Mircea Cartarescu
1º capítulo | Lulu (1994)
M'Sur
De Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956), aseguran que es el escritor más destacado de la Rumanía actual. No obstante, y aunque varios de sus libros se han publicado en España en los últimos años, principalmente por Impedimenta y Funambulista (conjunto de nombres que de por sí es poético), es harto difícil encontrar en internet ensayos o reflexiones sobre su obra.
Ante la opción de una entrevista, no materializada aún, y ante nuestra ignorancia del idioma rumano, nos vemos en la circunstancia de arrojar al papel apuntes fugaces de webs extranjeras, principalmente alemanas: ahí sí se leen mucho sus obras. Y se comentan.
Sobre su vida, poco hay que reseñar: un joven exitoso, pronto reconocido: Premio de la Unión de Escritores Rumanos ya en 1980 (con el poemario Faros, escaparates, fotos). Luego más premios (tres veces ASPRO, orden del mérito cultural en 2006). “Nunca fui disidente”, dice cuando un crítico lo dibuja como tal. Pero tampoco colaboracionista, asevera aquel.
Los libros gustan e inquietan, como se deduce de las críticas difundidas en periódicos alemanes:
Nostalgia: Infancia / adolescencia años 60-70, barrio obrero, historias sueltas, fantásticas que se conectan una con la otra cual novela, mandando los personajes a la locura, como en Dostoievski, metáforas fuertes, un Proust sicodélico. Por qué amamos a las mujeres: Relatos encargados por la revista Elle. Tono humorístico-triste, pero ligero, nada de ponerse en escena, en realidad más un reflejo de las obsesiones y sueños de un poeta, donde las mujeres y la suerte del amor, siempre justamente esquivada, son secundarias. Autorretrato en una llama de fósforo. Poesía entre el grunge de Kurt Cobain y la exuberancia barroca.
Los sabios (Orbitor). La trilogía de la mariposa. De nuevo Bucarest, años 60-70, un mundo fantástico, insectos gigantes por la ciudad (entre muchas otras fantasías), un círculo de sabios, realismo mágico a lo García Márquez, Kafka, Swift, De Chirico. Un Proust de los mundos de Kusturica. Como en Underground: más y más historias metidas en la misma, digresiones sin complejos, decenas de páginas sin que al autor se le ocurra algo así como la economía del estilo. Autobiografía, biografía de los padres en una Rumanía cincuentera, de chicas del campo en la ciudad, pobres, submundos, el tipo que conoce a una mujer del partido y sube en la jerarquía gracias al folleteo. Crítica social, sí. Cartarescu domina todo en la literatura “y eso irrita”. Son 1.500 páginas, todo muy a lo grande y… a veces menos es más.
Travesti : Drama de jóvenes, el poeta frente a la sexualidad adolescente, ironía cero, lenguaje de gran densidad poética, ‘pathos’ [voz griega que da ‘patetismo’ en castellano, pero cuyo adjetivo, patético, se ha convertido en desastroso, cuando aquí queríamos decir lo que dice la RAE: 1. adj. Que es capaz de mover y agitar el ánimo infundiéndole afectos vehementes, y con particularidad dolor, tristeza o melancolía].
Es Travesti (1994) el que ahora se publica en España bajo el título Lulu. La editorial Impedimenta ha cedido a M’Sur unas páginas del libro que aquí ofrecemos en exclusiva, en traducción de Marian Ochoa de Eribe.
[Ilya U. Topper]
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Lulu
Esta es mi alma, Raquel.
Rogad por ella.
Tudor Arghezi
1º Capítulo
Amigo, ¿cómo voy a luchar con mi quimera? Querido compañero, tú, el único para quien escribo, para quien he escrito siempre, ¿cómo voy a escapar de ese carmín que se extiende por mi vida como en el espejo de un lavabo y que no desaparece con nada, bien al contrario, que está cada vez más seco, más sucio y más diluido? ¿Cómo voy a sacar de mi cerebro aquellas tetas de guata, aquella falda de puta vulgar, aquella peluca, aquel artificio, aquel manierismo? Esa turbación, que da vueltas en mi cabeza como si fuera un jarabe espeso, baja hasta los huesos de la nariz, hasta las vértebras del cuello e inunda mi pecho con algo rojo y pegajoso, como si la imagen de Lulu fluyera en una mezcla de colores, en colorete fabricado con pis de gato, en perfume de esperma de marta cibelina, en flores exóticas, marchitas y sospechosas, en ojos maquillados con un rímel grasiento que se escurriera como en los cuadros de Dalí —se escurriera, se enviscara en torno a mí y chorreara sobre el asfalto hasta formar un charco como un seudópodo camino de la alcantarilla. ¿Sabes, Víctor, que mi soledad tiene en su blanca piel un forúnculo y que ese forúnculo se llama Lulu? ¿Sabes que he venido hasta aquí para recordar la piel de esa joven que siempre ha encontrado en mí un rincón sombrío donde acunar a su muñeca y que abajo —ahí donde el dobladillo de su vestido roza la pantorrilla de piel dulce y transparente—, he descubierto ahora un forúnculo miserable que se llama Lulu? Nieva en los enormes y relucientes ventanales de la casa. No he encendido la luz del pasillo. Veo cómo el ocaso interpone sus filtros fotográficos entre las ramas nevadas del pino que respira junto a la ventana y yo, unas ramas que callan y que esparcen un silencio ceniciento. Y ese silencio ceniciento penetra por ósmosis a través de la membrana de las franjas de cristal y se posa en capas gruesas, transparentes, unas veces verdosas, otras ocres, pero casi siempre de un ceniciento pesado y transparente, en el gran recibidor helado. He ido al aseo y he contemplado, como en trance, el chorro fino de orina amarilla que caía lentamente en la taza de porcelana. En el aire oscuro, me he examinado en el espejo de encima del lavabo y he visto un rostro que, en el silencio y el frío y la soledad de esa habitación minúscula pero infinitamente alta, no era de hecho mi cara sino la tuya, Victor, mi querido y único amigo. Tú me mirabas porque yo te he llamado, y es tu inicial la que he escrito yo con mi dedo en el espejo, sobre tu imagen, después de empañarla con mi aliento. He sonreído porque en ese momento he pensado que tú no podías ser atacado por esta enfermedad de mi mente que se llama Lulu, que solo esa niña infeliz y yo hemos visto ese espantajo sucio, rezumante, que me ha llevado de la mano hacia sus tinieblas. De hecho únicamente yo lo he visto, ella lo ha sentido en la piel, como si estuviera vestida con una retina pura, mullida y sensible, y sobre ella, de esa insoportable imagen invertida, pequeña como un sello, hubiera surgido ese absceso efervescente. Tus ojos en el espejo, Victor, son hermosos, fuertes, nobles, de caballero honrado e intachable. Te he observado hasta que el aire del baño se ha tornado marrón oscuro y yo he empezado a temblar en ese pijama demasiado grande para mí…
He entrado en el dormitorio supercaldeado, donde únicamente la lámpara de la mesilla recortaba un círculo de luz sobre mis papeles y mis libros, el resto permanecía sumergido en una penumbra densa, he abierto la puertezuela enrojecida de la estufa y he contemplado fascinado, durante largo rato, las llamas verdosas-amarillentas-azuladas, como de arlequín, que jugueteaban allí con impertinencia. He apagado el fuego y luego la lámpara. En la ventana ha aparecido entonces la luna, redonda, penetrante, reluciente, corriendo por el cielo oscuro. Me he acurrucado en la cama, me he tapado la cabeza con las mantas y he soñado. Me encontraba en el vestíbulo sombrío de un edificio enorme, con gigantescas salas de mármol y monumentales escaleras interiores. Por la luz apagada de aquel recibidor alto y vacío, de baldosas cuadradas, era ya de noche. Yo estaba, con los pantalones bajados, sentado en un inodoro de porcelana colocado justo en el centro de la inmensa habitación. No sabía cómo había llegado hasta allí. Contemplaba mis pantorrillas desnudas y escuchaba cómo el silencio angustioso daba vueltas por el frío de la sala. Entonces se ha abierto una puerta de más de cinco metros de altura y ha empezado a entrar gente, cada vez más y más, que paseaba con gesto preocupado por el vestíbulo, sin dejar de murmurar. Yo seguía sobre el inodoro, en medio de todos ellos, angustiado, muerto de vergüenza, sin saber qué hacer ni cómo esconderme. Algunos se detenían junto a mí y me contemplaban con horror o les entraba la risa. Poco después, aquel espacio infinito estaba a rebosar y yo, ruborizado y lloroso, permanecía apartado, desnudo, mi coronilla a la altura de su pecho, y cubría con las manos mi sexo, que colgaba en el receptáculo de porcelana sucia.
Ahora es de mañana y te miro otra vez a los ojos. La palabra que dibujé ayer sobre el espejo empañado se distingue aún ligeramente si miras de soslayo. La tacho con pasta de dientes. La soledad lleva en su seno la semilla de la locura, incluso aunque hayas vivido toda la vida así, incluso aunque te hayas adaptado a la soledad y a la frustración. Soledad. Frustración. No me siento a la mesa, me hago un café e intento concentrarme, seguir escribiendo, apresarte en algún sitio. Cuando era pequeño cazaba mariposas, atrapaba un podalirio o un zapatero e insertaba en su cuerpo vermicular un alfiler, tal y como había visto hacer. Clavaba el alfiler en un corcho y observaba cómo seguían aleteando durante varias horas, cómo se aferraban con sus seis patitas filiformes al corcho poroso. Con esa misma crueldad y placer te clavaría en estas páginas, Lulu, contemplaría cómo te retuerces, cómo pones los ojos en blanco, cómo frotas tus alas de abyección, de lentejuelas y plastilina… Me siento ante la máquina de escribir, tu mesa de tortura, pero también la mía, porque no te puedo torturar sin torturarme yo mismo, tal y como no puedes abrir con el bisturí tu propio forúnculo, para vaciarlo de pus, sin gritar y sin retorcerte como un poseso.
Así pues: hace diecisiete años… Coño, ahora me doy cuenta de la coincidencia de las fechas: en 1973 tenía diecisiete años, y ahora treinta y cuatro. Así pues: hace diecisiete años, cuando yo tenía diecisiete y estaba justamente en la mitad de mi vida actual (pero, ¿cómo iba a saber eso entonces?), terminaba mi curso decimoprimero en el liceo Cantemir. Estaba mucho más solo que ahora, cuando estoy muy solo. Mi trabajo, por aquella época, era la soledad. La practicaba por las calles ocres y polvorientas de Bucarest, en sus barrios antiguos, desconocidos para mí hasta entonces. Caminaba todo el tiempo recitando versos en voz alta, espantando a los transeúntes con mis ojos alucinados, con mi cara pálida y asimétrica, con un bozo de pelusilla sobre mis labios cuarteados y mordidos. Buscaba las casas más antiguas, amarillentas, con adornos estúpidos y solemnes, o bloques raros, estrechos como una cuchilla, que lanzaban su sombra de gnomo sobre las plazuelas solitarias. Algunas veces entraba en esos bloques enigmáticos, penetraba en los portales que olían a viejo y a aguarrás, subía sus escaleras de caracol terriblemente estrechas, con pequeños rellanos de vez en cuando, donde, a la luz dorada de una ventana redonda, se retorcían las hojas polvorientas de un ficus o de un oleandro olvidado por todo el mundo, casi seco; subía hasta arriba, hasta la buhardilla, y llamaba a alguna puerta verde, que parecía llena de telarañas de tanto esperar. No me abrían las puertas chicas guapas y tristes, de ojos inmensos, sino, generalmente, viejos o amas de casa desaliñadas. Mascullaba algo y bajaba, salía de nuevo al sol homogéneo y plácido, volvía a recorrer las calles rayadas por los cables de los tranvías, me seguía adentrando en las zonas desconocidas de la ciudad. Bloques rosas, bloques rojizos con balcones apoyados sobre Atlas y Gorgonas con tetas de yeso amarilleadas por la humedad, estatuas enmohecidas en las que nadie más reparaba… yo las abrazaba en mi soledad, acariciaba sus rostros desollados, las ayudaba a renacer en una realidad más profunda, en un ambiente metafísico y radiante. Con los tres lei que mis padres me daban cada día, me compraba una empanadilla de queso o un zumo y seguía caminando cada vez más lejos, murmurando para los árboles enjutos del margen del camino, para algún quiosco circular de periódicos, para el cielo de un azul como de cuadro surrealista: “La soledad como una lluvia me parece / de las nubes, sube al atardecer / y en las mañanas perdidas en la lejanía / sube al cielo, refugio constante, / y una vez en el cielo, baja a la ciudad…”. Recitaba con patetismo, gesticulando, mirando fijamente a los que pasaban en sentido contrario. Me gustaban las ruinas, las casas medio derruidas, entraba en alguna habitación sin techo, con paredes decoradas con motivos naïf (horribles palmeras de color caca, ramitas azulonas decoloradas, todo ello sobre enlucidos rotos, deshechos, hinchados por la humedad), con excrementos humanos por los rincones, petrificados a su vez por el silbido del tiempo, con rectángulos amarillos sobre la pared allí donde antes hubiera cuadros o espejos. Un osito de peluche amarillo, deshilachado, pringoso, con un ojo de cristal colgando de su alambre, yacía sobre el suelo junto a un tubo rojizo. Arañas esféricas, de patas como hilos largos, permanecían inmóviles sobre las paredes. Gusanos cenicientos y compactos, con dos pelillos en la cola, se escurrían en las grietas, bajo las placas del enlucido. Permanecía una media hora en aquellos lugares habitados por el eco, terriblemente solitarios. Escribía algo, con un trocito de tiza o de ladrillo, sobre una pared azul. Volvía a casa por la noche, mirando cómo se perfilaba algún balcón minúsculo, negro como el betún, sobre la oscura llamarada roja del cielo. Esa era toda mi vida: versos escritos en cuadernos, versos recitados por calles amarillentas y ruinas mohosas. Por las noches no podía dormir, me levantaba de la cama y contemplaba la luna, que arrojaba oleadas de luz sobre el viejo Bucarest, un mar de tejados de barro atravesado por las llamas amarillas de los álamos. Era el dolor de las vísceras inútiles, de la carne pálida, del verano interminable. Ese dolor me ahogaba, era como un amor destructivo pero sin objeto, amor y languidez por nadie.
Julio pasó como una alucinación, como una única diapositiva con una plazoleta vacía y un bloque desmoronado. En agosto fui de campamento a Budila con otros compañeros de clase, y en esa palabra, Budila1 —el váter, el retrete, la cloaca desquiciada y asquerosa, pero también el gigante Buda sonriente, con los ojos entornados, rodeado por un nimbo de perlas y llamas—, está concentrado todo. Nunca llegué a comprender qué sucedió entonces. Fueron imágenes y emociones pero ¿cómo estaban relacionadas entre sí? Fueron deslices de la realidad hacia el sueño y la alucinación. Mi vida se dividió a partir de entonces en periodos con Lulu y periodos sin Lulu. En los primeros, los borradores de aquellas vísceras psíquicas reaparecían siempre, no me dejaban respirar, perturbaban el rostro lúcido de la conciencia. Recuerdo el rosario de sanatorios en los que, en aburridas sobremesas, tumbado en mi cama de metal blanco, regresaba una y otra vez a aquellos acontecimientos del campamento de Budila, pensando en ellos como si de un dibujo místico, inextricable, se tratara… Contemplando a través de la ventana los bosques sombríos, nevados, deformados por las venas de hielo pegadas a los cristales… Escuchando distraídamente la música de los altavoces… Agobiado por los otros seres en pijama y batas rojas que me arrojaban a la cabeza pastillas de Novotryptin o me pedían que jugara a cartas… Y Lulu que me miraba fijamente a los ojos, con sus pupilas dilatándose y contrayéndose lentamente, su melena de hilos de cobre, ensortijada de forma fastuosa, flotando levemente en la corriente de aquella mansión enorme, allí, bajo la bóveda, en el centro mismo de mi cráneo… Los periodos con Lulu podían comenzar en cualquier momento y en cualquier lugar, en la calle o en la cama con una mujer o mientras escribía a máquina. Es difícil decir qué los provocaba, en cualquier caso no eran recuerdos o analogías concretas con lo sucedido en el campamento. Antes bien, se trataba de imágenes carentes de sentido: mañanas frías, tras la lluvia, en las que camino hacia el globo rubí de un sol apenas amanecido que se refleja en el asfalto húmedo y lo tiñe de rosa; determinados edificios compactos y amarillos… rayuelas deformes dibujadas sobre la acera… Luego venían los terribles fenómenos fisiológicos e, inevitablemente, los internamientos. Entonces, en los periodos con Lulu, en las diferentes salas del hospital, escribí mis mejores obras, es decir, los relatos de Niñas y gigantes, con sus juegos mágicos y extraños, sus trenzas húmedas sujetas con bolitas de plástico, inmensos palacios de cristal con miles de estancias en medio de las cuales espera Iolanda…
Seguían los periodos sin Lulu, de una bella normalidad. Delia, el perro, el Peugeot, la obligación de escribir cinco páginas al día todos los días de mi vida… Listas kilométricas con las cartas que tenía que enviar, con los teléfonos a los que tenía que llamar, con invitaciones a simposios y mesas redondas, fechas de entrega de artículos y libros. Vacaciones en la montaña, visitas al dentista, gastos… Derechos de autor… Las tachaba a medida que las iba resolviendo… Después, las novelas. La investigación de los ambientes. El cálculo de las cronologías. La amalgama de las historias. El arte combinatorio de las situaciones vitales. Los personajes, cada uno con su psicología… ¡Dios mío, el sufrimiento de tener que escribir un libro más, al menos de vez en cuando! Nunca he odiado a nadie tanto como al coronel Dionisie Rădăuceanu, el que creó mi reputación y me reportó bienestar. ¡Una porquería de personaje en una porquería de novela! Espero no tener que acabar jamás esa trilogía, pero eso mismo digo en todos los periodos con Lulu…
Y heme aquí, en el más agudo de todos ellos. Cuando todos los viejos trucos me han abandonado por el camino. He bebido hasta rozar la pancreatitis. He tragado tantas ampollas de Nevrasthènine que la piel de la cara se me ha vuelto verde-amarillenta como el veneno. He pasado dos semanas en el sanatorio de Buşteni y he salido más perturbado y más asilvestrado que antes. La crisis sobrevino de forma brusca, como siempre. Estaba en Ghencea, junto al Museo Militar. Paseaba sin pensar en nada por unas callejuelas con árboles deshojados, en medio de un frío gélido y límpido que había vestido cada ramita con una película de hielo. Miraba las casas ruinosas, entraba en plazoletas con estatuas deformes en el centro, intentaba comprender qué representaban las estatuas, pero mi mirada estaba nublada por la escritura… No sé cómo me encontré de repente ante aquel edifico amarillo y compacto, con decenas de ventanas rodeadas de complicadas orlas de estuco y una gran puerta negra en el centro. Dos cariátides, con los cuernos de la abundancia en brazos, se desprendían, en medio del frío, de su yeso rosa, brillante. Entonces sentí aquel pinchazo en el estómago, se me ablandaron las piernas y caí, o me dejé caer, de rodillas. ¡Había estado allí antes! ¡Conocía el brillo espeluznante de cada una de las ventanas! ¡Había entrado por aquella puerta en algún momento! Sentí que mi cabeza estallaba en añicos y eché a correr, gritando, hasta que todo a mi alrededor se oscureció. Ya ha pasado más de un mes desde entonces, pero el mal no cede, el miedo es igualmente insoportable… Lo que aquí intento hacer es precisamente lo único que puedo hacer. Me aferro ahora, como a una última brizna de esperanza, a la idea de que tal vez consiga curarme a través de la escritura. Es decir, desenmarañar, mientras me queden fuerzas, este ovillo, este manojo de intestinos, este mandala enredado en mi cabeza. Si la escritura es, como dicen, una terapia, si puede curar, debería poder hacerlo ahora. Voy a emborronar una página tras otra, voy a utilizar las hojas como vendas impregnadas no de tinta, sino de lo que mi vieja herida supura. Quizá, finalmente, todo se empape en ellas y, a medida que se vuelvan más y más purulentas, más burbujeantes, yo mismo me vaya vaciando de veneno.
Interrumpo mi escritura por ahora y me voy a comer. Espero tener la cabeza más despejada por la tarde y mantener una cierta distancia con los hechos. Puesto que estuve una semana en Budila, mi primera salida de la ciudad, me resulta muy difícil no escribir un poema apocalíptico en vez de una historia con un mínimo de coherencia.
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© Mircea Cartarescu (1994) · Cedido a M’Sur por la editorial Impedimenta. Traducción del rumano: © Marian Ochoa de Eribe.