Mauricio Wiesenthal
«La embriaguez del amor es superior a la del vino»
Alejandro Luque
Autor de dos títulos capitales y singularísimos en el panorama español de las últimas décadas, El esnobismo de las golondrinas y Libro de réquiems, así como una novela excepcional, Luz de vísperas, acaba de reeditar lujosamente su Gran diccionario del vino (Edhasa), una obra monumental que sirve igual como libro de consulta y como lectura apasionante. De la vertiente mediterránea de esta materia habló largamente para M’Sur.
Verdadero o falso: ¿in vino veritas?
En la auténtica cultura del vino sí, no en la borrachera. No olvidemos que Dionisos era un dios, y la cultura dionisíaca es un camino de iniciación, que cuando se sabe administrar es un alimento, además de un símbolo de placer, de convivencia, ¡de fiesta! Fíjate lo que significa la fiesta en el Mediterráneo, sin esa alegría caeríamos en una línea puritana y fanática que en absoluto nos corresponde.
¿Es eso lo que se llama saber beber?
Saber beber es hacerlo con gusto, y nunca mejor empleada la palabra gusto. Hay quien come y bebe con mal gusto, y no me refiero a una determinada sofisticación, sino comer y beber con una moderación, porque cuando uno utiliza el gusto y el placer, se cansa, se hastía: eso es su límite. El bebedor que abusa, que emplea el vino como una droga, no obtiene placer. Lo que tiene son problemas psicológicos que le conducen a un problema mayor…
¿Rechaza el vino, pues, como refugio?
El vino es un alimento sensual, con todo lo que tiene de puerta a un mundo de placer, ¿eh? Yo no esquivo ese aspecto. La droga es un atajo para llegar al placer sin pasar por todos los demás estímulos sensoriales. La mayoría de las drogas, cuando las ves, son repugnantes como un pegamento, pero tienen unos efectos. Y a mí en la vida se me ocurrirá llegar a unos efectos sin tener primero el medio. Lo que me gusta del baile, de la fiesta, del vino, de la convivencia, de un buen paseo, es que son medios maravillosos para llegar a un estado de ánimo feliz.
¿Esto excluye aquello que un poeta español llamó “el don de la ebriedad”?
El don de la ebriedad se consigue no por el vino. El vino puede ser también un atajo malo si se toma para llegar a la ebriedad. La ebriedad se consigue con la emoción, con el deseo, con el entusiasmo. La ebriedad del amor, la embriaguez del amor, es infinitamente superior a la del vino, que da resaca y depresión, mientras que aquélla da optimismo y alegrías, y ganas de vivir. Existen infinitas formas de embriagarse en la Naturaleza. Catando vinos he aprendido a catar primero el mundo sensorial que nos rodea, flores frutos, especias. Por ejemplo, el romero en el Mediterráneo es diferente en cada zona. En Provenza huele mucho a alcanfor, porque es muy rico en borneol; en Cataluña huele a eucalipto, porque es rico en eucaliptol; pero en Córcega, recuerdo un viaje en el que un marinero, que regresaba después de muchos años en Estados Unidos, se asomó a la borda cuando soplaba viento de tierra y se puso a llorar. Era el olor de su isla, que huele a verbena, a limón, es cítrico, por eso es único.
En su Diccionario se ocupa de otros licores, además del vino. Pero los efectos de éste son únicos, ¿no?
Evidentemente, al tener menos dosis de alcohol, incluso en los vinos generosos, eso marca ya una frontera que podemos llamar de disfrute inocuo. Con los destilados, que alcanzan los 40 grados, entramos en un terreno de disfrute peligroso. Los licores tienen además soborizantes, colorantes añadidos, que los convierten en otro tipo de bebida, que se bebe además en vaso pequeñito. El vino en cambio forma parte de nuestra convivencia. Yo soy abstemio cuando como solo, porque lo entiendo como algo para compartir. Aunque, si como solo pero muy bien, como Lúculo, también me lo permito. Lo mismo te digo de la moda actual de comer de pie: yo no sé hacerlo, porque se me cae todo y me mancho, pero además no sé beber de pie, necesito estar sentado y reposar lo que tomo, compartiendo la tertulia con los amigos. Eso es un tempo que hacía que se bebiera lento, y así nos lo enseñaron los sabios del Mediterráneo. Lo bebían después de la cena fundamentalmente, cuando el simposiarca preparaba las mezclas del vino con agua y se organizaba la tertulia. Bastante lucidez debían de tener para escribirse el Timeo o el Critias en diálogos de ese tipo.
Hace tiempo me dijo usted algo así: “Como mediterráneo, me siento facultado por mi cultura para comer con las manos, en según qué casos; pero lo que no me permite es beber vino en vaso de plástico”
Claro, porque las manos se pueden utilizar para muchos alimentos, pero el vino por su transparencia exige el cristal, y exige la copa, ya que tiene que estar muy por debajo de la temperatura de nuestro cuerpo; todo eso hace que el plástico se indeseable para el vino. Ya que sacas esta conversación, a todos estos adeptos del vino extravagantes y amanerados a los que a veces ridiculizo, porque figuran tener un conocimiento que ya me gustaría comprobar, los admiro porque todavía mantienen ese culto, ese rito, esa mitología. Entre los lectores se ha perdido esa sensualidad. Hoy les da igual leer en plástico, en electrónico… El día que veamos a un lector catar el libro antes de empezar a leer, que diga ¡qué encuadernación, qué papel, qué lomo a la americana!, yo viviré en un mundo feliz [risas].
Llegamos, pues, a la conclusión de que la invención del cristal fue la verdadera revolución en la historia del vino.
¡Mediterráneo también, porque el vidrio es fenicio! De modo que los mediterráneos hemos dado el corcho de nuestros alcornoques, las vides y el vidrio. Los fenicios han estado siempre difamados, considerados sólo como inventores de la moneda, lo cual está muy bien, porque resuelve muchos problemas, pero nos han dado también las normas de navegación, el vidrio y los vinos de Biblos, que estaban muy bien considerados en Egipto.
El islam moderno sataniza el alcohol. ¿Qué temen?
Pienso que al final es una cosa anecdótica, ese hadd del Profeta, que detesta el vino porque asistió a unas peleas familiares por culpa del vino; seguramente, porque se trataba de gente acostumbrada a beber el licor de palma, y que no sabía utilizar el vino. Pero es curioso, lo reserva para el Paraíso, como diciendo: ¡esta es una cosa tan buena que ni os lo merecéis!
El cristianismo, en cambio, lo diviniza.
Esa es una maravillosa idea judeocristiana. El primer milagro de Cristo, como dice Dostoievski, va dedicado a la alegría de los hombres. Y el último recuerdo de Cristo es en la cena, con la bendición del cáliz. Todo eso proviene de la cultura mediterránea profunda, en la que el vino es un espíritu, y lo importante es que en todas estas fórmulas lo importante es la sublimación, que la materia se convierta en espíritu. Hoy hay unos cretinos que intentan buscar qué es lo que había de materia debajo de la mitología griega, para escandalizarse porque aquellos señores llevasen a los altares a aquellas señoras más o menos frívolas. Así deconstruyen la Historia, la Naturaleza, la Ciencia, y hasta para contar la obra de un escritor investigan si le había pedido prestados cinco duros al vecino. Y es por eso por lo que el vino está en peligro en esas sociedades puritanas, porque tienen la tendencia de deconstruirlo todo para convertirlo todo en símbolo material, en algo que se cotiza, que tiene un precio.
Usted siempre ha llamado a que la gente joven se levantara y se rebelara contra el modelo impuesto, y parece que esa hora por fin ha llegado.
Lo contemplo cada día, y también me da horror a la vez pensar que en cada movimiento idealista hay siempre demonios que lo capitalizan y lo convierten en movimientos que no son tan constructivos. Pero veo que entre los jóvenes comienza a surgir la indignación, y la indignación es el comienzo de la Historia. El que no está indignado, no llega ni a capitán de bomberos. Es fundamental que la juventud manifieste su desacuerdo, y desde mi subjetividad creo que lo que reivindican es precisamente que en el mundo en el que viven se haya eliminado el espíritu. Se ha creado hasta una idea de Europa que no es más que un mercado común, sin el espíritu de la cultura europea.
Si nos quitaran el vino, como se intentó hacer en Estados Unidos, ¿qué parte de nuestra cultura perderíamos?
Perderíamos el rumbo, que es lo más terrible que le sucede a un ser cuando se le quita algo fundamental de su cultura. Se queda extraviado, físicamente, no sabrías guiarte siquiera en las ciudades, porque buena parte de nuestras ciudades están señaladas por el mercado del vino, la calle de la bodega… Es como aquel al que en Grecia le pregunté un día dónde estaba la Ópera, y me dijo: “Siga usted hasta la taberna, anda dos calles y ve un restaurante que se llama la Cepa, gira a la derecha, ve dos bares contiguos, y lo que hay delante dicen que se llama la ópera [risas].
Hace poco, han reeditado a Abu Nuwás, el poeta y gran bebedor iraquí. ¿Qué otros nombres podríamos incluir en una gran biblioteca mediterránea del vino?
Como poetas, todos los antiguos. No podemos olvidar a Platón, no podemos olvidar a Homero, que llama al Mediterráneo…
… el mar del color del vino.
Eso es. Pero yo diría que lo difícil es encontrar poetas abstemios en nuestra tradición europea. No me refiero ya a los más dionisíacos, a un Baudelaire o un Rimbaud, sino a todos los demás, desde Nietzsche hasta Voltaire… Excepto Rousseau, que era bebedor de leche… pero también bebía vino cuando estaba en casa de su patrona. También en la música, Beethoven, Mozart, Schubert, Verdi, no sólo han compuesto preciosas canciones al vino, a la vendimia, ¡es que nuestra cultura está llena de todo esto! Si nos olvidamos del vino destruimos el mundo del que han vivido nuestros padres y nuestros abuelos, porque tenemos un clima ideal para la viña. La viña, no hay que olvidarlo, es un cultivo pobre, por eso lo cultivaban los monjes, y no solamente para la misa. Cuando el señor feudal regalaba tierras a los monjes, generalmente en la frontera (en España sucedió, por ejemplo, en la frontera con el Islam), les daba las parideras peores que tenía, no las tierras donde sembraba sus melones y sus granados. Y en esas parideras lo único que se produce es la viña, que va perfectamente para el secano. Es un cultivo de modestia, de sencillez. En el Evangelio, hasta la figura de Dios aparece como un viñador. Son otros los que nos han traído el cultivo del Ferrari, pero no era nuestro.
¿Sabemos cuándo y cómo nace el vino?
Sí, hay una discusión sobre el hallazgo de pepitas donde podría haber habido simplemente una industria pasificadora, o incluso la posibilidad de que hubiera un colegio electoral que votara con pepitas [risas]. Pero cuando aparecen restos de fermentación alcohólica del vino, el ácido característico que se produce es el tartárico. Y esto se ha encontrado, de 4.000 años antes de Cristo, en una zona fronteriza con el Kurdistán, se han encontrado seis vasijas de nueve litros que tenían restos de tartárico, curiosamente con resina, porque –mira si eran astutos– llevaban tiempo investigando, y para evitar que fuera atacado por la oxidación, por una bacteria acética que lo convierte en vinagre, lo protegían con resina. Y la resina que se ha encontrado es la de pistacho, que ya Plinio el Viejo dirá muchos años más tarde que es la más fina de todas.
¿Se atrevería, para terminar, a hacer un breve repaso por sus vinos favoritos?
No podría hacerlo, poque soy precisamente un bebedor muy sencillo: en cualquier sitio adonde voy, cualquier casa que me acoge, encuentro un vino bueno cuando está honestamente elaborado. Si quieres saber lo que son ya mis manías personales, me gustan los viejos vinos dulces del mediterráneo, soy un entusiasta de vinos que desaparecen como el Picolit veneciano, del Friuli; de las malvasías y los moscateles que se han ido cargando con la cultur gringa de beber seco, cuando nosotros siempre bebíamos dulce, y nuestras abuelas bien que lo sabían. Defiendo los grandes vinos generosos del sur, me gustan hoy día los vinos del Priorato, esos tintos que tienen fuerza, que tienen materia. Me gustan los vinos de pigmento oscuro, porque el tinto necesita luz. Es lo que no se puede hacer en Alemania, donde hay buenos blancos, pero no hay clima para el tinto. Y luego me gustan los vinos del Nuevo Mundo, porque lo que más me gusta es que la cultura se expanda. Disfruto como un loco con los grandes vinos de Chile, de Argentina… Nosotros, los españoles, llevamos esa cultura que sólo puede ofender a los fanáticos, como a mí no me ofende que mis antepasados y mis maestros fueran griegos, romanos, fenicios o babilonios, que también nos dieron para el pelo.