El profeta reacio
Uri Avnery
El lunes tuve el honor de recibir el Premio Leibowitz “a toda una vida”, premio establecido por Yesh Gvul, una organización de soldados por la paz. Fui incapaz de preparar un discurso, así que improvisé y ahora tengo que reconstruir mis comentarios de memoria. (El discurso pronunciado por la profesora Ada Yonat, Premio Nobel de Química, fue demasiado elogioso para mí como para que yo pueda distribuirlo.)
En primer lugar me gustaría dar las gracias a Yesh Gvul por crear este premio. Después me gustaría agradecer al distinguido jurado, que ha sido tan gentil al concederme el premio a mí y a Hagit Ofran, nieta del profesor Leibowitz, cuyo trabajo en la monitorización de los asentamientos he admirado durante años. Y a continuación quiero agradeceros a todos vosotros que hayáis acudido a esta ceremonia.
Aunque en este momento pienso en alguien que no se encuentra aquí, y cuya ausencia es muy injusta: mi mujer, Rachel. Fue una compañera incondicional en todo lo que hice durante los últimos 58 años, y debería haber ganado la mitad del premio, cuanto menos. Le habría encantado estar aquí.
Cuando entré en este edificio, me encontré con una agitada manifestación derechista. Me sentí gravemente ofendido cuando me dijeron que no iba dirigida contra mí, sino contra mi amigo Muhammad Bakri, el actor árabe que tanto enfureció a los fascistas con su película Jenin, Jenin. Ahora mismo está actuando en la obra de Federico García Lorca La casa de Bernarda Alba aquí al lado. Seguramente se merece esa manifestación, pero me sigo sintiendo profundamente insultado.
Me topé con una manifestación derechista. Me ofendía cuando supe que no era contra mí
Yo admiraba y amaba a Yeshayahu Leibowitz.
Le admiraba por su lógica penetrante. Cada vez que la aplicaba a cualquier problema, era como contemplar una belleza. Nada se le podía resistir. A menudo, cuando escuchaba sus palabras, me preguntaba a mí mismo con envidia: “Y ¿por qué no pensé yo en esto?”
Le amaba por su inquebrantable actitud moral. Para él, la obligación moral del ser humano individual estaba por encima de todo lo demás.
Inmediatamente después de la guerra de 1967 y al principio de la ocupación, profetizó que nos convertiríamos en una nación de supervisores de cuadrillas de trabajo forzado y de agentes de servicios secretos.
De hecho, siempre pensé en él como Yeshayahu II, el heredero del Yashayahu bíblico. (Yeshayahu es la forma hebrea de Isaías.) Cuando le conté esto, se enfadó. “La gente no entiende el significado de la palabra,” se quejaba. “En las lenguas indoeuropeas, un profeta es una persona que puede predecir el futuro. Pero los profetas hebreos eran personas que transmitían ¡la Palabra de Dios!” Leibowitz, aun siendo un ortodoxo con kipá, no pensaba eso de sí mismo.
Como profesor de química y medicina no permitía que ciencia y religión se invadieran
Como todos los grandes hombres y mujeres, era una persona con profundas contradicciones. Yo me esforzaba por entender cómo un pensador de total racionalidad podía ser religioso. Él me explicaba que una persona que cumpla estrictamente los 613 mandamientos de la religión judía puede ser completamente racional, porque la religión existe en un nivel totalmente diferente. Como profesor de varias disciplinas completamente diferentes (filosofía, química, bioquímica, medicina), no permitía que la ciencia y la religión se invadieran mutuamente.
Una vez, cuando alguien le dijo que el Holocausto le había hecho dejar de creer en Dios, respondió: “Entonces no creías en Dios desde el principio.”
Estando aquí en esta sala, siento algo de remordimientos en el hecho totalmente absurdo de que no recibiera el Premio Israel, la más alta distinción que el establecimiento puede conceder. Ocurrió en 1993, cuando Isaac Rabin era primer ministro. Soplaba un viento fresco por el país (o eso parecía) y el jurado oficial decidió, por fin, conceder a Leibowitz el respetado premio.
Daba la casualidad que yo estaba organizando al mismo tiempo una reunión pública del Consejo israelí para la Paz Israelí-Palestina. Llamé a Leibowitz y le pregunté si podría venir y hablar.
Debo añadir aquí que siempre me ha encantado tenerle en nuestras reuniones, por dos razones. Primero, porque era un conferenciante cautivador. Segundo, porque cuando Leibowitz estaba en el programa, la sala ―no importaba lo grande que fuera― estaba siempre llena hasta el último asiento, las escaleras y hasta los alféizares. (Sin embargo, siempre me las apañaba de manera para hablar después de él. Por una buena razón: cuando se levantaba, echaba por tierra todos los discursos de sus predecesores. Demostraba, con su formidable poder de análisis, que todo lo que se había dicho era un auténtico disparate.)
Cuando le pregunté esta vez, accedió de buena gana, con la condición de que hablaría solo de un tema: la obligación de los soldados a negarse a servir en los territorios ocupados.
“Por favor, hable de lo que quiera,” respondí, “después de todo, este es un país libre (hasta cierto punto.)”
Así que acudió y pronunció un discurso en el que comparaba a nuestros soldados con Hamás, entonces (y ahora) considerados los terroristas más atroces. Esto dio lugar a una increíble protesta popular: Rabin amenazó con boicotear la ceremonia, el jurado se planteó si era posible revocar el premio, y Leibowitz anunció que no lo aceptaría. Así que nunca se le concedió el Premio Israel, como a mucha gente que conozco.
Siempre disfrutaba cuando hablaba con él. Vivía en un modesto apartamento, atestado de libros, al que se accedía desde un patio trasero de una casa en el barrio de Rehavia en Jerusalén. Greta, su mujer y madre de sus seis hijos, a quien había conocido en una de las universidades alemanas a las que había asistido, mantenía el orden en la casa. A Rachel y a mí nos gustaba mucho porque era una mujer sin pretensiones.
“Los alemanes y los judíos crearon sus valores culturales sin tener un Estado”
Cada vez que hablábamos, de cualquier cosa, el engranaje de mi cerebro se activaba. Él iba dejando pequeños trocitos de perspicacia a su paso. (Solo un ejemplo: “Los alemanes y los judíos crearon todos sus valores culturales cuando no tenían un Estado.”)
Nuestra relación se basaba en el hecho de que éramos completamente diferentes en muchos aspectos. Yo era un ateo tan convencido como él era ortodoxo, un hecho que nunca le molestó lo más mínimo. Soy un optimista por naturaleza (como lo eran mi padre y mi abuelo), él era más pesimista. Él era veinte años mayor que yo y además un múltiple doctor y profesor, mientras que yo nunca terminé la escuela primaria. Él vino a Alemania desde su nativa Riga cuando era un adolescente, mientras que yo nací allí.
Al terminar la Guerra de los Seis Días, ambos decíamos públicamente que había que abandonar los territorios ocupados, pero teníamos razones diferentes. Él predecía que la ocupación convertiría Israel en un Estado fascista, mientras que yo estaba convencido de que entregar los territorios al pueblo palestino y permitir que ellos establecieran su propio Estado pondría fin al histórico conflicto.
Aunque venimos de direcciones diferentes, ambos compartíamos la firme exigencia de separar religión y Estado. Esto me recuerda a una travesura parlamentaria. Cuando el Ministerio de Asuntos Religiosos estaba en la agenda, le pedí a Leibowitz que hiciera algún comentario al respecto. Dictó una declaración a mi ayudante, y cuando fue mi turno de hablar, anuncié que en lugar de expresar mi propio punto de vista, que era bien conocido, leería en voz alta la opinión de un pensador ortodoxo, el profesor Leibowitz.
Leibowitz era deliberadamente provocador: fue quien acuñó el término ‘judeonazi’
Entonces leí sus palabras: “Bajo este gobierno clerical-ateo, Israel es un Estado laico públicamente conocido como religioso (en Israel, “públicamente conocido” es un término que denota el hecho de vivir juntos sin casarse.) … El Gran Rabinato de Israel es una institución laica designada por las autoridades laicas siguiendo leyes laicas. Por lo tanto no tiene ninguna legitimidad religiosa. El Ministerio de Asuntos Religiosos es una abominación. Convierte a la religión en la concubina de la autoridad laica. Es la prostitución de la religión…”
Aquí la Knesset explotó. La presidenta de la sesión estaba tan agitada que anunció que iba a borrar estas palabras del protocolo de la sesión. Más tarde recurrí, y volvieron a restaurar las palabras… lo que hace que en este momento pueda leerlas del protocolo oficial.
Como conferenciante, Leibowitz era deliberadamente provocador. Fue él quien acuñó el término ‘judeonazi’, en un tiempo en el que comparar cualquier cosa a los nazis era estrictamente tabú. Comparaba ciertas unidades del ejército israelí con las SS de los nazis, y los jóvenes en los asentamientos le recordaban a las Juventudes Hitlerianas. Llamó a lo más sagrado de todo lo sagrado, el Muro de Lamentaciones, “una discoteca religiosa”, o, abreviado, “discotel” (“kotel” significa ‘muro’ en hebreo.) Usaba ese lenguaje tan provocador para poder atravesar el caparazón de los mitos establecidos.
Los últimos años antes de su muerte en 1994 dedicó todo sus esfuerzos a animar a los soldados a que se negaran a prestar servicio. Tuvimos numerosos debates al respecto, ya que yo no estaba del todo convencido.
Leibowitz mantuvo que los soldados debían negarse a tomar parte en la ocupación
Durante mi servicio militar, fui testigo de situaciones donde un buen soldado en el momento y lugar adecuado podía prevenir atrocidades. Un brillante ejemplo: cuando Nazaret fue ocupada en 1948, el oficial al mando era un judío canadiense llamado Ben Dunkelman. Recibió de David Ben Gurion la orden oral de expulsar a todos los habitantes. Dunkelman se negó a hacerlo sin una orden escrita. Como oficial y caballero, había prometido al alcalde en la reunión de capitulación que ningún habitante sufriría daño. Fue inmediatamente relegado de su cargo, pero para cuando su sucesor tomó el puesto, era demasiado tarde para presentar las cosas como si ocurrieran al calor de la batalla. Nunca se emitió ninguna orden escrita, claro.
Años más tarde, obtuve una descripción del episodio de Dunkelman, que había vuelto a Canadá, y la publiqué en Haolam Hazeh.
En contra de este argumento, Leibowitz mantuvo que lo más importante para los soldados, individualmente, era levantarse y negarse a tomar parte en la ocupación, cualesquiera que fueran las consecuencias personales para ellos: prisión, ostracismo, y otras peores. Creía que cuando un número suficiente de soldados lo hiciera, la ocupación iba a desplomarse. (Yesh Gvul fue fundada con este objetivo.)
Algunos años antes de su muerte tuve el honor de aparecer junto a él en un libro de entrevistas escrito por la fotógrafa y escritora alemana Herlinde Koelbl. Ahí definía su visión política de la manera más escueta y sencilla. Traduzco del alemán:
“Existen sólo dos posibilidades. Una es la guerra a vida o muerte, en el sentido completo del término, durante la cual Israel se convertirá en un Estado fascista. La otra posibilidad, la que puede ayudar a prevenir esta guerra, es la partición del país. Ambos pueblos tendrían su independencia y sus Estados, pero no en todo el país.
“Creo que la partición llegará, si no por un acuerdo entre el Estado de Israel y la OLP, a través de una orden impuesta; impuesta por los americanos y los soviéticos.
“Si nada de esto ocurre, entonces vamos directos a la catástrofe.
“Repito: no hay tercera posibilidad.
“Desde la guerra de los Seis Días, Israel se ha convertido en un aparato de poder, un aparato de poder judío para gobernar a otro pueblo.
“Ésa es la razón por la que digo con total claridad: esta gloriosa victoria fue la desgracia histórica del Estado de Israel. En el año de la “Primavera de los Pueblos”, 1848, [el dramaturgo austriaco] Franz Grillparzer advirtió de que hay un camino que va desde la humanidad hasta la bestialidad pasando por la nacionalidad. En el siglo XX, el pueblo alemán siguió este camino hasta el final. Nosotros entramos en este camino tras la guerra de los Seis Días. Nuestra tarea primordial es poner fin a esto.”
Me siento feliz de recibir este premio junto con su nieta. Me recuerda a otro pasaje de la misma entrevista. “El poco tiempo que me queda, me quedaré aquí. Aquí en Jerusalén están mis hijos y mis nietos, y todos ellos también se quedarán aquí.”
Este es el verdadero patriotismo. Johnson etiquetó al patriotismo como el último refugio del sinvergüenza. Vemos a los sinvergüenzas patrióticos por todas partes. Pero nosotros somos los verdaderos patriotas, patriotas como Yeshayahu Leibowitz.
No habrá un segundo Yeshayahu Leibowitz. “Era un hombre, tal cual era, como no veré a otro”.