Terror al blanco
Alejandro Luque
La realidad, ya se sabe, dobla siempre las apuestas de la ficción. Cuando en la inauguración de la pasada Seminci el italiano Nanni Moretti estrenó su último filme, Habemus papam, nadie podía imaginar que su insólito argumento –la renuncia del Sumo pontífice de la Iglesia católica a su cargo– se haría realidad unos meses después con la dimisión de Joseph Ratzinger. Los medios de comunicación, especializados o no en cine, corrieron a revisar la profética cinta de Moretti, dándole una inesperada segunda vida.
Pero ni siquiera la ayuda de la providencia ha logrado revalorizar el que sin duda es uno de los trabajos más planos e insulsos de la por otro lado brillante filmografía de Moretti. La contratación de un psicólogo que permita comprender al amedrentado papa electo prometía en principio un buen montón de escenas ácidas y desopilantes, expectativa que queda desinflada desde la primera entrevista en presencia de todos los cardenales. La fuga del papa y la reclusión del psicólogo Moretti podrían también haber dado algún juego, sobre todo indagando en alguna clave vaticana. Sin embargo, el guión empieza muy pronto a tomar un camino vago y sin ritmo que precipita el filme hacia un tedio infinito.
El principal problema de Habemus papam es el empeño por subrayar la diferencia, tan architrillada, entre la vida real y el aislamiento del poder; empeño lastrado además por un temor exagerado a no herir susceptibilidades. No es que esperáramos de Moretti un retrato realista del Vaticano como nido de serpientes, como tampoco lo hizo en su película La misa ha terminado (1985); pero tampoco podíamos prever el absurdo sonrojante de la escena del campeonato de voleibol entre cardenales, carente de gracia y de profundidad, ni el aburridísimo periplo de Michel Piccoli en el papel de Melville (¿terror blanco, a lo Moby Dick?) por las calles de una Roma desalmada.
Habemus papam, en fin, será exhibida en las escuelas de cine como ejemplo de cómo arruinar un buen punto de partida por falta de valor y de fantasía. Al espectador de a pie, si no puede ahorrarse el trance de verla, le recomendamos que inmediatamente después visualice de nuevo Caro diario o Abril, del mismo autor, como operación higiénica de urgencia.