Crítica

El bostezo del visitante

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 6 minutos

 

Orhan Pamuk

El museo de la inocencia

Género: Novela
Editorial: Mondadori
Páginas: 655
ISBN: 978-84-397-2205-2
Precio: 23,90 euros.
Año: 2008 (2009 en España)
Idioma original: Turco
Traducción:  Rafael Carpintero
Título original: Masumiyet Müzesi

Pamuk Museoinocencia

Un libro capaz de destrozarte la espalda si lo metes en la mochila para leer en el viaje raramente es un buen libro. O digamos: tras esta agresión inicial, muy bueno tiene que ser para que me reconcilie con él.

Cierto: existen libros de quinientas páginas en las que uno no debe tachar ni una sola palabra si no quiere descalabrar su filigrana verbal. Un hombre, de Oriana Fallaci, es un caso de éstos. Pero es raro. A los autores rusos del siglo pasado ―Dostoievski, Tolstoi― podemos disculparlos, porque los libros, entonces, cumplían una función de entretenimiento importante: debían durar en manos de la lectora lo que dura un viaje en coche de caballos de Moscú a San Petersburgo. Hasta la segunda guerra mundial también era habitual que una novela apareciera por entregas en una revista literaria, y el autor, que cobraba por línea publicada, tenía obvio interés de alargar la historia todo lo posible. Reprocharle hoy su falta de brevedad sería negarle el pan.

Hoy, las condiciones son otras. El libro de un premio Nobel tiene la distribución asegurada, y desde el invento del Orient Express, con un libro de 300 páginas se llega cómodamente de Viena a Estambul. Un escritor tiene la libertad, hoy, de planificar el desarrollo de la novela acorde a lo que exige el arte, sin tener en cuenta las condiciones de las caballerizas del zar ni las de los contables de una revista literaria. Y el arte no exige gastar cuatro páginas para describir la función social de un reloj de pared. Lo siento, pero no. Si usted no sabe describir un reloj en una página, dedíquese a otro oficio.

El arte no exige gastar cuatro páginas para describir la función social de un reloj de pared

Habrá quien replique que el autor ―en el caso que nos ocupa, Orhan Pamuk― sabe muy bien hacerlo pero no quiere. Puede ser. Pero me parece entonces, más que una incapacidad, una ofensa. ¿Con qué motivo supone el señor Pamuk que yo no tendré nada mejor que hacer en las próximas dos semanas que leerme su novela? ¿No puede imaginar la pila de libros que hay en mi mesilla de noche?

Por supuesto no es algo excepcional: Cuando uno ve los tomos amontonados en las mesas de los centros comerciales ―algunos incluso con las portadas repujadas en altorrelieve, como para aparentar un volumen mayor del que tienen― uno se da cuenta de que las editoriales parecen aún creer que los libros, como las patatas, se venden al peso.

Y es una pena, porque tan mal no empezaba la novela de Pamuk. Las primeras cien páginas, divididas en capítulos cortos, tienen un ritmo innegable, cierta agilidad. El planteamiento podría ser de lo más convencional: chico rico, con novia guapa, inteligente y liberal, se enamora perdidamente de una prima lejana que trabaja de dependienta en una tienda de moda. Pero la vida casi siempre es convencional y lo que cuenta es qué hace el escritor con estos mimbres.

Kemal está enamorado de la dependienta, no piensa romper con su novia y le dan ataques de celos; sí, a él

El interesado en las culturas mediterráneas seguirá atentamente las agudas explicaciones del autor sobre el concepto de la virginidad en Turquía y otras convenciones sociales y agradecerá al autor que presente a su personaje principal ―Kemal, el chaval rico y enamorado― tal cual es (tal cual son muchos hombres de Algeciras a Estambul), sin añadirle reflexiones lógicas: por supuesto Kemal está enamorado de la dependienta Füsun, por supuesto no piensa romper con su novia Sibel por ella, por supuesto le darán ataques de celos ―sí, sí: a él― cuando imagina que Füsun antes de conocerle se paseaba en coche con otro admirador, y por supuesto le parece totalmente normal estar celoso.

Este trío amoroso patriarcal-convencional con ínfulas modernas y liberales pudo convertirse en un interesante nudo de la historia: ¿cómo afronta un hombre, educado en estas convicciones patriarcales, el dilema entre la cómoda costumbre y el carácter propio, el respeto a la mujer amada, la búsqueda de la confianza? A Kemal no se le ocurre siquiera planteárselo. Se contenta con sufrir (hay ciertos párrafos sobre el dolor de vientre causado por el amor a los que cabe poner nota alta).

Un par de zarcillos que aparecen y desaparecen cada 200 páginas no tienen peso suficiente para crear intriga

Este sufrimiento se va diluyendo en una larga travesía del desierto, de la página 200 a la 550. Si el autor nos quiere hundir en el mismo tedio que tuvo que aquejar a su personaje durante ocho años de rondar a la amada, por supuesto lo ha conseguido. No hay subtramas, ni personajes con gran perfil propio, aparte del propio narrador. Un par de zarcillos que aparecen y desaparecen cada 200 páginas no tienen peso suficiente como para funcionar a modo de McGuffin y crear intriga. Al cabo de ocho años, sólo Kemal aún se emociona al pensar que tal vez Füsun vuelva con él: a mí, como lector, francamente, querido, me importa un bledo.

Uno llega al breve desenlace con la secreta esperanza de que ahora se nos desvele algún secreto, algo que justifique la absurda espera, que arroje luz sobre el carácter de Füsun, algo que nos quite la sensación de que la chica, en el fondo, no es más que una tipa convencional, algo que le proporcione, tardíamente, un motivo. Esperanza frustrada.

Tal vez toda la novela se reduzca a la última frase del libro: es perfectamente posible vivir durante décadas infelizmente enamorado de una tipa que no vale la pena, y estar perfectamente feliz con este amor. De acuerdo. Ramón Gómez de la Serna habría hecho una greguería con eso, Borges un relato corto, Stefan Zweig una nouvelle. Y digan la que digan, en estos casos el tamaño sí importa. Todo celador sabe que al cabo de cuatro o cinco horas, cualquier visitante de un museo acaba bostezando, así se encuentre frente a las Meninas. En los museos, la culpa la tiene el visitante por no saber dosificar su entusiasmo y acortar la visita. En las novelas, la tiene el autor.
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