Crítica

Castillo con figurantes

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 5 minutos
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Ismail Kadare
El cerco

Hay dos formas de escribir una novela histórica. Se puede redactar un ensayo de historiador, una especie de documental con un guión basado estrictamente en los archivos, camuflando lo aburrido del asunto bajo unas pinceladas humanas de cosecha propia. O se puede crear una gran historia humana, ubicada en un tiempo remoto que hace de escenario, cargando las tintas en el carácter del héroe, no su armamento. En el primer caso se aprende mucho, en el segundo se disfruta mucho. Personalmente, prefiero la opción B. Eso sí, no parece estar de moda. O quizás no hay quien se atreva. En todo caso, sigo esperando que alguna editorial española reflote las novelas juveniles del alemán Hans Baumann sobre los nietos de Gengis Kan, los grumetes de las flotas portuguesas del siglo quince o el chaval que daba de comer a los elefantes de Aníbal. Insuperables.

Ismail Kadare (Gjirokastra 1936), en cambio, no parece decidirse en El Cerco por dónde quiere tirar. El relato del asedio otomano a una fortaleza de Albania que no se nombra, pero según opinión unánime es la de Kruje, no recoge fielmente los datos de los historiadores (según éstos, fue el propio sultán Murad II quien dirigió la campaña en 1450, no uno de sus generales, como sucede en la novela, y la descripción física de la fortaleza recrea la de Shkodra, asediada en 1478). No importaría en absoluto, si con estas mimbres, Kadare hubiera trenzado una cesta redonda.

Ningún personaje adquiere suficiente perfil como para salirse de figurante y convertirse en figura

Pero es ahí donde falla. El personaje del general otomano responsable del asedio, Ugurlu Tursun, no llega a asumir todo el peso del guión: tras aparecer al principio como elemento central deja paso a numerosos secundarios que se disputarán el favor del novelista, algunos con nombres propios, otros sólo identificados por sus cargos. Y ninguno adquiere suficiente perfil como para salirse de figurante y convertirse en figura.

El recurso literario de contraponer a un cronista ignorante a un personaje avispado ―el intendente del campo turco― que explicará los entresijos de la guerra otomana contra los pueblos balcánicos, tampoco brilla por su originalidad. El trazo grueso con el que están dibujados ―el cronista, ignorante y acobardado, hasta el punto de no querer escuchar teorías subversivas― no resulta siquiera demasiado verosímil. No sabremos nunca si el astrólogo equivocado realmente cree en sus estrellas como en una ciencia exacta ni qué significa para él su fracaso, aparte de la pérdida del cargo.

Todos los personajes parecen limitarse a cumplir un papel, el de ilustrar la narración, en lugar de padecer un destino propio (exceptuando las concubinas de Tursun, que charlotean como chicas de hoy, o de todas las épocas, un curioso contraste frente a la gravedad historicista de los hombres).

Son críticas que se pueden hacer prácticamente a todas las novelas históricas hoy en el mercado, incluyendo a las grandes obras de Amin Maalouf (y con mucha mayor razón los bestsellers anglosajones, de Ken Follet hacia abajo). Pero de un maestro como Ismail Kadare ―como no admirar su deliciosa Cuestión de locura― me habría esperado algo superior al nivel general de novela histórica.

Puede disculpar al maestro el que escribiera la novela en 1970, con 34 años, ampliando un relato corto antiguo (Los tambores de la lluvia), tal y como aclara el traductor (Ramón Sánchez Lizarralde) en el prólogo. Por cierto, una pregunta a éste: ¿cómo es que el héroe albanés se llama Skanderberg, con ecos escandinavos, cuando el sobrenombre de Jorge Castriota es Skanderbeg, derivado del turco Iskander Beg / Iskander Bey)? El error es frecuente, pero ¿tanto como para colarse en una edición de Alianza?

Describe el conflicto fundacional de Albania desde el punto de vista del enemigo otomano, pero con clichés

Kadare, por cierto, no aprovecha para adentrarse en la personalidad del casi mítico héroe albanés (que sólo aparece como una sombra en la novela) y su pasado de general otomano. Puede valorarse su decisión de describir el conflicto ―fundacional, para Albania― entre los ejércitos otomanos y el país balcánico desde el punto de vista del enemigo. Pero esta visión no está exenta de clichés.

La oposición de ‘Asia’ a ‘Europa’ como conjuntos culturales data de épocas mucho más tardías; entonces Asia era un simple término geográfico (y de todas formas, la cultura otomana era bastante más desarrollada, en términos de literatura, tecnología, filosofía y comodidades que la de los pueblos balcánicos). Suponer que los soldados de Anatolia nunca hubieran visto mujeres con el rostro descubierto roza lo ridículo: exceptuando la Arabia saudí posterior al siglo XVIII, y la Afganistán posterior a 1990, no se conoce sociedad musulmana en la que campesinas o criadas se tapasen la cara. El velo siempre estuvo reservado a las clases altas.

En resumen, una novela para aprender mucho sobre el armamento y las tácticas de los ejércitos otomanos del siglo XV (aquí sí Kadare es fiel a los archivos y muy detallado) con algunas escenas de gran fuerza narrativa (el derrumbe del túnel, el ataque nocturno…). Un mosaico de láminas históricas impresionantes, pero sin que éstas se conviertan en ese torrente con cascada final que forma una buena novela. No peor que otras, no. Pero…