A las barricadas
Ilya U. Topper
De día en el trabajo, de noche, en las barricadas. Así resume su vida durante los últimos días la abogada Sibel Sevinç, entre dos nubes de gas lacrimógeno, a pocos metros del parque de Gümüssuyu que desde hace una semana es escenario de cargas policiales nocturnas. Dormirá escasas horas: mañana se presentará en los juzgados para atender a los detenidos de la noche.
“Nos han metido demasiada presión durante años: leyes contra el alcohol, contra nuestro estilo de vida, contra todo. Estamos hartos. Ahora la calle es lo único que nos queda”, dice, mientras reparte su número de teléfono, con un ojo en la esquina, donde se disipan nubes anaranjadas.
“La policía no pasa de la esquina, sólo se acercan y disparan las granadas de gas, luego se retiran”, explica un joven que lleva toda la noche en las barricadas, erigidas con adoquines, barandillas, trozos de andamios, planchas de metal. “No se atreven a entrar, pero no quieren que nosotros llegamos más allá tampoco. No dejan pasar a Besiktas”.
Abajo se distingue el estadio de fútbol del Besiktas y detrás, el barrio del mismo nombre de tradición rebelde, donde se ha hecho fuerte la afición, inexpugnable de las callejuelas. Los furgones de la policía circulan en la avenida del Bósforo y alrededor del estadio, y a veces escupen brigadas armadas con fusiles de granadas de gas. Entonces se desencadena la avalancha, miles de jóvenes saltan las primeras cuatro o cinco barricadas, se precipitan a buscar un espacio respirable tras la esquina.
Alguien enciende una bengala y bajo la luz incierta, grupos de estudiantes de medicina, ataviados con camisetas blancas, se inclinan sobre quienes han perdido la conciencia tras tragar demasiado gas. Numerosas chicas echan un spray blanquecino a los ojos de quienes deambulan desorientados. Es una mezcla casera de leche, agua y almagato – un antiácido estomacal – que alivia los síntomas del gas. Ha reemplazado las rodajas de limón que durante años acompañaban las protestas kurdas.
Casi todos los presentes llevan mascarillas médicas y algún tipo de gafas de buceo, pero sólo están a salvo quienes se han hecho con una máscara de gas auténtica. Tampoco del todo: un joven muestra en el brazo un moratón definido, redondo, hinchado. Un impacto de una bala de goma, asegura.
“Sí, he tratado impactos de bala de goma, aunque pocas, hoy solo uno, ayer quizás treinta. La mayoría de la gente viene afectada por el gas, o también porque les han disparado una granada de humo”, asegura Can, un estudiante de medicina que ha puesto en pie un improvisado ambulatorio en una entrada de cafetería en la plaza de Taksim. Se toca las piernas, señalando donde se localizan la mayoría de los impactos de los botes, que dejan un fuerte moratón durante varios días, como ha podido comprobar este periodista.
La manifestante
Un estudio de la Universidad Bilgi, realizado por internet y basado en 3.000 respuestas, señala que el 40 por ciento de los participantes tiene entre 19 y 25 años, y otro 24 por ciento, entre 26 y 30. Un 54 por ciento de los manifestantes nunca antes había participado en una acción masiva. Un 70% no se siente vinculado a ningún partido político. A nueve de cada diez los ha empujado la actitud autoritaria de Erdogan, la violencia policial y la restricción de libertades. No ha desglose por sexos, pero en el parque Gezi, las mujeres pueden ser incluso mayoría. Tampoco faltan chicas con máscaras de gas y gafas de bucear en las primeras líneas de las barricadas, aunque ahí hay una ligera mayoría de chicos.
Si impactan en la cabeza pueden ser mortales. Al igual que las balas de goma. Dos personas ya han muertos de esta manera – o una, si no se cuenta a un joven de Ankara que lleva días con “muerte cerebral” – y hay media docena de heridos graves. Otro joven murió al ser atropellado por un coche particular en una barricada del barrio de Ümraniye, en la parte asiática de Estambul. El único policía muerto ahora en los enfrentamientos es un joven oficial que se cayó de un puente al correr tras unos manifestantes en Adana.
La calle que lleva desde Gümüssuyu a Taksim, un kilómetro escaso, está obstruida por veinte barricadas, a cual más alta. En algunas, los jóvenes siguen apilando barras de hierro y ladrillos. En otras se han tumbado unos chavales para leer a la incierta luz de las farolas. Los blindados de la policía no podrán pasar: harán falta horas de trabajo con excavadoras. Más arriba, en los aledaños de la plaza, hay media docena de furgones policiales volcados, dos autobuses quemados. Desde el sábado, la policía no se ha vuelto a acercar a la plaza.
Taksim es una fiesta. En la plaza pasean jóvenes, mayores, parejas. Vendedores de sandía, de pepinos y de carne asada pregonan su mercancía. Centenares suben las escaleras hacia la explanada del parque Gezi, repleto de gente, de banderas, de risas y bailes.
Aquí empezó todo. El martes, un puñado de jóvenes se reunió en el parque, uno de los pocos que existen en el centro de Estambul. Se situaron entre los árboles y las excavadoras que ya se comían parte del terraplén. Dos veces los echó la policía y dos veces volvieron más numerosos. Cuando los blindados avanzaron en la madrugada del viernes, ya hubo muchos centenares de personas. Las tiendas de campaña arrancadas y echadas a camiones, el gas lacrimógeno y los chorros de agua a presión no pusieron fin a la protesta: la crearon. Durante 36 horas, el centro de Estambul era una batalla campal ininterrumpida y la muchedumbre no paró de crecer. Cuando la policía se retiró, el sábado por la tarde, la protesta parecía calmarse. Pero en realidad fue entonces cuando empezó.
Empezó en Ankara, en Adana, en Izmir, en Tunceli, en Antakya. Y en todas partes, las autoridades emplearon la misma solución: agua a presión y gas, mucho gas.
Pero mientras tanto, Taksim se convirtió en territorio liberado. Cada día crecen las filas de tiendas de campaña, los espacios acondicionados para dormir, jugar al ajedrez, leer, comer. Hay puestos de comida y de agua mineral gratuita. Nadie sabe de dónde llegan los botellines. “He visto que alguien tenía un paquete en la mano y me he puesto a ayudar”, dice una joven que acaba de integrarse en una cadena humana para pasar las provisiones desde las calles de Taksim hasta el parque.
La oposición
Erdogan ha insistido insistentemente al Partido Republicano del Pueblo (CHP) de instigar las protestas. Muchos diputados de este partido socialdemócrata han estado con los manifestantes, pero la inmensa mayoría de los ciudadanos indignados niega cualquier vínculo. “Si el CHP no tiene ni capacidad de organizar nada”, opina la abogada Sibel Sevinç. Pocos creen que ahora mismo sea una alternativa viable de gobierno, aunque probablemente las protestas le supongan un impulso en las próximas elecciones municipales, en 2014. El ultranacionalista MHP se ha desmarcado desde el principio de las protestas y no se ven banderas del lobo en Taksim. El prokurdo BDP sí está presente.
“Yo puse unos tablones y unos ladrillos para hacer una estantería, y todo el mundo me ayudó, ahora no paran de llegar libros que no nos da tiempo ni a ordenar”, señala Nebay, una psicológa de unos cuarenta años, entre jóvenes y ancianos que rodean el pequeño recinto para curiosear entre las obras. La muchedumbre supera a la que hay ante los puestos de comida gratuita.
No hay casi pacientes en el dispensario médico: la noche es tranquila hoy. Un neurocirujano monta guardia con un par de enfermos. “Es un milagro” resume lo ocurrido en Taksim. “Estamos aquí por la libertad. La de besarse por la calle, la de ir cogidos de la mano”.
Los jóvenes del parque Gezi pasean cogidos de la mano. Entre las tiendas de campaña, en el césped, se tumban medio abrazados, descansan la cabeza en el cuerpo del otro, de dos en dos, de tres en tres. En el balancín, las parejitas aprovechan para divertirse cual críos. En la explanada no cesan los bailes, hay competición del salto a la comba, ora a solas, ora en grupo. Entre aplausos se lanza al cerco una chavala ataviada con el pañuelo islamista, perdiendo todo pudor.
Es casi la única. O una de las primeras. El viernes se observan ya media docena de pañuelos por el parque – entre varias miles de personas – cuando no había ni uno solo en los primeros días. Con cierta lógica, dado que en Turquía, esta prenda, casi un uniforme, se asocia a las simpatizantes del partido AKP, el de Recep Tayyip Erdogan, el denostado primer ministro.
El sector islamista es el gran ausente de las revueltas de Taksim. Y no es que los manifestantes no quieran atraerlos: el miércoles, víspera de la festividad musulmana del Miraç, circularon la consigna de que nadie consumiera alcohol en el parque, como señal de respeto a los – probablemente muy escasos – musulmanes que pudiera haber. Hubo un rezo colectivo – con poca afluencia – en un espacio resguardado por los demás. Detalles anecdóticos pero significativos en una marea de personas que no rezan nunca y para los que el alcohol forma parte de la tradición.
Islamistas
Son los grandes ausentes. Una grupúsculo marxista-islamista prometió desde los primeros días su apoyo a las revueltas, pero ha tenido poca presencia visible. El número de chicas con pañuelo islamista ha sido prácticamente cero durante la primera semana de revueltas y sigue siendo extremamente minoritario en el parque Gezi. Las grandes ONG humanitarias islamistas, como IHH y Mazlumder, defensores de numerosas causas de oprimidos, apenas se han pronunciado sobre las protestas, aunque Mazlumder sí ha emitido un comunicado en el que denuncia la violencia policial e insiste en el derecho a la manifestación pacífica. Pero es una relación incómoda: Aunque las protestas se dirijan en primer lugar contra la violencia policial, nacen de un hartazgo por lo que se percibe como la imposición de políticas islamistas a toda la sociedad: restricciones al alcohol, exigencias de “comportamiento moral” en público, intentos de prohibir el aborto, promesas públicas de “educar una juventud religiosa”….
Los demás están todos: comunistas, marxistas de docenas de siglas y símbolos diferentes, socialdemócratas del CHP, el principal partido de la oposición, muchos kemalistas de la vieja escuela, que enarbolan el retrato de Mustafa Kemal Atatürk, nacionalistas aficionados a arremeter contra los kurdos, kurdos aficionados a quemar banderas turcas, las banderas amarillas del BDP, el partido prokurdo, incluso algunas más reivindicativas del Kurdistán iraquí, enseña de los más radicales. Y los bailes ‘halai’ al son de la música kurda se multiplican en la plaza.
Un día saltaron chispas al aparecer retratos del líder kurdo, Abdullah Öcalan, demonizado como “asesino de bebés” por los nacionalistas, pero aparente se llegó rápidamente a un consenso de limitarse a las banderas del BDP. Desde el primer día de las protestas, un diputado del este partido, el carismático Sirri Süreyya Önder, se enfrentó a las excavadoras del parque y fue hospitalizado por el impacto de un bote de humo en el hombro. Önder no es kurdo, pero formó parte de la delegación del BDP que ha llevado las negociaciones con la guerrilla PKK y es capaz de aglutinar a gran parte de la izquierda, tanto kurda como turca.
Pero la inmensa mayoría de de la gente que ocupa la plaza son ciudadanos sin afiliación política alguna, sin siglas y sin ideología definida, sin nada más que la sensación de hartazgo.
«Es un movimiento extremamente amplio, y se estructura muchísimo a través de los medios sociales. Es ahí donde la gente refleja su vida. Quienes los utilizaban solamente para enviar fotos de gatitos y participar en videojuegos ahora están en la calle», dice Merve Alici, 25 años, publicista y activista de derechos civiles. «No es que de repente los ciudadanos se hayan dado cuenta de que los medios sociales pueden ser útiles para algo que no encaja en la categoría de ocio. Sucede que ellos han cambiado de repente”.
Algo similar dice Esma Demirtas, 68 años, empleada de banco jubilada. “Hay una juventud que siempre ha sido apolítica, a diferencia de nosotras, sesentayocheras, que nos manifestábamos entonces; recuerdo que daba la teta a mi hija entre manifa y manifa en aquel año. Pero ahora han salido a la calle. Es el mejor regalo que nos han podido hacer”.
Y ahí siguen, pese a viento y marea. El duro discurso de Erdogan desde Túnez, el jueves, y el aún más duro en la madrugada del viernes, a su llegada al aeropuerto de Atatürk, donde pidió, ante el jaleo de miles de seguidores, que las protestas cesaran “de inmediato”, apenas han dejado huella.
Los medios
La revuelta se ha difundido ampliamente en los medios sociales: Facebook, Twitter… Los grandes canales de noticias 24 horas, como NTV y CNNTürk, no dieron más que breves cortes noticieros durante los primeros días. «Si los canales de televisión y los diarios hubieran reflejado la verdad al menos parcialmente, seguramente los medios sociales se habrían utilizado mucho menos», reflexiona la publicista Merve Alici. «Pero la gente encendía la tele y se encontraba unos putos pingüinos», denuncia: cuando CNN en Estados Unidos ya informaba desde Taksim, la franquicia turca seguía emitiendo el documental del domingo.
«Nos esperábamos un tono más suave, más conciliador, pero se ve que Erdogan prefiere insistir en su actitud dictatorial», lamenta Su, una estudiante de Ciencias Políticas. “No nos escucha, no hace caso a la gente, y habla como si quisiera provocar más violencia». «Los jóvenes hemos sufrido ya demasiada represión», opina su amiga Edil, diseñadora, que juzga el discurso «una muestra de irresponsabilidad para alguien que tiene el cargo de primer ministro».
Lo mismo cree Nadja, estudiante: «Erdogan se ha convertido en un primer ministro en contra del pueblo, y cada vez que abre la boca queda más claro. Pero la resistencia no hará más que crecer con esto». Ante decenas de libros alineados en el césped, Aytaç, bibliotecario en la vida civil y en el territorio utópico de Taksim, opina lo mismo. «No importa ya que diga o deje de decir Erdogan. Puede mandar a la policía en cualquier momento, de todas formas, no sabemos cuándo puede ocurrir. De manera que, mientras tanto, nos quedaremos aquí», se muestra firme.
Petek Özmez, empleada en una tienda de mascotas de Estambul, se muestra más pesimista. «Esto tiene muy mal aspecto: parece como si la finalidad fuera llevarnos hacia la guerra civil», cree. Tampoco ven el futuro muy rosado los empleados de un popular puesto de comida cerca de Istiklal. Pese a venir de un contexto social muy distinto a los profesionales liberales y estudiantes de Taksim, dicen sentirse felices con la nueva situación que, además, no ha perjudicado para nada el negocio, añade. Pero no creen que dure. «Basta con lanzar una granada de gas lacrimógeno desde un helicóptero y de las miles de personas que ahora hay en el parque apenas quedarán cien», vaticinan, convencidos de que el gobierno no dará su brazo a torcer.
En esto coinciden todos: ‘Tayyip’ no va a dimitir. Tampoco hay mucha alternativa. El CHP, el mayor partido de la oposición, se ha alineado con los manifestantes desde el primer momento, pero no dirige las protestas ni en abierto ni desde la sombra, al contrario de lo que dice Erdogan.
“No he venido aquí por ningún partido”, confirma Su. Edil asiente. “El CHP no tiene mucho que ver con todo esto”, dice. Un estudio de la Universidad Bilgi, realizado esta semana por internet, les respalda: según los resultados, el 70% no se siente vinculado a ningún partido político.
Petek lo tiene claro. La menuda mujer, que desde el primer día de las protestas sale a la calle noche tras noche, se muestra combativa. «Lo que diga o haga Erdogan ya no importa. Lo que importa es lo que nosotros hemos conseguido hacer hasta ahora».
¿Caerá Erdogan?
Nadie lo cree. Aunque el grito más repetido en las protestas es el de ¡Dimisión!, nada hace prever que el primer ministro vaya a hacer caso. Ni parece necesario: la lista de cuatro demandas, presentada por dos de los mayores sindicatos el miércoles, se limita a pedir el cese de los responsables de la violencia policial, el fin del empleo del gas lacrimógeno, la liberación incondicional de todos los detenidos, la libertad de reunirse en las plazas públicas y garantías de que el parque Gezi de Estambul se preserverá tal cual. Sin embargo, si los durísimos discursos de Erdogan se traducen en más acciones policiales, algo que ahora mismo no parece ser el caso, cualquier cosa puede suceder.