Artes

Caballero Bonald

Diario de Túnez (2013)

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 8 minutos

José Manuel Caballero Bonald

El viaje retrospectivo

 

Un escrupuloso cuidado por el lenguaje y una actitud cívica crítica y vigilante son las dos coordenadas en las que se ha desarrollado siempre, desde hace ya seis décadas décadas, la obra del gaditano José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926), que en sus últimos poemarios –Manual de infractores (2005), La noche no tiene paredes (2009) y Entreguerras (2012)– no solo no ha dado muestras de cansancio o adocenamiento, sino que ha mostrado su rostro más beligerante y comprometido.

Navegante apasionado, Caballero Bonald nunca ha descuidado sus amores mediterráneos, a pesar del tirón atlántico de sus raíces familiares cubanas, y de su larga residencia en Colombia. Sin embargo, el influjo de lo fenicio y de lo andalusí, sumado a su insaciable curiosidad viajera, han hecho que el mar de Homero y de Soleimán esté presente, de un modo más o menos explícito, en toda su obra.

Ese vivir en dos aguas vuelve a manifestarse en un poema reciente, De donde no se vuelve, escogido entre varios que le inspiró un viaje a Siria: “No volveré ya nunca a Alepo, allí/ donde florece cada día una bifurcación/ inextinguible de mi historia/ familiar, aquella travesía/ de un linaje de mercaderes/ por rutas perentorias, férvidas/ trazas de un destino propicio donde/ la incitación del Éufrates glorioso/ se asociaba sin tregua y sin remedio/ al arcaico esplendor del mar de Cádiz.// Ya no iré nunca a Alepo porque nunca/ tampoco podré volver de allí…”

Reconocido este año con el premio Cervantes, el máximo galardón de las letras españolas, el escritor ha publicado recientemente, en edición artesanal y limitada de 100 ejemplares, su Diario de Túnez (Del Centro Editores), “el único diario que he escrito y que escribiré”, según sus propias palabras, resultado de un largo viaje que hizo entre mayo y junio de 1988 junto a su esposa, Pepa Ramis, y del que M’Sur presenta en exclusiva un capítulo.

“Me he sentido siempre muy vinculado al mundo árabe, y no sólo por lo habitual que era en mi juventud el viaje a Marruecos: Tetuán, Tanger, Asilah, Larache…”, explicó Caballero en la presentación del volumen. “Me parecían un viaje retrospectivo, por pueblos que eran como habían sido los andaluces en el siglo pasado. Además, el olor, el sabor, las calidades paisajísticas, el trazado urbano, eran muy parecidas. Esto me hizo siempre estar muy cerca del mundo árabe, que conocí luego en Argelia, Túnez, Siria, Egipto, Irak, Yemen… Así, poco a poco, fui llegando a una relación muy íntima con esa cultura que, de alguna forma, formaba parte de mi propia personalidad”.

Erudición, agudeza y una prosa exquisita se conjuran en estas páginas para invitar al lector a que se sienta paseante, a que se asome a un país asombroso, sumido hoy en terribles convulsiones, y se entregue a las muchas fascinaciones que sus gentes y sus ciudades, sus costas y sus desiertos, nos reservan.

[Alejandro Luque]

Diario de Túnez

 

26.V.88

La gran mezquita de al-Zituna, erguida en las cumbreras de la medina, es la más antigua y majestuosa de Túnez. Dicen los libros que la construyeron primeramente alarifes beréberes, en 732, a poco de iniciarse las consecutivas conquistas musulmanas de Túnez y al-Andalus. Algunos elementos arquitectónicos son de tradición árabe y otros -los minaretes octogonales que asoman tras su magnífico porche- pertenecen a la época de la dominación otomana, ya en el XVI. Aquí están, pues, representados los tres principales ingredientes étnicos del país. Si bien la población es de substrato beréber, los cruces sucesivos con árabes y turcos acabaron definiendo toda una resultante racial musulmana de difícil fragmentación. Pero la sangre beréber continúa manteniendo una sutil preponderancia. Es la herencia de la antigua Berbería, cuna remota de los nobles númidas de la Kabilia y el Rif, que es de donde salió la tropa que venció a las huestes visigodas a orillas del Guadalete. Recuérdese que eran no más de siete mil beréberes -y unos pocos árabes- quienes implantan de hecho la hegemonía islámica en la Península. Sus descendientes andaluces escogerían, seis o siete siglos después, estos mismos pagos para refugiarse tras los cristianos edictos de expulsión. Un inmenso circuito histórico que acaso diga más de lo mucho que dice.

En la mezquita -al menos en esta de al-Zituna- no se admiten visitas de infieles durante las horas de la plegaria. Y aun así, no puede pasarse del patio, que es hasta donde entré con cierta incertidumbre fervorosa. El patio es un recinto de extraordinaria armonía, una tersa simulación lacustre aromada de harissa, esa mezcla picante de especias que parece fluir entre el musgo coránico de las abluciones. Apenas había turistas, lo cual favoreció un episodio cuya sola y temeraria explicación se contradice con mis escasas dotes para la elocuencia: el subrepticio asedio de la baraka. No sé de ningún vocablo español que equivalga a ese término árabe. Pero nadie ignora a qué situación límite me refiero: esa especie de acuciante concentración de energía que conduce de pronto a una plenitud jubilosa. Es una experiencia instantánea: cuando se es consciente de su aparición, desaparece. De modo que entendí muy bien en este recinto sagrado el disfrute contemplativo de los quietistas. Tampoco me pareció raro.

No sé si influyó en todo eso -ya en plan efectista- una vieja historia recogida en no pocos tratados sobre mística árabe. Cuentan que Ibn Arabí, el gran maestro andalusí del sufismo, compuso de memoria, mientras oraba en esta mezquita mayor de Túnez, un poema que ni transcribió en ningún papel ni comunicó a nadie. Al cabo del tiempo -a fines del Xll-, cuando volvió a Sevilla, oyó un día a un muchacho recitarlo literalmente. Ibn Arabí, anonadado ante semejante prodigio, le preguntó al muchacho que dónde había aprendido el poema y que si conocía a su autor. El muchacho respondió que era obra de un sufí errabundo llamado Ibn Arabí y que se lo había enseñado un desconocido que desapareció sin dejar rastro. A través de esas explicaciones supo Ibn Arabí que el desconocido había revelado el poema en Sevilla justo en el mismo instante en que él lo componía en Túnez. Me interesa añadir que el relato de tan admirable experiencia no me fue transmitido por vía telepática.

La medina es un extenso albaicín enaltecido por esa falta de trazado urbanístico que acaba siendo el más humano de los trazados. Se trata de una intrincada teoría de pasajes abovedados como corredores y placitas entoldadas como patios: la gran casa comunal de los viejos tunecinos. Decidí, no sin alguna temeridad escrupulosa, quedarme por allí a almorzar, y tuve más suerte de la prevista. Pues comí un notable cuscús  de cordero y bebí un vino llamado Magon, una especie de tinto aborgoñado de lo más aceptable. De postre, un makrut (o algo así), que resultó ser hermano gemelo del alfajor de otra medina, la gaditana de Sidonia, sólo que más azucarado.

Por la calle del Castillo de los Andaluces se sube hasta la más empinada colina de la kasbah. Es como si se saliese de un mundo en que hasta la cochambre se finge prestigiosa y se entrara en otro donde los prestigios son ya del orden de las inmunidades exquisitas, esa exaltación ornamental del placer que suele llamarse lujo oriental. Luego de solazarme lo justo, volví a perderme por el cerco abigarrado de los zocos: ahora por los de los especieros y  los cinceladores. En cada esquina, junto a las basuras medievales, una menesterosa cántara de agua; en cada miel, sus moscas. Por el zoco de los especieros se divulga un esplendor de condimentos cuyos olores son todos los olores del mundo. El otro zoco, el de los cinceladores de la supuesta plata beréber, es un heterogéneo ferial de utensilios que las mismas indigencias seculares han logrado en parte preservar de las trampas utilitarias. Un efluvio todopoderoso, a medio camino entre el dátil y el cieno, salía de los zaguanes y dotaba al escenario de su atuendo preciso: esa dulzura podrida con que se manifiestan a veces ciertas decorosas antigüedades.

© José Manuel Caballero Bonald ·   Cedido a M’Sur por Del Centro Editores