profundidad psicológica, para bucear en las emociones que quizás no nos atrevemos a confesar a nosotros mismos, para arrojar las preguntas sobre la libertad, la entrega, la sumisión, la felicidad de negarse uno mismo para ser lo que el otro quiere ver. Si ustedes han vivido alguna historia de pasión arrebatadora, insana, esclavizadora, sabrán de qué hablo. Si aún no, aquí tienen materia para asustarse.
En muchos pasajes ―esta sensación de que aún tras años de relación, los amantes son dos seres completamente ajenos uno al otro, dos perfectos desconocidos― recuerda al mejor Milan Kundera, aunque sin la facilidad de palabra, sin este humor, esta ternura que caracteriza al maestro checo.
Además, la lectura exige atención; la falta de nombres propios ―sólo Rovena y Besfort, la amiga lesbiana Liza Blum y un amante momentáneo de Rovena tienen derecho a firmar― obliga a un profuso uso de pronombres que en ocasiones otorgan cierta ambigüedad a las frases; pudiera ser una característica del idioma castellano que quizás no se dé en albanés.
Eso sí, si aún les queda interés en la historia del accidente, desengáñense: como sucede en las novelas policíacas de Leonardo Sciascia, aquí no hay resolución del enigma. No puede haberla, porque Kadare se ha enredado demasiado en sus propias trampas. Pero tampoco importa: si buscan novela negra, lean a Vázquez Montalbán. Aquí lo que hay es un tratado clínico sobre el síndrome de adicción a esta droga dura que algunos llaman amor.
Una última advertencia: si usted está recién y felizmente enamorado, mejor no toque el libro. Déjelo para dentro de unos años.