Valentí Puig
«Uno no puede hacerse trampas a sí mismo»
Alejandro Luque
Valentí Puig (Palma de Mallorca, 1949) es un escritor fértil que ha tocado todos los palos, desde el periodismo a la novela pasando por el ensayo y la poesía, tanto en castellano como en catalán. Entre otros reconocimientos, ganó el Ramón Llull con Sueño Delta (1987) y el Josep Pla con El hombre del abrigo. Sin embargo, un buen segmento de sus lectores se ha sentido atraído por los dietarios, en la línea del propio Pla, que ha ido publicando a salto de mata en las últimas décadas: En el bosque (1982), Matèria obscura (1991), Cien días del milenio (2001), y Porta incògnita (2002).
Ahora acaba de ver la luz en el sello Libros del Asteroide una de estas entregas, Ratas en el jardín, escrita nada menos que en el año 1985. Un joven Puig, lector voraz, aficionado a los licores y al sexo de pago —“El escritor es una persona rodeada de libros por todas partes menos por una, que da a los bares”—, liberal cautivado por Reagan, observa el nacimiento el nacimiento de una nueva Europa desde su privilegiada atalaya mediterránea, mientras consigna al anochecer el inquietante movimiento de las hojas de su jardín.
Alguien dijo que la literatura es una carta que el escritor se manda a sí mismo, al futuro. ¿Qué quería contarle el escritor de 1985 al Valentí Puig de hoy?
Lo que más o menos conté en Ratas en el jardín. En sentido contrario, de hoy para ayer todo parece más fácil, siendo entonces imprevisible, como explicar la caída del muro de Berlín, el 11-S, la crisis de 2008, la inestabilidad territorial de España. Como mirada al retrovisor vital, le contaría que madurar es difícil si no imposible, escribir es sensacional pero a veces ingrato, el periodismo es adrenalina pero fungible, la política es falsa y traicionera, el amor no tiene que ver nada con la edad y la carne siempre es débil, con o sin colágeno.
En el libro habla del mito “un poco blandengue” del mediterranismo, “en el que, quien más quien menos, todos hemos creído”. ¿Cayó ese mito, finalmente?
Diría que sí, falló la Alianza de las Civilizaciones, la Unión Europea se ha retraído en la zona y la estética mediterránea cuenta poco más que el hecho común culinario de la berenjena, del Levante español a Ankara.
Escribe en un Mediterráneo anterior a la guerra de Iraq y el 11-S… ¿Siente ese antes y después, ha quedado más dividido ese mundo en la última década, entre ‘moros y cristianos’?
Ciertamente, aunque por ejemplo en Mallorca, todavía oíamos hablar del miedo al turco, el pirata turco que dominó el Mediterráneo durante siglos. De ahí las escenificaciones veraniegas de moros y cristianos. Pero lo manifiesto es que la amenaza del terrorismo islamista ha turbado la percepción del mundo árabe y de la vieja cultura musulmana. Sustancialmente, en el mundo islámico por lo general no hay separación entre iglesia y Estado, ni concepto de la sociedad abierta ni apego a la libertad religiosa.
También glosa el germen de la Unión Europea. ¿Podía entreverse ya que llegaríamos a construir apenas un precario equilibrio económico?
No. Algo se vio después cuando, más allá del objetivo del mercado único, el diseño del euro se hizo de forma más abstracta que empírica. Se sabía que habría asimetrías, pero el acelerón era imparable. Ahora estamos en la psicosis del abismo, pero al final se saldrá adelante porque esta crisis no es un colapso de civilización, es una crisis de crecimiento.
Tuvo un padre mallorquinista en una isla en la que otros hablaban en castellano para parecer más finos. ¿Cómo ha sido su relación con ambas lenguas?
De mi padre aprendí a conocer los escritores en ambas lenguas y a estimarlos por igual, sin distinción: Baroja y Josep Pla, Maragall y Valle Inclán. Añoro las épocas en las que entre la cultura española en general y la catalana se trazaban puentes de inteligencia. Véase el epistolario Unamuno-Maragall, los empeños de Ridruejo.
Contrasta en su relato la sensación de vivir en una isla abierta al mar, y al mismo tiempo en una sociedad cerrada, a menudo provinciana. ¿Reconoce esa paradoja?
La islomanía no es un espejismo, es una realidad antropológica. En Mallorca se ha vivido tan bien que todo es exageradamente acomodaticio. Y la política es desastrosa, sin espíritu público.
Quisiera que recordara brevemente algunas figuras que pasean por sus diarios. Por ejemplo Graves, el inglés que ha terminado siendo un extraño símbolo mediterráneo…
Graves bajaba de su Deià a Palma con frecuencia. Iba a Correos. Luego se paraba en el Bar Formentor. Allí le observábamos. Llevaba sombrero cordobés y una vez se había puesto el braguero por encima de los pantalones. Gran poeta pero nunca he logrado entender eso de “La diosa blanca”. Sus novelas históricas son muy sólidas. Escribió las de Claudio para pagarse unas reformas en la casa de Deià.
Llorenç Villalonga. ¿Le conoció personalmente? ¿Qué supone para la cultura de la isla?
Le vi, hablé alguna vez con él pero no puedo decir que lo haya tratado. Me imponía mucho. Lo que signifique para la cultura de la isla importa poco porque allí nada de eso importa mucho. Importa para sus lectores, que son de cada vez menos dado que el “esprit de finesse” que él representaba es un mundo extinguido.
Josep Pla, ¿fue quien mejor supo leer, y escribir, la cultura mediterránea?
No sabría generalizar, sobre todo escribió con gran perspicacia y afinidad sobre Italia. En el fondo, no es un escritor muy levantino.
Y políticamente, ¿qué opción o partido cree que ha entendido peor este mundo mediterráneo, y cuál mejor?
Hubo en su día partidarios de un retorno a la Mallorca musulmana y también hubo quien quiso trasplantar el independentismo canario de Cubillos. Por lo que respeta al Mediterráneo, hay un modo clásico y un modo de mitología inventada “a posteriori”. Me quedaría con algunos poetas griegos y varios escritores sicilianos. Los partidos, la verdad, ahí pintan poco.
¿Qué ganó y perdió usted al mudarse a Barcelona? ¿Y qué sigue habiendo en usted de isleño?
De isleño, la memoria, bloques oníricos que no cesan, el paisaje que siempre ha sido el mío, un sentido de la lengua ancestral, una cocina simple pero consistente. En Barcelona vivo muy a gusto, a pesar de que hay quien quiera empequeñecerlo todo.
Amigo de los alcoholes, putero, simpatizante de Reagan… ¿No ha tenido la tentación de retocar su autorretrato para exponerse al público, o es mejor dejar las cosas como fueron?
La tentación es obvia, pero al final uno no puede hacerse trampas a sí mismo, salvo que sea un cretino. Lo que haces es omitir cosas que viste, cambiar algún nombre, usar iniciales, no contar relaciones con señoras que ahora ya son abuelas. En el dietario uno no tiene el derecho de ser cruel con nadie si antes no eres cruel contigo mismo.
La pregunta…de José Carlos Llop
¿Qué tres diaristas europeos son sus favoritos y por qué?
Samuel Pepys; los hermanos Goncourt, “malgré tout”; Witold Gombrowicz.