El inmortal
Alejandro Luque
Cuentan que el cantante argelino Khaled, en sus primeras visitas a España, solo alcanzaba a decir tres palabras en nuestro idioma, pero muy bien dichas. “Paco es Dios”. La expresión lleva repitiéndose muchos años, casi como un latiguillo del lenguaje flamenco, y hoy sigue reproduciéndose como un eco en redes sociales y medios de comunicación. Sabemos que en estos tiempos los piropos están de saldo, y a cualquiera con un poco de gracia en las artes o en las letras se le califica sin sonrojo de genio, de monstruo, de gigante. Pero Dios es otra cosa. Solo hay uno verdadero, dicen los fieles. Pero hay que preguntarse qué méritos concurren en una persona para ser consagrado como tal.
Paco de Lucía fue Dios, en primer lugar, por encarnar la perfección. Ese ideal renacentista que abanderaron Miguel Ángel y Leonardo, lo llevó el guitarrista a los humildes y dignísimos territorios del flamenco, que entonces vivía orgulloso de su condición silvestre: “El flamenco se canta con faltas de ortografía”, proclamaban los cabales. Pero Paco demostró que también podía tocarse con pulcritud, con exquisitez, sin perder un ápice de su esencia. Su secreto no era tal. “Casi estoy más agradecido a mis equivocaciones que a mis aciertos –confesaba–, porque las equivocaciones me ayudan a saber qué es lo que no tengo que hacer”.
Paco demostró que el flamenco también podía tocarse sin faltas de ortografía
Otro tópico que este personaje único desterró fue el de la inspiración espontánea, el duende, la transmisión genética del talento. No cabe duda de que el músico estuvo desde su más temprana edad extraordinariamente dotado para este arte, pero el camino que le llevó a las alturas fue el del trabajo y la constancia. Como demostrara su biógrafo Juan José Téllez en dos libros que casi se leen como la vida de los santos, Retrato de familia con guitarra y Paco de Lucía en vivo, el padre de Paco, Francisco Sánchez Pecino, ejerció de Leopoldo Mozart para que su hijo llegara a ser el equivalente jondo de Wolfgang Amadeus, el genio precoz. Ese espíritu de autoexigencia extrema configuró al mito tanto o más que el beso de las musas, a las que por otro lado siempre supo invocar.
Paco de Lucía fue Dios, entre otras cosas, para ser incontestable, es decir, para vivir más allá de la controversia. Si solo hubiera hecho cuatro o cinco discos magistrales, si hubiera encabezado algún discreto movimiento renovador, habría sido objeto de discusión, de comparación, pasto de las quinielas que reparten nichos celestes en los casinos del arte, dato de encuesta en los suplementos de fin de semana. Pero revolucionó el flamenco -un arte secular amigo de las evoluciones lentas- no una, ni dos, sino tres veces en su larga y fructífera trayectoria. Cuando el común de los mortales no habían terminado de llegar al primer punto, ya Paco estaba en otro planeta.
Revolucionó el flamenco -un arte amigo de las evoluciones lentas- no una, ni dos, sino tres veces
Claro que todo Mozart deja una estela de rabiosos Salieris, y no hay Dios sin martirio. Son tantas cosas las que no le perdonaron a Paco, que su ejemplo debería servir para reflexionar sobre el modo en que tratamos a nuestros mejores hombres. No le perdonaron que su origen no gozara del prestigio bien asentado de Triana, o de Cádiz y los Puertos, sino que viniera de la paupérrima Algeciras, ciudad sin una tradición demasiado esplendente, villa fronteriza, espacio entre dos aguas que, no en vano, se hace presente a lo largo y ancho de su discografía.
No le perdonaron al hijo de la portuguesa que desatara los corsés de la ortodoxia y, guiado por la estrella formidable de Sabicas, aquel gitano que vino a triunfar y a morir en Nueva York, llevara la voz de su sonanta por los cinco continentes, barriendo fronteras y dialogando con compañeros de toda condición, desde John McLaughin o Chick Corea a Ravi Shankar, pasando por artistas más próximos como Jorge Pardo, Carles Benavent, Rubem Dantas o Antonio Serrano, por no hablar del irrepetible tándem que formó con Camarón de la Isla.
Tampoco le perdonaron que sobreviviera a todos los contratiempos con los que fue tropezando en el camino: desde la sección de un dedo provocada por un coral mientras practicaba uno de sus deportes favoritos, la pesca submarina, hasta la calumnia que algunos trataron de levantar contra él, acusándole de cobrar todos los beneficios de su obra con Camarón, mientras la familia del malogrado cantaor pasaba dificultades. De todas las heridas, las sangrientas y las que solo herían piel adentro, se repuso Paco con la dignidad y la discreción que siempre le acompañaron.
No le perdonaron las ironías políticas –“la izquierda piensa, la derecha ejecuta”, decía de las manos sobre la guitarra–, no le perdonaron el descaro de hacer su propia versión del Concierto de Aranjuez, ni que manifestara que se sentía más cerca de un cantante pop como Alejandro Sanz que de la ranciedumbre del cante, el toque y el baile. Cuando poco antes de la Expo 92 rehusó formar parte de un lucrativo cartel junto a Plácido Domingo y Julio Iglesias, alegando que su nombre aparecía más pequeño que el resto de los artistas, algún malintencionado quiso ver un rapto de soberbia en el de Algeciras: de nada le sirvió a Paco explicar que su reclamación no era cuestión de tamaño de caracteres, sino de consideración hacia el flamenco. Que cuando vio el cartel no pudo sino recordar la madrugada aquella en que su padre volvió llorando de una fiesta, con la guitarra rota, y se juró que el arte jondo dejaría algún día de estar a merced del capricho de los señoritos.
Condenó sin quererlo a todos los guitarristas flamencos del mundo a seguir su estela
Pero sobre todo a Paco no le perdonaron que fuera Dios. Que condenara sin quererlo a todos los guitarristas flamencos del mundo a seguir su estela, per saecula saeculorum, sin poder soñar siquiera rozarlo. Porque Paco de Lucía no solo fue un prodigo de técnica, que al fin y al cabo se enseña y se aprende, sino también un inagotable manantial de emociones únicas, una voz surgida de la miseria, pero de una miseria que conocía la honradez, la dignidad, el respeto, la humildad. Cuando en los años 90 lo entrevisté antes de que fuera nombrado Hijo predilecto de la provincia de Cádiz, quise saber qué le quitaba el sueño: “Seguir creciendo, ir siempre un paso más allá”, contestó.
En la última vez que le vi actuar en Sevilla, ese compromiso se dibujaba en su rostro, a veces formando un rictus de angustia. Nunca bajaba la guardia. A menudo lo contaba con humor. “Hombre, uno puede triunfar en Japón o en Brasil, pero luego llegas a Sevilla, y reconoces en primera fila al presidente de la peña Niño Ricardo mirándote fijamente, con los ojos de par en par, y…”. En el fondo, sufría. Sufría con cada nota que no sonaba limpia, con cada picado que no fuera inmaculado.
Solo unos días después de su querido Félix Grande se fue Paco, demasiado pronto, aún joven. Pero por suerte no crucificado, sino jugando al fútbol con sus hijos en la playa, allá en Cancún, donde en días claros, si uno proyecta la vista hacia el horizonte, tal vez tenga ocasión de reconocer la Isla Verde de Algeciras. Se fue, pero sigue entre nosotros. Solo los infieles pueden creer que Dios haya muerto. Escuchen, escuchen…