Vincenzo Consolo
La herida de abril
M'Sur
Aspereza poética
Una célebre idea de Eliot –“abril es el mes más cruel”- reformulada por el poeta Basilio Reale, presta el título a la primera novela del siciliano Vincenzo Consolo, La herida de abril, que vio la luz en 1963 con Mondadori y tuvo una segunda edición en Einaudi en 1977, pero que permanece inédita en castellano hasta la fecha.
En palabras del traductor Miguel Ángel Cuevas, que traslada a nuestro idioma con muy lograda fidelidad toda la aspereza poética y dialectal del texto, los grandes temas de Consolo están ya presentes en esta ópera prima, como el reflejo “de la enésima desposesión histórica, de la permanente violencia del poder, de la desorientación —no sin tintes irónicos— que provoca una educación sentimental emocionalmente lastrada; pero la fractura que narra es asimismo la que se vislumbra entre el acontecer vital y la literatura: la herida que, tras el fracaso y el escarnio del muchacho enamorado, abre el camino a la obstinación memorial del personaje, un aprendiz de escritor”.
Siciliano afincado en Milán pero nunca desvinculado de su isla, Consolo (Sant Agata di Militello, 1933) es sobre todo conocido como autor de una trilogía que parte de la invasión garibaldina de 1860 con La sonrisa del ignoto marinero, prosigue con los albores del fascismo en Italia con De noche, casa por casa y llega a la contemporaneidad con El pasmo de Palermo. Otras obras suyas traducidas al castellano son la hermosa novela Retablo, el texto dramático Lunaria o los ensayos breves reunidos bajo el título A este lado del faro. Entre sus premios destacan el Strega, el Pirandello, el Brancati o el Grinzane Cavour.
M’Sur ha publicado asimismo una entrevista con Consolo: «Hoy es difícil imaginar en Europa un país más fascista que Italia» [Nov 2009] y un excerpto de su ensayo La Sicilia paseada.
[Alejandro Luque]
La herida de abril
Capítulo Uno
De los primeros dos años que pasé viajando me queda la carretera enroscada como una cinta, que puedo desenrollar: ver otra vez las revueltas, las zanjas, los montones de grava alquitranada, la cruz de hierro pasionista; notar de nuevo el sol en el muslo, el olor a chotuno, la rueda que se desinfla, la naftalina que emana de las ropas. La escuela apenas la recuerdo. Pero sí la camioneta, la preñavieja, como decía Bitto, ya que, tan machacada, era un milagro que llevara gente. Además que los mejores ratos los pasé con ella: al amanecer, en la plaza del pueblo, esperando a los pasajeros —enfermos con la almohada y la manta de la cama, diligencieros, propietarios que tenían asuntos en el Registro o en el Catastro, gente que se quedaba en la marina o que tomaba el directo para Messina-, y luego, en la estación, donde enlazaba con el rápido de las dos y media.
No sé cómo empecé a ayudar a Bitto, el caso es que me veo subiendo la escalerilla, caminando por el techo para colocar los bultos, lanzarle, a una señal, el cabo de la cuerda que lo amarrara.
¿Qué puedo recordar de aquellos años de clases y de curas si me lo tomé tan a disgusto desde el primer día, si Bitto se cachondeaba de los libros, si me fascinaba cómo conducía, y la camioneta, la vida en movimiento? También pedía yo los billetes con la carterilla negra en bandolera, o corría a la fuente con la zafa para limpiar los cristales de los vómitos de las mujeres y los niños.
—¿Tú al colegio qué vas, a trajinar?— preguntaba mama viéndome las manos sucias, la chaqueta manchada.
Como todo lo bueno, la vida con la camioneta se acabó después que le soplaran a tío Peppe que Bitto me tenía de ayudante. Me colocó de pupilo en una casa y ese fue el día que empezó el colegio.
Un agujero grande como un pozo desgarraba el piso superior frontero al mar, en las ventanas con tiestos encima de las lastras, desde donde los curas, en verano, contemplan al personal que va y viene por la calle, leyendo el breviario ocultos entre las hojas de la malvarrosa, como muchachas a la espera del amor.
Las tejas aún blanqueadas de cal con cruces rojas a derecha e izquierda, encima de la iglesia y del teatro, como si fuera un hospital. Muy sabia decisión: se engañaba a los aviones. ¿Y los barcos? Los barcos miraban de manera horizontal y el resultado es este agujero como un pozo de grande. El proyectil había entrado por donde el padre rector, había perforado la pared opuesta y se había hincado en el patio; la O desapareció y la T de INSTITUTO pendía de un clavo en el aire. Corrió entonces la voz que toda la construcción se había hecho cisco, pero a la vuelta de la evacuación se constató este leve daño, y puesto que los albañiles se habían esfumado como quinina en tiempo de malaria, este es el año que los tienes aún en el castillo tirando de espuertas de mezcla.
El patio en declive, una porción de colina descendiente: las voladoras, el columpio, los zancos, los tejos, el aleleví. La chusma de raqueros corre enloquecida tras un balón. Otros, nosotros, nos distraemos con la oca y el monopoli.
En el mes de diciembre, la segunda quincena, estábamos en la iglesia para oír la novena. Qué frío por los huesos: parecía cielo abierto (viento de tierra y viento de mar), el desplazamiento de aire había hecho añicos los vidrios de colores y los sacos que habían clavado batían contra el muro como velas. Por suerte ya desde Difuntos empezó a hacerse la colecta en misa para estos vidrios de antes de la guerra con el cordero y las palmas, la vid y los racimos, la roca y los siete riachuelos, lirios y margaritas. A las nueve, cuando hacía bueno, iban a cruzarse a media altura los rayos del azul al rosa y, con el incienso, a uno recién comulgado o en gracia simplemente, le parecía estar entre esas bellas nubes que son el paraíso en los recordatorios.
¡Un frío! El oficio dura que te dura, siempre quietos. La salida era ser el incensor, pero te puede tocar una tarde y, esperando esperando, al final hasta te saltan; sobre todo se precisa seriedad, no reírse al mirar a la cara a los compañeros cuando te llegas a la balaustrada, brazo muerto y la mano como piña, tres meneos a la derecha, tres al centro y tres a la izquierda. Pero también los monaguillos, que iban y venían entre iglesia y sacristía según los oficios, podían beneficiarse del turíbolo, y hasta de las obleas para las hostias y del vino. Los cantores, los de siempre, pasada la criba de los ensayos con escalas, voz pura y argentina, belleza del alma reflejada en ojos y garganta: en esto Tano Squillace se llevaba la palma, y asimismo Vittorio Seminara, recién elegido presidente de la Inmaculada. Se acabó cuando las tetillas se bufan como botones y el labio bajo la nariz se pone negro, te sale una voz nueva incontrolable que quiere imitar la de un hombre y que no sabe: «el más grave en los climas demasiado cálidos es el tan debatido problema del estado de pureza en el periodo de la adolescencia».
Aquella tarde el del incienso pegó un patinazo. Yo, por mi parte, me organicé bien aquella vez o dos que me tocó hacerlo (que me ponía rojo dice, ¿a santo de qué?), los ojos al suelo y «toma Alfio Cirino y Filadelfio, ay Alfio Cirino y Filadelfio, pobre Alfio Cirino y Filadelfio» . Ya estaba: reverencia, mediavuelta, genuflexión y fuera.
Sucedió que Costa Benito, el hijo del ex-guarda de la ex-cámara fascista, apareció por la tarde en el colegio estrenando una camisa verde, y hasta aquí nada que decir, pero la pifió con los dos hermanos detrás, con camisas roja y blanca (esta última la llevaba el pequeñajo gordo y en los hombros se le traslucía claramente el descosido del bordado con el blasón real). ¡Tarariií… fiiir-més! Costa no necesitó más preámbulos y despachó a aquellos dos para casa que lloraban casi de la pena de perderse el vale de cincuenta por la novena completa que servía para el cine Fiat Voluntas Dei Angelo Musco la tarde de Navidad o Nochevieja. En la iglesia, en primera fila, Filippo Mùstica (¡quién si no!) se hizo adelante, las manos de bocina, y atacó:
y la bandera tricolor
ha sido siempre la más bella
etcétera, y Costa, que el brazo estirado llevaba y la mano de piña, y estaba comenzando toma Alfio, a mi manera, se trabucó: las cadenillas de oro se le enredaron en el encaje del roquete y las brasas se desperdigaron por los tres peldaños del presbiterio. No veas, el uno se agachaba bajo el banco para desahogarse, el otro se tapaba la boca con el pañuelo. Costa, tras un vano intento de recoger los tizones, corrió a la sacristía. Acudió el prefecto, el que se ocupa del orden y de la disciplina, y empezó con el chis eh chis con una cara que ya te contaré. Inmediatamente recompuestos, la atención se dirigió hacia el padre rector que oficiaba y hacia el altar, sobre el que se había colocado la cueva de cartón oculta por el velo morado que caería la noche del veinticuatro con el gloria in excelsis y las campanas dale que te pego. La iglesia se puso oscura en un momento y sólo las velas alumbraban el altar. El acólito le dio al pedal de firme y hubo enseguida un chirrido y luego las primeras notas sopladas y el canto de sopranos y contraltos alternativamente:
—Regem venturum Dominum,
—Venite, adoremus.
—Ecce Dominus veniet, et erit in die illa lux magna…
Y la luz no venía, hacía falta otra ráfaga de viento que desenganchara los plomos que hacían contacto, pero los cantores en la oscuridad parecían mejores. ¿De dónde salen estas voces, del cielo, de la tierra, de bajo la casulla, de la capa pluvial?
—Prope est iam Dominus…
—Veni, Domine, et noli tardare… —Veni, et ostende nobis faciem tuam…
El cántico acabó y el armonio se desinfló como una rana y, en el silencio, un pesado paso de zapatos claveteados, que si te los imaginas arrastrándose por el suelo se te ponen los pelos de punta, avanzó desde el fondo oscuro de la iglesia por el pasillo entremedio de los bancos. Uuuu… hizo el viento, y las llamitas del altar se estremecieron y la luz volvió de golpe. Un soldado alto y delgado apareció a los pies del presbiterio; ayvá, todos los ojos encima de él, pero, de espaldas, sólo había uniforme, con el correaje ancho que colgaba de la cintura por la cacha. En la genuflexión se retorció como un árbol en invierno, luego se irguió, giró a la derecha y la cara lanzó destellos por los lentes. Giró de nuevo y se mostró de frente, pero la gran cruz roja sobre el pecho atrajo la atención y no dejó tiempo para el resto. Se inclinó ante el peldaño de la hornacina de San Bosco, abrió el breviario, clavó allí su cabeza de jilguero, se puso a musitar.
Cantó fuerte el padre rector en tono capitular:
—Praecursor pro nobis ingreditur… Ipse est Rex iustitiae, cuius generatio non habet fine-e-em.
—Deo gratia-a-as —respondieron los cantores.
Pero ¿quién prestaba atención a los oficios? Los de los primeros bancos echábamos al militar miradas de reojo, que estaba el prefecto al acecho.
Filippo dijo: —Este es un teniente capellán. ¿De qué va, si ya acabó la guerra?
Los cantores atacaron aún un himno, un motivo ligero y brillante que no parecía gregoriano, se podía perfectamente bailar. ¿Que no? En la sacristía, jo cuántas veces, con cabos en las manos. Yo entornaba los ojos, las pestañas rozándose apenas, y los cantores en el presbiterio, desde uno y otro lado, avanzaban cantando hacia el centro y hacían el corro, sus bonitas sotanas rojas y los roquetes blancos hinchados por el viento, luego se soltaban intercambiándose los sitios, y luego otra vez, hasta decir amén. Dice que los antiguos danzaban y está escrito que David se inventaba las oraciones cantando y danzando cítara en mano. Pero los cantores, allí en el altar, se dejaban llevar todos por igual, meciendo la cabeza a un tiempo.
«Con sus ángeles y sus santos». Rector acólitos cantores entraron en fila para la sacristía, los fieles salieron por la puerta del fondo y los del oratorio del colegio nos quedamos quietos en nuestro sitio para escuchar el sermón vespertino de nuestro prefecto. Squillace, Seminara y los demás monaguillos volvieron a los bancos desvestidos de sus hábitos. El prefecto subió al púlpito, se agarró al antepecho con las manos, basculó para atrás y para adelante, tan adelante que es que se tiraba, nos miró uno a uno fijo a los ojos, la boca apretada como una raya de tiza. ¿Habla o no habla? La primera palabra nos abriría el corazón. ¡Acabáramos! Incalificables, idiotas, estúpidos, reírse por un motivo que no era para reírse, ni mucho menos; tomar la iglesia por el patio o el teatro; prepararse tan mal para la Santa Navidad, mala cosa. El discurso este ya nos lo conocíamos, la novedad fue la mención de Filippo, personal. —Tú, Mùstica —y lo señaló con el dedo—, levántate.
Filippo no era de los que se enredan así como así, se levantó cansino, como quien acaba de despertarse.
—Y ahora dime: ¿tú crees o no crees que ahí dentro está nuestro Señor?
Vaya lo que se le ocurría al prefecto. Filippo abrió los brazos y agachó la cabeza como diciendo «natural».
—Y entonces —tronó el superior— ¿por qué te meneas hablas te ríes, eh? Si tuvieras eso siempre presente… ¡Tú y tus compañeros! El teniente capellán había cerrado el breviario, se había sentado y escuchaba con una sonrisa en los labios.
El prefecto apartó los brazos del púlpito y los cruzó sobre el pecho.
—Y ahora, pero no os lo merecéis —dijo—, os doy una buena noticia: ha recalado entre nosotros, asignado a este colegio, un hermano nuestro, el padre Sergio —y sonrió al capellán. —El padre Sergio es un repatriado, un capellán castrense que vuelve de la guerra. El Señor ha sido bondadoso al querer enviarlo precisamente aquí. No soy yo quien ha de deciros quién es el padre Sergio: aprenderéis por vosotros mismos a conocerlo y a quererlo. Ahora le ruego que os dirija unas pocas palabras de salutación.
El prefecto descendió del púlpito y subió el capellán. Comenzó: —Queridos muchachos…
Qué ronco estaba, la voz le salía ahogada, como de vendedor al cierre del mercado.
—Imaginaos…
¿Por qué no escupía? A lo mejor se aliviaba.
—La guerra…
Dice que una cosa que es menester en estos casos es un cacho de carbón encendido metido en vino en un vaso, y la cama con un ladrillo caliente bajo los pies.
—Entre las nieves de Rusia…
¡Adiós! ¿También flemas? Se puso a carraspear y a toser, pobre, que parecía un concierto de pitos.
—…Vuestro afecto, vuestra conducta ejemplar, la práctica religiosa, el estudio…
¡Ah, se liberó! Hizo un rebujo con el pañuelo y lo volvió al bolsillo.
—En fin, os doy las buenas noches.
Y ya iba a descender, pero se detuvo; era el prefecto que, sacudiendo los brazos, había acudido bajo el púlpito para susurrarle alabado sea Jesucristo.
—Alabado sea Jesucristo —don Sergio . —Sea por siempre alabado —nosotros todos a coro.
Costa había salido de la sacristía con la caña larga en las manos y le costaba apagar las velas del altar mayor, parecía que persiguiera palomillas: el apagador le oscilaba y no conseguía parar el cucurucho encima de la llama. Quizá le temblaban las manos por el frío o todavía por la agitación del incidente del turíbulo.
Se fueron todos, ordenadamente y en silencio, en fila, los dedos en la pila, la cruz, pero en el pasillo largo estallaron los saltos y las voces, carrerillas y empujones, manotazos y mascadas, lo normal.
Yo me quedé en mi sitio, de rodillas, como si rezara, para seguir estudiando a don Sergio, allá en un rincón en recogimiento; y delante de mí, también de rodillas, Squillace y Seminara. Costa había apagado velas y luces, San Bosco y María Auxiliadora, las estaciones y la lámpara grande. Ahora la mariposa del vaso formaba un círculo con un ala de ángel dentro, una orilla del mantel de flecos dorados y el IHS también de oro, el atril vacío, las vinajeras y el frasco del lavatorio. El incienso se había disipado, las últimas nubecillas colgaban del techo y desde allí salían por las ventanas abiertas al aire libre de diciembre. Y no había más. Don Sergio desaparecido en la oscuridad, quedaba de él una mancha negra, casi como si se hubiera puesto ya los hábitos. ¿Qué chiste tenía seguir allí mirando? Yo me iba, pero Squillace y Seminara se quedaban. ¡Vaya unas ganas, esos dos! Que se hacían los cinco dieces cabales o si no las estaciones, que no era el caso en periodo de Adviento. O si no la Buena Muerte. Capaces eran.
—Pues buen provecho . Yo sin pasarme, que luego no puedo ni respirar. ¡Aire, aire!